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Se fue a vivir a Londres, acaba de ser madre por segunda vez y de lanzar su primer disco grabado fuera de Estados Unidos (pero acompañada por casi la misma troupe que le permitió resucitar en 1998 con Ray of Light). Ya ubicó el single que adelanta el álbum (Music) en la cima de los rankings a ambos lados del Atlántico. A los 42 años parece igual de empecinada en seguir cambiando una y otra vez. La pregunta es si la vida privada de Madonna no representa más que una nota al pie de su carrera, o viceversa. Y si algún día nos preguntaremos quién es esa abuela, como nos preguntamos en su momento quién era esa chica. Radar desmiembra el mito y analiza cada una de sus partes.

Por RODRIGO FRESAN

Envejecemos junto a Madonna. Como otros han envejecido junto a Frank Sinatra. Madonna Louise Verónica Ciccone es el espejo de nuestros días y de nuestra (de)generación: sus mutaciones radicales son el reflejo exagerado de las nuestras, más cautas e intrascendentes. Porque ése es el trabajo de las leyendas: parecerse a los seres anónimos, sólo que a lo grande. La fama no es más que la exageración de un síntoma.
En cuanto a la comparación entre Sinatra y Madonna, no es gratuita: ambos comparten la categoría de mitos del mundo del espectáculo; ambos son y han sido reveladores signos de su tiempo; ambos comparten personalidades del tipo volcánico y decididamente itálico; ambos se las han arreglado para permanecer en lo más alto durante demasiados años; ambos son pésimos actores. La única atendible diferencia es que Sinatra está muerto y Madonna está más viva que nunca, lo que no impide el imaginarle un futuro en Las Vegas, cantando “Material Girl” con la boca torcida por demasiadas cirugías, y un cigarrilo y vaso de scotch en su garra. Haga lo que haga, lo hará seguro a su manera.

POP Pensemos en el pop como un lugar donde los años 50 fueron la prehistoria; los 60, el Egipto faraónico y el estallido humanista de Grecia; los 70, como la Roma decadente que desembocó en la Edad Media; los 80, como el Renacimiento; y los 90, como... eh... los 90 como los 70 en serio: luces y flashes y coreografías de mercadotecnia. El encandilante horror en el corazón de las tinieblas. En este momento, que pareciera que flotáramos en el punto más ingrato de nuestra historia musical, no se puede no considerar a Madonna como una perfecta hija del Renacimiento, una Venus de Botticelli flotando como una virgen por encima del ruido blanco y pasajero de todas las modas y todos los huesos ya amarillos de las muchas, muchísimas, que quisieron ser como ella y ya no son ni serán.
La primera aparición de Santa Madonna tuvo lugar durante los tempranos 80 –rodeada por la mejor música pop en muchos, muchos años–: un producto en principio bastardo y al que se suponía tan efímero como canción de discoteca estival. Cindy Lauper era mucho mejor y más freak y arty. Madonna, en cambio, fue la opción saludable y gordita para chicas desesperadas, en un planeta gobernado por las curvas perfectas de las super-models. Una chica que bailaba en una discoteca, luego de haber sido choir girl en París para Patrick “Born to Be Alive” Hernández, que entonces graba un single independiente titulado “Everybody” en pos de, como mucho, trece minutos de fama, en lugar de los quince de rigor. Alguien a reemplazar por la siguiente figurita reemplazable.
