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Despedidas Jorge Sanzol (1946-2000)

SanZol

Hace unos días, sin ninguna necesidad, se murió Jorge Sanzol. Un bajón: el mundo estaba mucho mejor con él. Tarde y mal, como siempre, hay que explicar que había nacido en el ‘46, que estaba casado con Adriana y que tenía dos hijos; que estudió en la Panamericana de Arte y en la Escuela Nacional; que era un extraordinario dibujante todo terreno. Trabajó muchísimo, siempre. En las grandes agencias de publicidad y, sobre todo, en su casa. Hacía humor, también. Estuvo desde el comienzo en Satiricón, en Humo®, fue eso que se llama jefe de arte (título que le quedaba justo). Ilustró libros para chicos como nadie. Ganó premios y expuso poco. Ema Wolf, Rep y Nine se cruzan sin competir para decir que es una lástima. Porque era bueno en serio, en el mejor sentido de la palabra.

Por REP

“Su estilo ecléctico le permite ilustrar creativamente según el medio”, había escrito torpemente (así hablaba) al final de su currículum Jorge Sanzol. Y es verdad, era eso: un artista ecléctico.
Para poder explicarles a ustedes lo que significó su paso por la gráfica argentina, ya la palabra gráfica empieza por quedar chica. Alberto Breccia decía de él que era un plástico, un humorista plástico. El genial Nine adora su arte. Y, a juzgar por lo que escribió Ema, hasta los escritores se habían percatado de que al fin tenían un traductor de imágenes formidable. Un indispensable. Un ilustrador que había entendido la nobleza de su oficio: un acompañante independiente, soberbio y humilde a la vez.
¿Dónde irá a parar tanta energía, tanto amor, tanta destreza? Todo lo sólido se desvanece en el aire, menos esos dibujos tan bellos, esas pinceladas, esa necesidad expresiva de alguien que, como Sanzol, casi prescindía de la palabra.
Jorge Sanzol era ese flaco de piel tunecina que se acercaba en silencio y largaba oraciones crispadas y balbuceantes, achicando los ojitos cada vez que daba una pitada a su cigarrillo, mientras se preparaba para algún comentario cínico, una observación corta e irónica en medio del humo y de pequeñas risitas ahogadas y sinceras. El muchacho bajito y pintón que había dibujado aquel Che Pibe que cantaba “Si me mandan al Banco voy contento”, el de las tapas de SexHumor, el que estuvo desde el primer número en Satiricón, el que venía a la Asociación de Dibujantes a dar una mano, el jefe de arte implacable, el humorista, el mejor ilustrador infantil que haya dado esta patria, estaba, según su compañera de toda la vida, Adriana, pasando por su mejor momento, hasta que en marzo se enfermó. Se había librado de los horarios en relación de dependencia que lo ataban a ciertos editores (esos que nunca aportaron una ayuda en los momentos finales, de asfixia financiera familiar), y ahora manejaba sus tiempos, se iba a horas increíbles a su estudio (a dos cuadras de su casa) a pintar. Estaba pintando. Para él. No sólo para Sudamericana, Alfaguara, La Nación, Information Technology o Target.
“Cuando salga de ésta, voy a dejarme de joder con mi humor negro”, recuerdo que me dijo desde una postración que suponíamos pasajera. Ahora nos queda a nosotros la tarea de que sus dibujos se sigan viendo en grandes muestras (Glusberg, preparáte), en libros dignos de su genio, en cuanto formato sirva para mantener viva la única llama: la de su arte.
Ojalá ya hayas llegado a ese jardín donde, como le dijiste un día antes de irte, la vas a esperar a Adriana.

