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Personajes Alberto Rex González

Especies
que desaparecen

Dirigió la sección Arqueología del Museo de La Plata y el Museo Etnográfico de Buenos Aires. Revolucionó la arqueología argentina dos veces: una, al usar por primera vez la datación por carbono 14; la otra, al descubrir en el Noroeste culturas de ocho mil años (cuando se creía que ninguna tenía más de mil). A los 82 años, Alberto Rex González acaba de publicar Tiestos dispersos un extraordinario volumen de memorias que lo muestra como uno de los últimos científicos de la vieja escuela, capaz de leer el genoma humano a la luz de los filósofos presocráticos.

Por Juan Ignacio Boido

Uno empieza a leer Tiestos dispersos, el volumen de memorias de Alberto Rex González, sospechando que la arqueología tiene poco que ver con esa devoción por el souvenir que profesa Indiana Jones, o con las temibles maldiciones que cayeron sobre quienes osaron penetrar en la tumba de Tutankamón. Pero sabe que la cosa le anda cerca. Un poco como la relación que Cousteau debió haber tenido con el mar. O como la de Stephen Hawking con el espacio. Hasta que, hacia la mitad del libro, Rex se decide a explicar, un tanto elípticamente, la materia, y el tema resulta mucho más intenso de lo que uno imaginaba: “Al visitar la casa que el arqueólogo de Creta, Sir Arthur Evans, se hizo construir durante las tres décadas que duraron las excavaciones, no puedo dejar de evocar la figura de su discípulo Pendlebury, que murió defendiendo Creta cuando fue invadida por los paracaidistas nazis en la última guerra”. Así: duro y a la cabeza. Medio libro después, ya está claro que ése es el tipo de relación que también el mismo Rex mantiene con la arqueología. Es más: probablemente Rex sea uno de los últimos exponentes de una raza de científicos en extinción, cruza de nómades y humanistas, dispuestos a devorar libro tras libro en los claustros hasta que llega el momento de ponerse la mochila al hombro y salir, aunque lluevan nazis de punta.
Su currículum oficial diría que fue jefe de la división Antropología del Museo de La Plata, director del Museo Etnográfico de Buenos Aires, el introductor en la Argentina de la datación de piezas prehistóricas mediante el carbono 14 y el autor de voluminosos libros producto de los descubrimientos de culturas enteras que realizó en el Noroeste y Sur argentinos. Pero, además de los galardones oficiales, Rex ostenta el privilegio de estar considerado la “bisagra” de la arqueología argentina, una profesión que ya contaba con extraordinarios referentes pero que ni siquiera existía en las universidades de este país cuando él empezó a ejercerla, y dentro de la cual se convirtió en uno de sus más respetados y polémicos representantes. Tiestos escritos está admirablemente bien escrito. Respira una sobriedad que remite a Bioy Casares y una precisión quirúrgica heredera del relevamiento científico de Darwin o Haeckel. Enmascarado como libro de memorias, es también una crónica del nacimiento de la arqueología nacional y, como las mejores páginas de Mansilla o de Sarmiento lo fueron para su época, una colección de radiografías políticas de los últimos ochenta años de historia argentina.