Siguen otros dos singles, “Holyday” y “Lucky Star”, y entonces sale Madonna –opus 1– y vende bastante. Lo que cambió las cosas para siempre fue la canción y el álbum Like a Virgin –primera piedra arrojada contra el cristal del establishment, con Madonna revolcándose por el suelo con un vestido de novia–, y la muchacha ya ponía en claro la diferencia que hay entre una moda y un fenómeno. Desde entonces, la etiqueta de femme fatale, su nombre como sinónimo de disolución, escándalos, mal ejemplo, blasfemias y corpiños indecentes usados encima de la ropa. Para 1985, Madonna ya forma parte del inconsciente colectivo universal –como perfecto símbolo del espíritu yuppie: triunfar como sea y seguir triunfando como sea. Ocupa demasiadas páginas de los diarios de Andy Warhol, donde el inventor de la fama-pop no duda en canonizarla y en comparar los helicópteros volando sobre la boda de la cantante y del actor Sean Penn con la película Apocalypse Now. Si, a la hora de la Fama como libro sagrado, Warhol es profeta del Antiguo Testamento, entonces Madonna es protagonista indiscutible del Nuevo. Con una diferencia: pueden crucificarla todas las veces que quieran, que ella aguanta y aguanta sin contemplar siquiera la idea de ir a sentarse a la derecha de su Madre, Marilyn Monroe. Quince años después de su llegada a nuestras vidas –recordemos que, a lo largo de esos mismos años, Michael Jackson se volvió perturbadoramente loco y Prince se convirtió en algo tediosamente previsible–, resulta difícil pensar en un mundo sin Madonna. Todo parece indicar, para bien o para mal, que a Madonna también le resulta difícil pensar en eso.

STAR Como Elvis Presley o Kurt Cobain, Marilyn Monroe era una nova. Una estrella, sí: pero autodestructiva, de alta intensidad y breve permanencia. La luz que todavía emite MM es la luz de una estrella todavía brillante, pero definitivamente muerta. Madonna ha buscado desde el principio de su carrera cierta complicidad con el look Monroe, pero –al mismo tiempo– no ha dejado de aclarar: “Marilyn fue una víctima y yo no, por eso no hay comparación posible”. A Madonna le interesa la Marilyn personaje y no la Marilyn persona. Lo mismo vale para Evita, otro de esos disfraces-arquetipo en los que entra por un rato para salir más Madonna que nunca. Como una especie de talentoso parásito dispuesto a absorber todo lo que valga la pena ser absorbido; un vampiro siempre sediento de lo cool y lo hip; un David Bowie con tetas, que se prueba vidas como otros se prueban ropa. Si algo ha sido Madonna es victimaria antes que víctima, no presa sino animal de caza. Sus momentos de perseguida o doncella en llamas han sido orquestados cuidadosamente por ella misma. Y, después de todo, ¿hay algo mejor que despertar las iras del Vaticano y conseguir todo ese centimetraje gratis de publicidad en la primera plana de los diarios? Madonna parece nutrirse del sudor y la saliva de sus perseguidores. La verdadera diferencia irreconciliable entre Madonna y Marilyn es, sin embargo, otra: a diferencia de la otra rubia teñida, Madonna cree en sí misma. Cree mucho en sí misma, porque lo suyo es un milagro. Y las víctimas somos, siempre, nosotros: las personas que jamás podrán creer tanto en sí mismas porque siempre nos dijeron que eso era peligroso, que no estaba bien, que te vas a caer si subís tanto. Madonna todavía no entiende qué es eso de la Ley de Gravedad.

OFF De ahí que, a pesar de sus múltiples cambios y reencarnaciones, Madonna resulte verosímil. De ahí que buena parte del respeto o la admiración que se le tiene venga de su habilidad para permanecer: de su poder residual. Madonna es verosímil en su imposibilidad. Madonna compró el único número de una rifa y, por lo tanto, ganó. No es fácil hacerlo en un mundo donde todo dura poco y está casi bien que así sea. Madonna habla, canta y se mueve desde hace dos décadas con la seguridad de los que se sienten iluminados, carne de reflector. De ahí que no sea fácil entrevistar a Madonna: da la impresión de que todas las preguntas que le hacen han sido transmitidas telepáticamente por ella al cerebro intimidado de esos entrevistadores-muñecos-de-ventrílocuo. La exclusiva recientemente publicada por el mensuario inglés The Face y reproducida por la revista semanal de El País de Madrid el pasado domingo es un perfecto ejemplo de ventriloquia periodística. Más cerca de Hola! que de Mojo, Madonna responde solícita y vagamente sarcástica a las preguntas que ve venir desde lejos. Allí ofrece apenas –entre palabras para su marinovio, su hija, su hijo recién nacido, su historia– un momento de sabiduría más o menos sincero: “Creo que al final, cuando sos famoso, a la gente le gusta reducirte a unos pocos rasgos de personalidad. Creo que por eso me he vuelto así de ambiciosa. Digo lo que se me pasa por la cabeza. Soy una persona que intimida”.
