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Calabria Costas del sur de Italia

Al sur de Nápoles, en la punta de la bota italiana, Calabria brota como un paraíso de la naturaleza entre dos mares, el Tirreno y el Jónico. Una tierra áspera por fuera que encierra tesoros inesperados de arte e historia.

Por Graciela Cutuli

Quien llega de vacaciones a Calabria encuentra oasis de virginidad y viejos valores que Calabria no ha perdido todavía. La mítica apertura de los calabreses hacia quien viene de afuera no es una leyenda. Tal vez es el orgullo lo que los hace tan generosos: quieren demostrar que poseen algo, como rebelándose contra una fama que dice lo contrario. El campesino calabrés de mi infancia, que no tenía casi nada, daba privándose de lo propio. De chico, hasta me provocaba un poco de fastidio este abrir las puertas siempre a quien viene de afuera. Esta vinculación inmediata con el extraño, porque se lo considera más importante. Todavía hoy en mi pueblo existe este rito: te invitan a la casa para ofrecerte de todo, desde fruta hasta licor o café, y mientras tanto el vecino mira atentamente desde la puerta, se acerca, saluda, y después estás obligado también a entrar en su casa. Finalmente, das vueltas por todo el pueblo y no te dejan ir”. Así hablaba de su región natal el director de cine Gianni Amelio, quien captó la particular sensibilidad de su tierra en películas como Ladro di bambini. Esa misma experiencia de hospitalidad la vivieron con asombro y felicidad miles de descendientes de emigrantes calabreses que volvieron a la región de sus abuelos para encontrarse con que los aislados pueblitos de otro tiempo supieron resistir la invasión turística y conservaron el corazón intacto. Para abrirlo y brindarlo a todo aquel que llegue.

Pescadores en las costas calabresas. Un oficio que se remonta a los tiempos homéricos.

El Tirreno y el Jónico
Las playas que cincuenta años atrás eran un mundo escondido al pie de las montañas, a orillas del Tirreno y del Jónico, los dos mares que bañan las costas calabresas, hoy están entre las más cotizadas de Italia. Los valles salvajes del Aspromonte donde nadie jamás había pisado las alfombras de margaritas se convirtieron en un parque nacional, y el “bosque encantado” de la Sila, un extraordinario altiplano de 2.500 kilómetros cuadrados, a una altura promedio de 1.200 metros, conserva intactas las paredes rocosas esculpidas por el viento y el agua. Aun estando tan cercanas –entre los golfos de Santa Eufemia y Squilace, por ejemplo, el Tirreno y el Jónico están sólo a unos 30 kilómetros de distancia– las dos costas de Calabria ofrecen paisajes muy distintos.

En la ruta de Ulises
Al borde del Tirreno, hay pequeñas pero fantásticas franjas de playas, calas, islotes, grutas, farallones que brotan de un mar verde y azul cobalto. Briatico, con las torres que defendían del ataque de los sarracenos; Tropea, el lugar más fotografiado de Italia, con la iglesia de Santa Maria dell’Isola construida sobre una isla hoy unida al continente; Capo Vaticano, el paraíso de los buceadores, o Scilla, donde dice la leyenda que todavía puede escucharse el canto de las Sirenas. Del lado del Jónico, Capo Spulico, casi en el límite con Basilicata, donde surge del mar un increíble macizo rocoso con forma de hongo, Le Castella, con el castillo que hizo famoso en el cine La Armada Brancaleone, y Copanello, de arenas blancas y doradas lindantes con aguas verde esmeralda, como aquellas donde Ulises se encontró con Nausicaa. No en vano los sibaritas, los amantes de lo bello que tejían vestidos con hilos de oro y dormían sobre camas de pétalos de rosa, vivían en Calabria. No en vano aquí los sentidos se dejan engañar por la Fata Morgana, el fenómeno que, en los días de sol, hace creer que desde la costa de Reggio es posible tocar con la mano las orillas sicilianas.


La belleza de Tropea. Un pueblo medieval en lo alto de un
acantilado sobre el mar Tirreno.

Cocina calabresa
La erosión trabajó las rocas con formas caprichosas, pero la aridez de las montañas que en algunos tramos caen a pico sobre el mar es sólo aparente: al fin del verano, las tunas erizadas de espinas maduran en higos dignos de los dioses griegos que antaño estaban en Calabria –y en todo el sur de Italia– como en su propia casa. La cocina de la región tiene todos los colores de una tierra bañada por el sol: están los tomates secos conservados en aceite, los porotos cocidos en cazuela de barro, la cebolla colorada de Tropea, los “peperoncini” (ajíes) rojo intenso colgados en racimos de cada ventana, los “funghi porcini”(hongos) de la Sila, los “fusilli” moldeados sobre un junco silvestre, la “pitacchina” (una suerte de tarta rústica rellena con atún o carne de cerdo), las aceitunas, el queso “pecorino” (de oveja) del Poro, las bergamotas que dan fruto entre el Aspromonte y Rocella Ionica. El mar también aporta lo suyo: el estrecho de Messina que separa Calabria, la punta de la bota, de la isla de Sicilia, es el escenario de la épica pesca del atún y el pez espada, que viven en esta franja turbulenta del Mediterráneo.

