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Terra Mítica y Misteriosa

Por RODRIGO FRESAN, desde Barcelona

Los llamados parques temáticos -alguna vez, lejos de toda pretensión dialéctica, parques de diversiones– son territorios complicados. Hay algo inquietante en la idea de irse de vacaciones a un lugar falso. Umberto Eco en La estrategia de la ilusión, se explayaba acerca de esa adicción norteamericana a lo simulado pero Made in USA: viajar por el mundo sin moverse de casa, sentirse poderoso porque es el mundo el que viene a uno y no uno el que sale en su busca. ¿Para qué viajar a Europa si en Epcot (Orlando) tengo la Torre Eiffel y los canales de Venecia y todos hablan inglés? La idea quizá resida en abarcar mucho apretando poco. Una idea un tanto warholiana y marcopoliana del viaje: mentiras verdaderas, las ciudades invisibles a la vista de todos.
Si bien es cierto que, a la hora de consagrarse como definitivo dios de su propia religión, la idea se le ocurrió a Disney luego de visitar Peronlandia –también conocida como la Ciudad de los Niños, en las afueras de La Plata–, es correcto pensar que este asunto de los parques temáticos trasciende la astucia de Walt. Me atrevo a pensar que la cosa viene de lejos: toda colonia nuevomundesca fue, inicialmente, un parque temático del Viejo Mundo y pareciera que los Estados Unidos no han superado aún esa especie de complejo de inferioridad: no haber sido punto de partida. De ahí su necesidad famélica y compulsiva por convertir el mundo entero en una suerte de parque temático de Estados Unidos.
Todo esto por la reciente inauguración en Benidorm (Alciante) de lo último en concepto de parques temáticos: Terra Mítica, una idea de hoteleros preocupados por la competencia. Mucho dinero –buena parte salido de la administración autonómica, aunque se trate de un emprendimiento privado, lo que generó cierta polémica–, un millón de metros cuadrados, dos mil empleados, cien edificios, cuarenta restaurantes, veinte tiendas donde te venden hasta papiros, todo construido en tiempo récord (29 meses) con una inversión que se espera recuperar en cinco años (a razón de 30.000 grandes y chicos por día). Terra Mítica es el parque temático más grande de Europa, seguido del Port Aventura de Barcelona, el EuroDisney de París, el sevillano Isla Mágica y el por ahora misterioso parque de la Warner cerca de Madrid, a ser inaugurado en el 2002. A diferencia de esas propuestas futuristas que envejecen rápidamente, Terra Mítica ofrece un paseo marcha atrás por las antiguas culturas del Mediterráneo, en cinco áreas geográficas (Egipto, Roma, Grecia, Iberia y Las Islas): una tan frenética como bizarra combinación de Maciste con Indiana Jones, donde las cataratas del Nilo fluyen hacia el faro de Alejandría y a una pirámide de cincuenta metros donde el visitante debe arrebatarle el secreto de la vida a la divinidad Ammón para después tomarse un trago en el “Bule-bar de los Dioses”. Grecia contraataca con las primeras olimpíadas, “El Templo de Zeus”, el maremoto de “La Furia de Tritón” y “El Laberinto del Minotauro”. Roma se alza con “Magnus Colossus”, anunciada como (sic) “la montaña rusa de madera más grande de Europa”, “El Vuelo del Fénix” (caída libre desde los altos de una columna de 60 metros) y paseíto por el “Circus Máximus” donde se escenifican –”en tono humorístico”, se aclara– los feroces combates de los gladiadores. Los carteles te indican que por ahí está “Tentáculus”, más allá “Torbelinus” y nos vemos en una hora en el cruce de “Rotundus” y “Alucinakis”. Iberia se ocupa de la actividad pirata y barbarrojesca y Las Islas cierra el círculo invitando a acompañar a Ulises –el primer gran turista de parques temáticos, porque de eso trata La Odisea, si se lo piensa un poco– a no sucumbir a los encantos de Circe para volver a casita, junto a una Penélope que ya está podrida de tejer y destejer su celo. Mientras el escritor Manuel Vicent se entristeció ante esa solidificación torpe y plástica de los inasibles mitos ancestrales, el príncipe Felipe se confesó “gratamente impresionado” luego de ser el primero en darse una vuelta por “Ayquesustus”. Mientras tanto, lejos del mundanal ruido, Peter Gabriel continúa empeñado en encontrar inversores para su parque temático humanista y políticamente correcto. Hasta entonces –¿hasta nunca?– la noción de utopía o distopía comulgando con atracciones de feria se regocija como interesante subgénero literario. El año pasado, durante la presentación de su novela/parque temático Inglaterra, Inglaterra, Julian Barnes decía: “Tal vez la proliferación de esta nueva forma de turismo ofrezca a los países una oportunidad de maquillar su historia y, de paso, ganar dinero”. Steven Millhauser en su novela Martin Dressler narra la vida de un entrepreneur norteamericano obsesionado por la idea de hoteles-espectáculo que se constituyeran en viajes en sí mismos: concepto insinuado ya en ciertos albergues transitorios. Y los relatos de George Saunders –en sus libros CivilWarland in Bad Decline y Pastoralia– viajan por un paisaje del futuro próximo donde los Estados Unidos están constituidos por parques temáticos en decadencia: una nueva y alternativa nación donde nada funciona (como ocurrió durante el primer día de Terra Mítica cuando se produjo una suerte de motín protagonizado por, dicen las malas lenguas, empleados de Port Aventura disfrazados de turistas indignados). No es grave, lo mismo ocurrió el 18 de julio de 1955, fausto día en que se hizo la luz eléctrica en Disneylandia.
Philip K. Dick, el autor de Blade Runner y padre del credo replicante, aseguraba que todos somos autómatas con fecha de vencimiento, en un parque de diversiones en el que se divierte quién sabe quién, pero por lo visto se divierte mucho. Mientras llegue el momento de conocer a esa entidad que tanto se divierte con nosotros, hombres y mujeres pagamos entrada y nos subimos y nos bajamos de autitos chocadores y de trenes fantasmas, a la espera de acceder al parque temático del Cielo o al parque temático del Infierno. El Purgatorio, por supuesto, es hacer la cola para entrar.

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