Por CARLOS NINE

Posiblemente Jorge Sanzol haya sido el artista con más ingredientes de naturaleza “española” que yo haya conocido, una especie de lagarto de la meseta castellana: era seco, magro, observador, goyesco, reservado. Hablaba lo necesario y cada tanto dejaba caer un comentario sobre algo o alguien. Esa frase era una idea, un diseño. El resultado de haber puesto el ojo sobre una cuestión determinada y, a su vez, el envoltorio que cubría un gag o el embrión de alguna historia que podría salir disparada para cualquier lado, generalmente relacionada con la miseria humana, o la grandeza, según se mire. Cuando él decía la frase, lo mirábamos con atención renovada, porque uno percibía que estaba ante un tipo extraño y agudo, que veía cosas que se nos escapaban.
Es cierto que Jorge Sanzol, que no hacía chistes, era en líneas generales un ilustrador, un humorista, un diseñador. Pero cualquier observador atento y con mínima cultura visual sabía que estaba frente a un artista plástico de trascendencia. Todos sabíamos que él sabía. No era pícaro ni demagogo ni acomodado. No hacía lobby, no jetoneaba. El tipo había estudiado, había experimentado, tenía curiosidad, en fin, arriesgaba, laburaba.
Jorge Sanzol, como muchos otros, fue zamarreado y amargado por las trapisondas de aventureros analfabetos que lograron competir ventajosamente con la NASA al hacer que la vida de un dibujante argentinose pareciera bastante al paseo de un astronauta por la superficie de la Luna: no hay fuerza de gravedad, no hay piso, usted flotará siempre, y al menor descuido se pierde en el espacio. ¿Será cierto que en algunos casos, sobre todo en individuos sensibles, las frustraciones se transforman en enfermedad?
El Jorge Sanzol humorista participó, hace mucho, en algunas muestras colectivas en el país, y otras en Europa. Años atrás, dos o tres, me pidió que le dijera a Elenio Pico, que por entonces dirigía el espacio historieta del Centro Cultural Recoleta, que tenía muchas ganas de hacer una muestra personal de su trabajo. Le daba no sé qué, era tímido. Por supuesto que Pico, encantado de la vida, armó en ese humilde pasillo una bellísima exposición y todos pudimos quedarnos con la boca abierta ante pinturas maravillosas que, usando el humor como pretexto, nos llevaban de paseo a terrenos aledaños al mejor expresionismo alemán o a la locura de François.
Creo que fue la única muestra unipersonal de Jorge Sanzol. Si usted se la perdió se embroma, viejito, porque va a ser muy raro encontrar juntas otra vez tantas cosas buenas, tanta sabiduría en el manejo del color, tanto humor y coraje en esos brochazos salvajes, y al mismo tiempo tanta poesía. Usted sabe bien que, a causa de prejuicios tribales, jamás podremos ver una exposición de Sanzol en nuestro desprejuiciado Museo Nacional de Bellas Artes. Pero ánimo: si Daumier, Lautrec, Beardsley, Rackham, Pascin, etcétera, hubieran sido argentinos, tampoco lo hubieran logrado.
Estoy seguro de que en este momento, algún buen editor está planeando la edición de un flor de libro con sus mejores trabajos, como homenaje a un artista que nos enriqueció a todos, a cambio de casi nada.

Por EMA WOLF

El primer libro que me ilustró fue Los imposibles, en el ‘88. Fue también su primer libro para chicos, creo. Los personajes no tenían entidad física –eran sombras, ideas, un hombre destejido, una familia invisible–, de modo que le pedimos que lo ilustrara sin dibujar a los personajes, no sólo porque parecía lo más adecuado sino básicamente porque no se podían dibujar. Lo resolvió con tanta destreza que hoy los chicos en las escuelas no hacen más que copiar fervorosamente sus no dibujos.
Desde entonces se convirtió en algo así como un piloto de vuelos complicados, cien por cien confiable a la hora de resolver estas dificultades preciosas, y en eso coincidieron también la directora de la colección (Canela) y la diseñadora gráfica (Helena Homs). Con Historias a Fernández pasó algo parecido: “Mirá, el protagonista es un gato pero en el libro eso no se dice, por lo tanto, el gato debería aparecer en tapa pero al mismo tiempo no aparecer, ¿cómo lo ves?”. Nunca contestaba. Pero el más imperturbable de los ilustradores estaba lleno de soluciones, movilidad, recursos, ases en la manga. Por fuerza habrá entendido también, muy rápidamente, el gataflorismo de los autores, que quieren y no quieren que los ilustren, confían pero recelan, pretenden que los interpreten pero no demasiado, piden que muestren lo implícito sin olvidar lo explícito, ufa, etcétera.
Le debo las mejores tapas de mis libros. Esto no tiene ningún misterio: lo consigue el que, además de ser un ilustrador eficaz, sabe dibujar bien (una cualidad más rara de lo que se supone); el que, además de dibujar, sabe contar; el que es tan dúctil como para abordar una novela realista o un texto para los más chiquitos; el que tiene, a mi juicio, la virtud más importante en un ilustrador para chicos: no es infantil. Lo mejor de él es que nunca respondió al estereotipo (creo que hasta se sentía algo incómodo por ese motivo).
Ahora hay seis libros míos que son suyos. Es extraño cómo se apoderan los ilustradores de los libros, hasta qué punto pasa a pertenecerles algo que el autor considera tan propio. Bueno, los que ya están hechos le pertenecen. Pienso cómo nos vamos arreglar sin él para los próximos.

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