Reggio Calabria
Tres son las ciudades que sobresalen por su historia o importancia administrativa en el mapa de Calabria. Son Reggio, Catanzaro y Cosenza, cada una con sus propias apuestas para el siglo XXI. Cosenza tiene el patrimonio de la cultura, con una ilustre Academia fundada en 1501 y una moderna universidad a sus puertas; Catanzaro es capital de la región y centro, por lo tanto, de la vida burocrática (además de ser la ciudad con el más alto índice de abogados de Italia); Reggio abandonó el sueño industrial de los años 70 pero espera convertirse en la encrucijada del tráfico comercial que le asigna su posición central en el Mediterráneo. Gabrielle D’Annunzio llamaba a la costa de Reggio “el kilómetro más bello de Italia”, y la hermosura del estrecho al atardecer, cuando el sol se refleja sobre los edificios Liberty color pastel del Corso Garibaldi, no pueden menos que confirmar sus palabras. Detrás de esas fachadas hay una larga historia: Reggio fue una ciudad importante de la Magna Grecia, luego municipio romano, ciudad bizantina, centro privilegiado de la Calabria aragonesa y finalmente objeto de la codicia de los piratas turcos. Cada época dejó su huella, desde las ruinas de los muros del siglo IV hasta las termas romanas, un pequeño teatro grecorromano y un castillo normando. Uno de sus tesoros más grandes, sin embargo, llegó inesperadamente del mar: los Bronces de Riace, conservados en el Museo de la Magna Grecia. Son dos estatuas imponentes de bronce descubiertas de casualidad, a pocos metros de la costa y encalladas en las arenas del fondo, por un buceador aficionado. Los bronces son un misterio de la historia. Representan a dos héroes o dioses de cuerpos imponentes, a tamaño natural, moldeados en metal pero con detalles de plata, cobre y marfil, que tal vez por un antiguo sortilegio emanan un extraño magnetismo capaz de perturbar y conmover en lo más íntimo a quien los mire.


La mítica Scilla, la peña que mira hacia el Caribdis, el remolino
del estrecho de Messina que desafió Ulises.

Catanzaro y Cosenza
También Catanzaro es una ciudad para conocer, con rincones pintorescos y sugestivos. El tránsito difícil hace que sea una buena idea dejar el auto en las afueras, después del puente sobre la Fiumarella, que según dicen los lugareños es el más alto del mundo con una arcada única. Hay que seguir a pie, trepando por callecitas en subida y escaleras que llevan a Piazza Matteotti, desde donde se pueden recorrer los barrios levantados en los siglos XVIII y XIX, después del terremoto de 1783, uno de los muchos que destruyeron la región en distintas épocas. Las iglesias encierran muchas obras de arte, pero tal vez la más importante está afuera: es la hospitalidad de la gente, que con amabilidad y cortesía ayuda a conocer lo mejor de su ciudad. Finalmente, toda la belleza y el valor de Cosenza están en su centro histórico, que guarda recuerdos de la Edad Media, como en la catedral normanda inaugurada en presencia de Federico II, de la época bizantina y del barroco, visible en cúpulas como la de San Domenico, que sobresale entre los techos de viejas tejas del corazón de Cosenza.

la sila, un corazón de tierra verde
Bosques dignos de un cuento de hadas, montañas escarpadas y flores con todos los colores de la paleta de un pintor se pueden encontrar en las zonas protegidas de Calabria, que en los últimos años se convirtieron en las preferidas de los viajeros que buscan un regreso a la naturaleza, a la aventura, a los rincones vírgenes de un país que hizo del turismo una de sus principales industrias. En el Pollino es posible internarse en angostos desfiladeros, entre bosques de pinos y paisajes encantados, hasta llegar a cumbres que tocan los 2.000 metros de altura. El gran corazón verde de Calabria es la Sila, dividida en tres áreas: la Sila Grande, en la provincia de Cosenza, la Sila Piccola y la Sila Greca, en la provincia de Catanzaro, que es mejor visitar en primavera por la explosión de las flores, o en otoño por los colores del bosque. La Sila es bella tanto en el gigantismo de los árboles como en la escondida hermosura de las flores más pequeñas, que en los valles más altos se cubren de nieve al llegar el invierno. Finalmente, el salvaje Aspromonte recuerda las historias de los brigantes, pero hasta las más inquietantes leyendas se olvidan frente al panorama que va desde el estrecho de Messina hasta el Etna, una franja paradisíaca visible desde su cumbre más alta, a 1.955 metros de altura.

El tesoro de alarico
Cuentan en la noble Cosenza que el rey godo Alarico, quien realmente vivió y murió de malaria a las puertas de la ciudad a principios del siglo V, tenía un tesoro incalculable que nunca se pudo encontrar. Según la milenaria leyenda, Alarico y sus riquezas estarían enterrados en el lecho del Busento, que los bárbaros desviaron para que la tumba de su rey no quedara a merced de los buscadores de venganzas. Como recuerdo material del episodio queda en pie el puente de Alarico, suspendido sobre el río entre las iglesias de San Domenico y San Francesco da Paola, en el punto preciso donde se cree que yace el tesoro.