Algo de eso sintió Norman Mailer –otro dedicado seguidor de la moda, otro adicto a interpelar y teorizar sobre mitos desde la posición de quien también se siente uno de los elegidos– cuando la revista Esquire lo envió a entrevistar a Madonna en 1994. El resultado –recogido hace un par de años en la antología The Time of Our Time– es tan malo como suele ser elencuentro de dos celebridades felices de legitimarse mutuamente como tales, utilizando al otro como frontón. Una especie de masturbación a deux, a cargo de dos personas que se saben más allá de todo polvo. Sin embargo, casi oculto bajo tanta alabanza y aleluya, Mailer dice algo interesante: los norteamericanos querían a Marilyn porque mantenía su lado oscuro en privado, mientras que detestan a Madonna por lavar su ropa sucia en público. Si se mira un poco de cerca, parece evidente que la carrera y las canciones de Madonna funcionen casi como notas al pie de su vida privada. Pero acaso sea también al revés: su vida privada quizá no sea más que una nota al pie de sus canciones, si seguimos lo que canta. Madonna es víctima gozosa y cultora aplicada de aquello que inventaron los Beatles para un paisaje pop hasta entonces habituado a productos de un solo disfraz: mutar o morir. Pero Madonna lo lleva todavía lejos: no conforme con cambiar su imagen o lo que canta, también cambia ella. Todo el tiempo. Bailarina de club, adicta a la fama, mujer divorciada que nunca olvidará a Sean Penn, sacrílega & sexópata, Santa Evita, soltera embarazada con feto por encargo, madre yogui y diosa new-age. Cada disco es un capítulo autobiográfico y un concepto estético al mismo tiempo. Tal vez por eso nunca haya existido una Barbie Madonna.
La vida privada de Madonna –o lo que nosotros entendemos por vida privada– parece no ser más que una segunda versión de su vida pública, una fachada, un telón de fondo, otro holograma, realidad virtual. Una vida privada para el consumo de un público caníbal. Carnada sabrosa pero hipócrita, como aquella película supuestamente reveladora y documental, A la cama con Madonna, donde nuestra heroína se quedaba con las ganas de trincarse a Antonio Banderas (aunque se afirma que en realidad se lo trincó, y le cayó tan bien el bocado que alimentó el otro rumor para contribuir al lanzamiento del Chico Almodóvar de Málaga en el Los Angeles de la Chica Material) y al legendario Warren Beatty (agobiado y amargado por su rol de segundón en el asunto), escupe aquello de: “Madonna no sabría hablar si no tiene una cámara adelante”. Creo que se equivoca. La verdad, como suele ocurrir, está en otra parte. Una vez conocí a una personal-manager de Madonna. Le duran poco. Ésta era muy simpática y argentina y me dijo que no podía contarme nada, pero que de todos modos no iba a aguantar mucho tiempo más en ese trabajo. Me dio la impresión de que la cosa tenía más que ver con la mala educación que con lo degenerado. Tal vez por eso Robert Dewey Hoskins –el fan que la perseguía y al que la cantante llevó a juicio– tenía la fantasía más podrida de todas: decía que era el marido de Madonna. Hay cosas que Madonna no cuenta, que nunca va a contar: por eso cuenta tantas otras cosas. Por eso cuenta lo que se le canta y canta lo que nos cuenta.

