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Mutantes

Por CLAUDIO URIARTE

Detesto profundamente al comic, pero mucho más a los adultos que profesan el culto, los que sostienen que el comic es arte –o puede serlo–, y le encuentran recónditas significaciones epocales –no olvidarse de decir esta palabra–, y lo consideran a la altura de la novela. Los motivos no son misteriosos: estamos ante infradotados mentales que no han dejado atrás la edad del pavo y prefieren, claro está, leer historietas –que así se llaman, no comics– a leer novelas, o a leer historia. En el culto al comic subyace lo peor de la infantilización progresiva de la sociedad, ese nuevo estado donde la adolescencia se prolonga hasta entrados los treinta años, a partir de los cuales empieza a operar una especie de rejuvenecimiento permanente.
Los amantes del comic sostienen una operación de rescate, o de redescubrimiento, como si fuera posible rescatar o redescubrir lo que nunca existió. Cuarentones y cincuentones disfrazados, en perenne juvenilia, de jeans gastados y rotos, zapatillas blancas cada vez más sucias y la infaltable colita de pelo gris rematando la nuca de una cabeza cada vez más calva, disfrutan como púberes hurgando en los comercios especializados, emprenden esotéricas buscas por Internet tratando de conseguir esos garabatos “de culto” impresos en un desaparecido taller gráfico en Chicago en el año 1936, se excitan como los “CRASH!”, “BOING!” y “BOOOOOOOMMM!” que salpican vistosamente las peripecias de sus superhéroes de chicos coleccionistas de figuritas. (De paso, nada les gusta más que intercambiar incunables “de culto” con chicos de verdad.)
El mundo de los admiradores del comic se integra con facilidad a esa alegre y tediosa cofradía de cursis de la primavera alfonsinista que proclamaba, los ojos en blanco, cosas como: “Todo es cultura, desde los libros que leemos hasta la comida que comemos y la ropa que nos ponemos, ¿viste?”. Entre ellos quedaba muy bien, por ejemplo, ser científico y consultar a una clarividente o lectora de las palmas de la mano, postrarse ante las enseñanzas del Don Juan de Castaneda –”Te va a volar la cabeza”, advertían, como si eso fuera algo bueno– e interesarse por los ritos curativos del médico brujo de una remota tribu del Brasil. Otros hits: el viaje iniciático para probar ayahuasca y otras porquerías entre tristes trópicos; la moda de los mimos, zancudos y estatuas vivientes en la calle Florida; la consabida visita a la feria dominical en la Plaza Dorrego de San Telmo –porque “es un paseo lindo para hacer, sobre todo si hay solcito”–; los admiradores del Teatro Negro de Praga, de la Fura dels Baus catalana y de la pulp fiction, el hard-boiled y el black mask norteamericanos. O algo por el estilo (no olvide pronunciar estas cosas así, en bastardilla).
Dentro de esta enfermedad, ha surgido una especie de metástasis al cubo, que es la adaptación de comics al cine. No me refiero aquí al Batman de Tim Burton, porque su desmesura le posibilitó salir de los “¡pim, pam, pum!” de rigor hacia la construcción de una pesadilla expresionista poco accesible para la comprensión cabal del cómico cuarentón promedio. En cambio no pude encontrar ningún placer en la recientemente estrenada X-Men –salvo, es cierto, la contemplación del rostro de la actriz Famke Janssen, y esto por razones ajenas a la película. En realidad, y como diría un crítico de cine, “es una película ideal para chicos de todas las edades, desde los ocho hasta los ochenta años”, frase que describe magníficamente la parábola que va de la ingenuidad infantil al reblandecimiento senil. Sin embargo, la película es “sólo apta para mayores de 13 años”: justo la edad a partir de la cual su atractivo debería cesar.
Pero vayamos al argumento: una raza de mutantes de poderes excepcionales irrumpe a los ojos de una detestable humanidad de seres comunes, epitomizados por un senador norteamericano más malo que pegarle a la madre. Dos bandos se perfilan entre los mutantes: uno quiere destruir a la humanidad; el otro simplemente aspira a que ésta se acostumbre a ellos, aprenda a convivir con “lo diferente”. Hay un genio del Bien y un geniodel Mal. El primero, como para subrayar lo bueno que es, anda en silla de ruedas. De hecho, todos los buenos tienen algún defecto, algún talón de Aquiles (o sea que se parecen bastante a los repulsivos humanos): hay un “buen salvaje” manos de tijera; una adolescente que no puede tocar a nadie sin extraerle la fuerza; también alguien que no puede andar sin sus mortíferos lentes colorados, que tiene la inmerecida suerte de ser el novio de Famke Janssen. Insólitamente, la película se pone de parte de esta banda de buenudos. También insólitamente, la lucha final es entre los mutantes buenos y los mutantes malos, en lugar de unirse contra la humanidad –como más de un personaje sensatamente sugiere–. El clímax va a darse en una conferencia de la ONU en Nueva York, donde el genio del Mal se propone destruir –o convertir a la “mutancia”– a los poderosos reunidos.
Uno hace fuerza para que ganen los malos.

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