la paloma Un
atardecer para el aplauso
Ubicada
a 80 kilómetros al oeste de Punta del Este, el balneario La Paloma es
uno de los centros turísticos más importantes del Uruguay. Playas tranquilas,
atiborradas de jóvenes con una mirada distinta, que se juntan al atardecer
en el borde del mar, para aplaudir la caída del sol.
Texto
y fotos: Mariano Blejman
No
debe haber muchos lugares en el mundo donde el atardecer de un día de
playa merezca un aplauso cerrado. Y donde lo consiga. Cuando el sol
se hunde en el mar como un botón que busca su ojal incesante, decenas
de uruguayos y uruguayas se encajan el termo bajo el brazo derecho y
enfilan hacia la playa a observar el horizonte. Que allí en La Paloma
quiere decir la playa de La Balconada porque el sol se esconde en las
aguas y no tierra adentro. Es rito simbólico: acaso la gente se queda
vestida de playa, a la espera del acontecimiento, o vuelve justo sobre
la hora para no perderse la reunión social. La pequeña villa de La Paloma,
ubicada a unos 80 kilómetros al este de Punta del Este, tiene 3200 habitantes
que viven prácticamente de lo que se pueda recaudar en los meses de
diciembre, enero y febrero. Como casi todo el Uruguay, en las cercanías
de La Paloma todo está cubierto de lomadas más o menos verdes, más o
menos empinadas. La Balconada es la playa más popular y más concurrida.
Es un reducto de jóvenes, principalmente uruguayos, que atiborran el
pueblo, alquilando casas de a cuatro o de a cinco personas. A diferencia
de algunas histéricas ciudades turísticas, allí las cosas suceden con
cierta tranquilidad y una pizca de premura. Uno podría esperar una ciudad
en fiesta y un fuerte bullicio producto de los jóvenes. Sin embargo,
esto es Uruguay y las cosas se toman con calma. Como se debe en
el
Uruguay, La Paloma cuenta con su propia comparsa candombera. Durante
el año, los pocos habitantes permanentes esperan el domingo y los feriados
para acudir a la “llamada” del grupo de candomberos que se cuelgan los
tambores al cuello y recorre la parte baja de las calles palomenses.
Durante la temporada, por la que pasan casi 40.000 visitantes, los candomberos
siguen el ritual de los domingos, agregan los sábados y los inmutables
feriados, pero no pasan por el centro turístico, como si quisieran que
ese mundo no los perturbe demasiado. No es sencillo, se sabe, tomar
mate mientras uno camina. Ni hablar de bailar con el termo bajo el brazo.
Pero no es imposible con práctica y concentración. Es algo común de
ver entre los muchachos bien vestidos y las chicas de boquitas pintadas
que se ven ingresando a boliches como La Máquina, El Kurte o CampoBar
–un verdadero bar de campo con salida directa al gallinero– con el agua
caliente bajo el brazo y la bombilla entre los labios.
En
La Paloma el mate no tiene respiro. En el centro se disfrutan los helados,
el casino, las ferias artesanales. Pasar por la única telefónica del
lugar resulta casi un paseo propio: los primeros días del mes se escucha
a las jóvenes quinceañeras avisando a sus papis que llegaron bien, y
que manden sábanas. Sobre la península de La Paloma, cuyas costas dan
tanto hacia el este como al oeste, justo en su punto más visible desde
el mar se yergue el faro costero, que salvó la vida de muchos, pero
que terminó con la de otros. Hay una historia poco conocida para los
de afuera, uno de esos secretos a voces que varían según las versiones
y la edad de los palominos. El faro que hoy puede verse en La Paloma
no fue el primero en construirse. A mediados del siglo pasado, en el
mismo lugar en que se encuentra el que puede visitarse actualmente,
un grupo de obreros comenzó a construir un faro con la arena con la
que, dicen, se construyen los faros. Al parecer, la obra no estaba lo
suficientemente cimentada como para resistir el viento marino y se desplomó
sobre los obreros una fría noche despejada, cuando los constructores
dormían en la arena. Uno de los obreros soñó que el faro iba a caerse
y se alejó unos minutos antes. Cuando el hombre volvió, encontró a sus
compañeros sepultados. Hoy, allí al lado del faro, un pequeño cementerio
los recuerda. Y hasta algunos se animan a afirmar que en algunas noches
se los escucha trabajar con sus picos y palas sobre la orilla del mar.
Mito o leyenda, hoy el faro puede visitarse tranquilamente, de 17.30
a 19.30, los sábados, domingos y feriados. Y la vista de la costa que
alcanza la isla del Ombú es preciada sobre todo cuando el sol del atardecer
hace rojizo al cielo costero y la marea está lo suficientemente baja
como para llegar caminando. Desde allí, con un vehículo o con ganas
de hacer dedo, muchos se acercan para
nadar
a las tranquilas playas de La Aguada, un pueblo de los más cercanos.
Un poco más hacia el oeste, a unos 15 kilómetros, el pueblo de La Pedrera
es otro espacio dedicado tal vez para los jóvenes un poco más grandes.
Con una costa más rocosa, ideal para visitar de noche, y con bares simpáticos
como el Bar Aca Tun, vale la pena darse una vuelta en busca de diversión.
Quedarse en carpa en La Paloma no es un problema. Al menos tres campings,
con duchas, agua caliente, y una aceptable seguridad se encuentran en
los bosques del Parque Andresito, cuyo nombre proviene del soldado compañero
de batallas de Artigas. La ciudad es ordenada, limpia y mantiene un
estilo rústico en todas sus construcciones. Pero todo esto no valdría
la pena si el atardecer no fuera un espectáculo que vale la pena aplaudir.