ON Madonna es una reina del epigrama. Fellatio de micrófono. Su poderío escandalizante –un tanto ingenuo para el resto del mundo, pero ideal para un gran país puritano como los Estados Unidos, donde el sexo todavía se practica con la luz apagada y donde no existe idea más transgresora que el éxito sostenido a lo largo de los años– se reparte en tres frentes rotativos: lo que canta, lo que dice, lo que hace. Con el correr de los años –y esa actitud cada vez más Madre Atómica y menos Puta Láser–, Madonna ha ido optando por hablar antes de hacer. Porque es más fácil y porque deja menos evidencia que, por ejemplo, su libro Sex, aquel volumen porno-de luxe de 1992 que fue, junto con el álbum Erotica, su único incomprensible error en una campaña inmaculada: no darse cuenta de que, más allá del morbo inicial, nada repelía o aterrorizaba más a fieles y detractores en los tiempos del sida que el sexo libre y duro vendido como actitud fashion. “Mi vagina es el templo del aprendizaje”, se leía por ahí. “No fue más que una forma de rebelarme contra mi padre y sacar afuera tanta rabia”, recuerda hoy. A las palabras se las lleva el viento: siemprese las puede negar o, mejor todavía, anularlas con otras palabras. Algunas cosas que dijo Madonna y que merecen recordarse: 1) “Soy fuerte, ambiciosa y sé exactamente lo que quiero. Si eso me convierte en una puta, bueno, de acuerdo.” 2) “Hay gente que me odia por el simple motivo de que tengo una opinión sobre las cosas. No se espera eso de una artista famosa. Sólo estás ahí para entretener a la gente, ¿no? La palabra pop es un diminutivo de popular, y para ser popular no puedes ir contra la corriente. Janis Joplin no sería hoy una artista popular. Y Chrissie Hynde no vende ni la mitad de discos que Mariah Carey. Eso es porque Mariah Carey no tiene un jodido punto de vista sobre las cosas.” 3) “La sexualidad de mis videos, de mi música, es una sexualidad política. La utilizo para romper tabúes. Vivimos en una sociedad fundada en el malestar hacia nuestros sentimientos, sexo incluido. Yo no utilizo el sexo para vender sino para demostrar algo.” 4) “Yo fui violada y no se puede frivolizar con eso. Fue una experiencia muy educativa.” 5) “En cuanto a mis fotos desnuda que aparecieron en Playboy, pongámoslo así: me pagaban diez dólares por hora para posar mientras que en Burger King ofrecían un dólar y medio. Así que me dije: todo sea por el arte.” 6) “Siempre dije que quería ser famosa... Nunca dije que quisiera ser rica.” 7) “Te conviertes en un icono en el momento en que la gente comienza a identificarse contigo de forma poco realista o empieza a odiarte por todos los motivos equivocados. Así que sí, soy un icono.” 8) “Los crucifijos son sexies porque hay un hombre desnudo en ellos.” 9) “El sexo sólo es sucio si no te bañas.”

CLIP La música de Madonna es eminentemente visual. Cuando la escuchamos a secas, no podemos evitar el recuerdo de los húmedos videoclips que son parte indivisible de esas melodías. Madonna surge casi simultáneamente con la MTV y es la primera pop-star que descubre el poderío del clip como caballo de Troya: la música va dentro del video, el video es muy bueno o muy escandaloso (se habla más de los videos de Madonna que de la música de Madonna) y uno se compra el compact como recordatorio útil hasta volver a enganchar el clip por azar de zapping y paciencia. Mientras escribo esto, en Barcelona, las cadenas MTV Europe y VH1 dedican buena parte de sus programaciones al lanzamiento de “Music”, primer single del álbum próximo a aparecer, Music. Antologías, documentales, entrevistas y revisiones de todo lo que ha hecho esta mujer. Un descubrimiento: Madonna es más homeopática que alopática. Conviene ser ingerida en dosis pequeñas porque lo que tragamos es una parte minúscula de nuestra enfermedad. Por eso, Madonna es una gran actriz de clips y una pésima actriz de películas. La clave es que sus clips son metafóricos pero planos, de simbología obvia y de una astucia casi inquietante: el pastiche Hollywood de “Material Girl”; la Venecia de “Like a Virgin”; la telenovela de “Papa Don’t Preach”; el mamarracho latino de “La Isla Bonita”; el spiritual-pagano de “Like a Prayer”; los guiños a Metrópolis en “Express Yourself”; el homenaje a Sakamoto con Sakamoto en “Rain”; el cuero eufórico de “Human Nature”; el torero alzado de “Take a Bow”; el exceso fashion de “Vogue”; la hechicera a la Castaneda de “Frozen” son tan parte de la canción y uno se pregunta -como con el huevo y la gallina– qué habrá sido primero: música o imagen. El clip con gancho también puede ser un estribillo pegadizo.