Organizado en capítulos cortos, o tiestos (“como los fragmentos de cerámica que alguna vez formaron parte de una vasija cualquiera, los relatos que forman este volumen son fragmentos parciales del recipiente que contuvo la vida del arqueólogo”), cada uno de esos capítulos encierra una historia, cada una de esas historias transcurre en un lugar diferente, y cada uno de esos lugares es atravesado por un ramalazo de historia argentina: pueden ser las intrincadas relaciones entre Inglaterra, el gobierno rosista y los araucanos (evocadas a partir de una armadura indígena aparecida en el Museo de La Plata y una carta de Sir Eric Thompson, uno de los expertos ingleses más respetados de la cultura maya, quien recordaba haber estado jugando de chico en la quinta bonaerense de su abuelo con los oficiales de Rosas cuando pasó por ahí un cacique araucano vestido con ese traje), o bien la proverbial burocracia estatal (que, entre otras cosas, decidió cultivar papas en un riquísimo terreno arqueológico del Noroeste y demoró la decisión de suministrar fondos para la atención de la reliquia más valiosa encontrada por Rex: una nonagenaria viejita patagónica, probablemente la última persona viva en hablar el dialecto teush relevado por Ameghino a principios de siglo y capaz de recordar con asombrosa lucidez la guerra entre tehuelches y mapuches); pasando por la piratería inglesa (presente en la infructuosa búsqueda de la tumba del capitán Doughty, segundo de Francis Drake ejecutado en estas costas); el movimiento reformista del 18 (uno de cuyos exponentes másdestacados, el doctor Antonio Navarro, fue profesor y amigo de Rex); los años como médico rural del después presidente Arturo Illia (quien atendió al mejor amigo de Rex durante la primera excavación que organizaron juntos a los 13 años, guiados por un paisano amigo de Horacio Quiroga que medía el tiempo según las crecientes del Paraná); las expropiaciones peronistas (que lo dejaron rodeado de sublevados catamarqueños dispuestos a cortarle la cabeza); la existencia de culturas ignoradas en determinadas partes del país (para quienes el incesto es un uso corriente y, por lo tanto, una afrenta comunitaria a la legislación nacional); la militancia (durante el primer peronismo, como operario de un mimeógrafo clandestino); la prosperidad científica de los años 60 (que le permitió participar en la monumental empresa organizada por la Unesco un año antes de la construcción de Asuán para rescatar cuanto se pudiera de los márgenes del Nilo antes de quedar sepultados bajo el agua); la dictadura (durante la cual fue removido del ámbito académico y del Museo); el lugar de Argentina en el tráfico de piezas arqueológicas espurias (en este caso, un moai de la isla de Pascua); y hasta ese asuntito tan actual como el poder magnético de las sectas (que milagrosamente convirtieron a uno de sus ahijados en obispo umbanda, con auto y chofer incluido).
Con 82 años impecablemente llevados, sentado en el living de su casa sobre la avenida Belgrano, Rex está de espaldas a un escritorio de madera de esos que no se fabrican desde la década del ‘40, sobre el que se tambalean con proverbial equilibrio pilas irregulares de libros, papeles, láminas y carpetas: material de consulta para los dos inminentes nuevos libros. Las bibliotecas serpentean por el living y el hall de entrada, atraviesan la cocina y se pierden por el pasillo que da al fondo de la casa. Además de los libros, prácticamente no hay señales que delaten su trabajo arqueológico, porque, como explica Rex, nunca se le dio por el fetichismo de coleccionar. En la computadora, su hija (antropóloga de la UNAM de México) y su nieta, recién llegadas del DF, corrigen errores de tipeo en uno de los originales. Rex les pide que sigan después. Ellas ofrecen una mínima resistencia. Pero él insiste: “Después, después; hay tiempo”. Y las dos levantan campamento casi contentas, con esa mezcla de respeto y complacencia con que las princesas consienten a los patriarcas en las novelas de Tolstoi.
Entonces Rex cruza las manos sobre el pecho y se recuesta un poco en el sillón para escuchar y contestar. Primero, sobre los motivos que lo llevaron, después de las primeras excavaciones infantiles en Pergamino e incluso después de recibirse de médico en Buenos Aires, a volver a foja cero y empezar arqueología en la Universidad de Columbia. Motivos que en las primeras páginas del libro parecen condensadas en una sola frase: “A mí me duelen las historias perdidas”.
–Es cierto, me duelen. Proust se lamentaba por el paso del tiempo en su propia vida y trataba de recuperar ese tiempo perdido. Yo no. Lo que quedó en la memoria, quedó; lo que desapareció, ya no importa. A mí lo que me duelen son esas historias que me contaba mi abuela paterna en Rojas sobre su padrino, el general Frías, un veterano de la Independencia del Alto Perú. O mi abuelo materno, quien llegó a narrarme su interminable viaje en barco a vela desde Génova. ¡Cómo me hubiera gustado oír con sus propias palabras la primera impresión que le causó Buenos Aires! O lo que lo llevó, una vez instalado en Pergamino, a pagarse un profesor para aprender castellano y explicarles a sus amigos qué decían esos versos de Dante que él había aprendido de memoria en Italia. U otro encuentro de muchos años después, cuando ya trabajaba como arqueólogo, y encontré a una viejita que era una auténtica reliquia: por las pocas referencias que entendíamos, debía tener más de noventa años y hablaba una lengua hoy prácticamente extinguida... Nada me hubiera gustado más que tener en mi memoria todas esas historias.