Las películas de Madonna, en cambio (con la excepción de Buscando desesperadamente a Susan, que con el tiempo se convirtió en película “de Madonna”, pero que, originalmente, fue película “independiente” en el tiempo en que eso, supuestamente, existía), son prueba de que, por suerte, Madonna no es infalible. El error de las películas de Madonna es que parecen verse obligadas a seguir –como sus discos– sus estados anímicos y estéticos. Pero Madonna no parece entender que tal vez tenga algo de gracia no hacer de Madonna, de tanto en tanto. A Certain Sacrifice (1985) es un thriller tonto de aire underground que, junto con Susan, ilustra sullegada a la Manhattan contracultural. La estupidez pulp de Aventuras en Shanghai (1986) marca el principio de la debacle de su matrimonio compartiendo protagonismo junto a un Sean Penn que no entiende muy bien qué está haciendo ahí. Quién es esa chica (1987) es su vuelta a la comedia loca con resultados más bien tristes (en un momento de transición donde, por primera vez, parecía acabar lo que se daba). El breve papel en Bloodhounds of Broadway (basada en relatos de Damon Runyon) y Dick Tracy -ambas de 1990– reflejan su nueva estética retro-vogue y su affaire con Warren Beatty. En 1991, en los bordes del escándalo, el documental A la cama con Madonna contribuye a la automitología y vuelve a machacarnos con su madre muerta y su padre que no la comprende y sus amigos bailarines y sus chicas coristas. Una brevísima aparición en Sombras y niebla de Woody Allen (siempre queda bien darse una vuelta por ahí) y un coprotagónico en Un equipo muy especial junto a Tom Hanks y Geena Davis –ambas en 1992– hacen pensar en una Madonna más equilibrada, que ya no piensa en que su vida es tan interesante: quizá por eso aparece poquísimo en las dos. La revancha por esa abstinencia llega con el doble Big-Mac de El cuerpo del delito y Juegos peligrosos en 1993, con una Madonna más reventada que nunca para acompañar el lanzamiento de su álbum Erotica y de su libro Sex: sexo, sangre, drogas y más sexo para dos de las películas más estúpidas (una de ellas con Willem Dafoe, para colmo) de las que se tenga memoria y que hace retroceder varios casilleros a la “actriz”, teniendo que conformarse con apariciones en la boba Cuatro habitaciones y en la innecesaria Humos del vecino. A continuación –y luego de joder durante años con “Evita c’est moi”–, Madonna vuelve a molestar, esta vez como jefa espiritual de la nación argentina. La reciente Una pareja perfecta es imposible de tolerar: Madonna es madre soltera y hace de madre soltera, Madonna practica yoga y hace de profesora de yoga, Madonna es muy amiga de Rupert Everett y hace de muy amiga de Rupert Everett y –pretendiendo hacerla suya– deshace la venerable canción “American Pie” de Don McLean sin ningún motivo, y hasta se equivoca en el clip donde aparece cantándola mientras mueve un culo que ya no es lo que era, de espaldas a una bandera norteamericana.
“Music”, el flamante y guarro clip que promociona su nuevo álbum, vuelve a poner las cosas en su lugar, con varias chicas y una mujer rápida a bordo de una limo veloz, y con la duración que corresponde: el tamaño importa. De hecho, cuanto más corto mejor. Siempre fue así con Madonna. Recordar aquella extraña emoción cuando, patrocinada por Pepsi, escandalizó al planeta con las cruces en llamas de “Like a Prayer” –mal que le pese al Papa, una de las más sentidas y mejores canciones devocionales de todos los tiempos–. Así como nunca hay interés por la nueva película de Madonna –que en próximos años podrá torturarnos o no con una remake de All About Eve o alguna comedieta donde se enfrentará a su propia hija adolescente haciendo de hija adolescente–, siempre lo habrá por el nuevo clip de Madonna. Hasta los telefilmes sobre la vida de Madonna son malos. Será que las películas de Madonna son como esas mujeres que, a la hora de la verdad, nos vomitan encima porque bebieron demasiado y se quedan dormidas. Los clips se Madonna, en cambio, se nos tiran en encima y no nos dejan hueso entero. Tal vez eso signifique MTV: Madonna Te Viola.

MAD Nos hemos preguntado quién es esa chica, nos preguntamos quién es esa mujer y todo parece indicar que nos preguntaremos quién es esa abuela. La cuestión es si nos preguntaremos quién es esa artista más allá de todas las posibles respuestas –en pro o en contra– que ofrece la tan desopilante como reveladora Encyclopedia Madonnica de Matthew Rettenmund. Nada más que dos opciones en el múltiple choice de nuestra incertidumbre: ¿mentiroso monstruo del merchandising o sensible sacerdotisa postindustrial del tercer milenio? Yo la vi en vivo (me aburrí) y la entrevisté en directo (me sorprendió su solemnidad de principiante y su falta de humor cuando le pregunté si se dejaría crecer el bigote para hacer de Frida Kahlo, otra de sus hembras-fetiche). Y supongo que a esta altura del asunto tengo tanto derecho como cualquiera a opinar. Alguna vez escribí: “Decir que Madonna es una simple estrella pop es como afirmar que la Coca-Cola es apenas una gaseosa”. Cuatro años después, mi opinión no ha cambiado a la hora de situar a Madonna entre los símbolos clásicos del Made in USA, pero tampoco se ha fortalecido. No creo que su obra sea lo más importante (aunque creo en el making of de su obra como género artístico per se), pero me niego a ponerme del lado de quienes la señalan como la más grande manipuladora de todos los tiempos, capaz de quedarse embarazada para seguir saliendo en las tapas. Descreo de aquellos que la acusan de camaleón simbiótico que se rodea de las personas correctas para hacerse más poderosa (Stephen Bray, Patrick Leonard, Jean-Baptiste Mondino, Prince, Nile Rodgers, Jellybean Benítez, Babyface, Nelle Hopper, Jean-Paul Gaultier, Björk, Massive Attack, Lenny Kravitz, Ricky Martin y siguen las firmas), como si se tratara de una Mammadonna mafiosa. El último en llegar a este rebaño, el responsable de su nuevo resurgimiento maternal/dance/electronic con Ray of Light en 1998 y ahora con Music, es el primero en negar los cargos: “Madonna tiene razón cuando le resta importancia a la figura del productor y cuando dice que una canción es una canción... Yo no reinventé a Madonna. Ella me reinventó a mí. Es decir: ¿dónde estaba yo antes, quién era yo antes de trabajar con ella?”, declaró William Orbit en el mencionado reportaje a la diva que salió en The Face.