Cuando usted volvió de Estados Unidos, la arqueología era prácticamente una profesión inexistente en estas partes del mundo.
–Es cierto, y por eso yo siempre menciono el caso de los primeros arqueólogos: porque eran verdaderos pioneros. Hubo un sueco llamado Eric Boman que fue injustamente atacado por los arqueólogos argentinos, pero se equivocaban: era un hombre de un extraordinario saber, y aunque era sueco conocía perfectamente los historiadores clásicos de la Conquista. Dominaba el panorama político local. Y llevó una vida tremendamente triste en sus últimos años. Yo he encontrado sus cartas en el Museo Etnográfico. El dueño del conventillo donde vivía lo echó del cuarto por no pagar. Estamos hablando de un intelectual de primera línea, que escribía admirablemente: hay algunas páginas donde describe la noche en la Puna que son de antología. Sin embargo, terminó sus días durmiendo en el sillón de su despacho en el Museo Bernardino Rivadavia.
En el libro menciona dos o tres episodios bastante canallescos de la tirria entre arqueólogos.
–Mire, yo tengo 82 años y ya la veo picar cerca. Para investigar todo lo que tengo en mente debería tener cuatro o cinco vidas. Por eso nunca pude entender los colegas que roban ideas, habiendo tantos problemas y preguntas. Cada vez que realicé una investigación encontré una o dos respuestas pero, a cambio, me surgieron decenas de interrogantes, que traté de transmitir a mis colegas y alumnos. El prestigio es una cosa muy relativa. Sic transit gloria mundi: yo he visto a los más grandes y destacados científicos de distintas épocas y distintos países eclipsarse y perderse tarde o temprano en la flecha del tiempo. Y ahí se terminó.
Usted descubrió que unas vasijas del Noroeste argentino y unas de Belén, cuyos orígenes tienen dos mil años de diferencia, encierran el mismo gesto artístico de salpicar el interior del recipiente con pintura negra...
–Eso es un misterio. Yo sabía, porque había visto las urnas del Noroeste, que cuando el artista o chamán terminaba de pintarlas, imbuía el pincel en pintura negra y daba un golpe de pincel en el interior. Un día, en el museo de Creta, descubrí unas piezas con exactamente las mismas manchas en el interior. Unas eran del 1200 dC; las otras del 1000 aC. Algunos dirían que hubo un contacto entre ambas culturas. No sé, hay dos mil años de distancia. Yo, frente a eso, siento simplemente asombro.
Además de recuperar historias perdidas, usted dice que el gran placer que le produce la arqueología es el de situar algo en su época.
–Para que se haga una idea, cuando yo empecé, todas las piezas de cerámica que había en el Museo de La Plata estaban ubicadas bajo una misma designación, como si perteneciesen a la misma época y a un mismo pueblo, contemporáneo de la Conquista española. Comencé a catalogar esas piezas, les sumé mi trabajo en el Noroeste y utilicé por primera vez en la Argentina la técnica del carbono 14. Y una cultura que se creía contemporánea de la Conquista resultó tener ocho mil años de antigüedad. Eso, como comprenderá, me convirtió en un arqueólogo sumamente polémico. Pero, al menos, así quedó probado cuán poco conocemos de las culturas que habitaron nuestro continente.
En el libro usted da entender que el estudio de las culturas quedó relegado por las ciencias de laboratorio.
–Sí, la arqueología de hoy ha vuelto su metodología y sus intereses en una dirección distinta. Todo comenzó con la New Archeology de los 60, un movimiento entroncado con lo que después sería la Posmodernidad y que, paradójicamente, tiene como punto de partida la muerte: la de Dios (con Nietzsche), la del arte (con los modernistas), la del autor (con Derrida), la de la Historia (con Fukuyama), y ahora la muerte de la antropología y, algo mucho más grave, la de la ciencia. Considerando que practicamos trasplantes cardíacos, llegamos a Marte, tenemos estaciones espaciales y desciframos el código genético, creer que la ciencia ha muerto me pareceun tanto absurdo. Yo mismo tengo un by-pass desde hace 17 años (que ahora me tienen que revisar): si hubiese pertenecido a una generación anterior, no estaría contando el cuento. Evidentemente todo esto da cuenta de una crisis total desatada por el avance tecnológico. Una crisis de creencia. Los mismos arqueólogos cuestionan la idea de cultura, tomando prestado el concepto de la antropología. ¿Por qué? Porque ya no consideran necesario comprender la cultura de una población para cumplir sus objetivos. Eso es un concepto biológico. El único problema es que, sin cultura, no hay historia.
Usted se opone a este enfoque determinista y biológico del hombre; prefiere convencernos de que la satisfacción o la felicidad están cada vez más lejos de la voluntad.
–El proceso evolutivo es innegable. Pero incluso quienes creemos en la explicación de Darwin (ésa según la cual se parte de una célula y se llega al ser humano, siguiendo un proceso de complejidad creciente) no tenemos una explicación de la cultura. Salvo los reduccionistas, por supuesto, que creen que la cultura es algo biológico, innato, y no algo aprendido generación tras generación. No me parece casual que ésta sea una corriente particularmente norteamericana.
Hasta la adolescencia, usted dijo haber sido muy religioso. Entonces leyó a Darwin y dejó de creer en la verdad revelada para reemplazarla por “la fe en la verdad obtenida mediante la razón”. Sin embargo, confiesa que son los denominadores comunes a todas las culturas, lo que le interesa y que las preguntas ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos? fueron el combustible de su trabajo. ¿No está detrás del mismo misterio con distinto nombre?
–Por más respuestas que encuentre la ciencia, sigue quedando esa incógnita que es la cultura. Por eso me parece ridículo que los norteamericanos hablen de “cultura genética”. Le voy a explicar por qué: cuando el mundo inanimado, formado por componentes químicos, tuvo la capacidad de generar moléculas, se convirtió en animado. Después, en algún momento, ese mundo animado tuvo la capacidad de crear un símbolo. Pero el origen de esa creación es inubicable. Hay canarios que enseñan a cantar a sus crías; hay leones que enseñan a cazar a sus cachorros; incluso se hizo un experimento con monos asiáticos: primero se los alimentó con trigo; después se les mezcló el trigo con arena, de tal manera que los monos no pudieran comerlo porque la arena les rompía los dientes; entonces los mismos monos descubrieron que si tiraban la mezcla al agua, la arena se hundía y ellos podían recoger el trigo que flotaba. Cuando tuvieron cría, le enseñaron el truco, y así se transmitió a la siguiente generación. Pero ahí falta el componente básico de una cultura: el símbolo. Por eso la arqueología comete un error al plegarse a este biologismo. Una cultura puede utilizar un tipo de piedra característico de la zona donde vive. Ahora, si deciden poner dos piedras para marcar un arco de fútbol (o un coto de caza, como hacían hace ya 8000 mil años en el Noroeste argentino), ya sea arco o frontera, la dimensión de esa piedra no es analizable químicamente. Por eso la cultura es una dimensión aparte.
Encontrar el origen de ese sistema simbólico sería encontrar el eslabón perdido...
–Fue Kant el primero en afirmar que el hombre es un animal simbólico y en señalar los sistemas simbólicos básicos: la religión, el arte, el lenguaje. Todo apunta a ese fenómeno sutil que es el espíritu, algo de lo que ya hablaban los griegos. Creo que la neurociencia puede acercarse mucho a este misterio, que es el más grande de la Humanidad. Pero, caray, no es susceptible de un tratamiento científico. No conocemos dónde se origina. La neurociencia puede hablar del cerebro, pero parece demasiado grosera, demasiado material. Podemos entonces separar cerebro y mente, como algunos epistemólogos, pero eso nos lleva otra vez al viejointríngulis de cuerpo y espíritu de los griegos. El día que podamos salir de ese círculo vicioso... bueno, caray...
¿Cree que el Hombre podrá encontrar esa respuesta observando otra especie que no sea la humana pero sí sea capaz de evolucionar?
–Con el control que existe hoy sobre la biología, las enfermedades, los procesos de selección genética y la clonación, las condiciones para la evolución son sumamente improbables. Pero aun aceptando que una especie pudiera evolucionar, no creo que el Hombre se lo fuera a permitir.

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