No creo que se pueda acusar a nadie de juntarse con buena gente en lo suyo: Orson Welles lo hizo y nadie se molesta tanto, y quién se anima a reprocharles a John, Paul, George y Ringo que tuvieran a George Martin de productor. En el terreno comercial y exitoso, Madonna ha tenido más de veinte singles número uno, proeza sólo compartida por Elvis Presley, los Beatles y Michael Jackson. A mí, Madonna me divierte más y me cae mejor que Elvis y Jackson; incluso se me hace mucho más graciosa y creíble que Dylan o los Beatles o Elvis o Jackson a la hora de nombrar a Dios en vano. Pero eso no importa. En lo que a poderío mítico se refiere, en los terrenos de lo musical e imperecedero, la torta norteamericana clásica e icónica se reparte entre Louis Armstrong, Frank Sinatra, Bob Dylan y –mal que le pese a Barbra Streisand– esta chica nacida en 1958 en Bay City, Michigan. El resto va atrás. Pregúntenle a alguien de diez años o a alguien de ochenta quién es Madonna. Las respuestas serán diferentes, pero serán todas respuestas válidas a una pregunta difícil: no se pueden contar los últimos años sin mencionar su nombre en alguna parte, algún mes, semana, día, hora, minuto o segundo. Nos guste o no, todos conocemos a una u otra Madonna: esa mujer que reclama para sí el océano, dejándole una orilla al chicle-lolita de Britney Spears, otra orilla para los movimientos espasmódicos de Alanis Morrisette (quien, por otra parte, graba para el sello de su Majestad M) y una isla desierta con palmera para la loca peligrosa de Björk. Al resto de chicas y mujeres y artistas, que se las coman los tiburones del tiempo.
Vayamos al terreno de su obra musical. Ahí hay algunas canciones muy buenas, con versos que van de lo sencillo a lo simplón, pero que –como “I Want to Hold Your Hand” o “All You Need Is Love– cumplen su cometido con eficacia envidiable: “Like a Virgin”, “Material Girl”, “Live to Tell”, “White Heat”, “Like a Prayer”, “Express Yourself”, “Rain”, “Human Nature”, “Take a Bow”, “This Used to Be My Playground”, “The Power of Goodbye”, “Frozen”. Yo prefiero las baladas más que los dancing-tracks, pero es problema mío. El flamante Music –el primer álbum que graba fuera de Estados Unidos, llevada a Londres por el amor a su marinovio Guy Ritchie, el director de Juegos, trampas y dos armas humeantes, afortunadamentealejada la atmósfera devocional y materna de Ray of Light– vuelve a mostrarla malita y con ganas de joda. Más de lo mismo, potenciando la veta electrónica que le permite sentirse clásica y moderna al mismo tiempo. Es otro disco de Madonna, es cierto, de otra Madonna que es la misma de siempre: una obra de arte en sí misma que nos hace pensar que es una ambiciosa esquizofrénica cuando, en realidad, lo único que hace es poner en evidencia la esquizofrenia en todos nosotros; la necesidad de que nuestro entorno cambie para imaginarnos que cambiamos un poco nosotros con ella, como si Madonna fuese la atmósfera que nos rodea, el soundtrack de nuestras existencias, el aire que nos contamina. Yo creo que Madonna sabe que no es así y por eso cambia: porque se le da la gana, porque le conviene, porque si no se muere o porque vive por nuestros pecados. ¿Cómo será la próxima Madonna?, nos preguntamos, sin importarnos que cada vez se parezca más a la señora Robinson de El graduado o que ya hace tiempo parezca menos la cenicienta huérfana de madre y con padre represor, y cada vez más la madrastra de Blancanieves.
Hay noches –a la mañana se me pasa– en que pienso que Madonna no se va a morir nunca, que es la memoria eterna, quien mejor representa la decadencia de un Occidente con el disco duro lleno de vacío absoluto. Hay otras noches en que pienso no sólo que no va a morir nunca sino que nos va a matar a todos, que es un virus que no aparece en los análisis, pero ahí está, cantando en nuestra sangre siempre lista para ser derramada. Eso descubro esas noches. Sorpresa: American Psycho es una mujer.

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