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Muy cerca de Punta del Este, la Punta del Diablo espera a los últimos turistas del verano y anticipa los cambios para la próxima temporada. Un pueblito de artesanos y pescadores sobre la extensa y bucólica playa que poco tiene que ver con su maléfico nombre, producto de la leyenda de los 160 naufragios frente a estas costas.

Por Cristian Alarcón
Desde Punta del Diablo

En la punta de rocas amontonadas como ballenas de cemento –el extremo norte de este pueblo de pescadores– un hombre espera sentado que pique algo en su caña, mientras silba un bolero. A sus espaldas su mujer, una matrona de gorrito piluso y un pareo anaranjado como capa, mira con unos binoculares hacia la playa. Del otro lado ve las casas de dos aguas y techos de paja, los botes de madera anclados en la orilla, algunos turistas tomando sol entre las redes con las que mar adentro se pescan tiburones, una cuatro por cuatro llena de extranjeros que vienen de Punta del Este por el día y, más allá, la playa grande como una larga alfombra blanca sembrada por excepcionales sombrillas de colores frenando el oblicuo sol de la siesta. Es Punta del Diablo.
–Nos estamos asando y parece que no hay mucho pique –le dice ella a su marido sin apartar los ojos de sus largavistas.
–Diez minutos, en diez minutos si no tengo nada nos vamos... –pide el hombre al que alguien le dijo que sería fácil hacerse de una corvina.
–Comamos unos buñuelos de algas en uno de esos puestitos baratos y después te compro una corvina en la pescadería –sugiere, al borde de la orden ella, y va metiendo las cremas desparramadas sobre la piedra en su bolso transparente.
Allá, donde la mujer vio su salida corta para el hambre de las dos de la tarde, se suceden los puestos de los artesanos que, por ahora, siguen en el borde de la costa. Entre ellos hay unos kioscos que parecen palafitos donde se come al paso y por pocos pesos unas empanadas de pescado o los clásicos buñuelos. En la galería, por entre cuyas armazones de troncos se ve el mar y los barcos cuando vuelven de la pesca, tiene su local desde hace más de quince años la artesana Beatriz Moreno y allí sigue enhebrando las vértebras de tiburones que transforma en pulseras y collares.
–Lo que usted ve, cuando vine hace 17 años era la cuarta parte –dice, detrás de un mostrador de maderas grises recordando el verano en que se enamoró de su marido, el pescador José Luis Rodríguez, y ya no regresó a 33 Orientales, el lugar donde vivía con sus padres.
–¿Eso es mejor o peor? –le pregunta este diario.
–Mire, para algunas cosas como que venga más turismo en verano puede ser bueno, pero también es cierto que los que vivimos acá todo el año fuimos desplazados. Ahora las cosas van a cambiar un poco.
El cambio que es inminente en este pueblo de 700 casas y 600 habitantes se anunció en febrero y es el resultado de un larguísimo estudio a cargo de una Comisión de Excelencia –integrada por el Estado y representantes de los vecinos– y una consultoría de medio ambiente y urbanismo. Según ya trascendió –y tal como ocurrió en Cabo Polonio– unas 70 cabañas de Punta del Diablo serán derrumbadas antes del próximo verano. La caída de estas casas tiene una historia de cinco años, desde que el Estado quiso poner orden en el avance caótico del pueblo y se vio ante una situación compleja y la protesta de pescadores y artesanos. “Acá en el 78 empezó a caer gente con órdenes que les dio no sé quién para que instalaran sus casas de verano y por influencia se las hicieron. Nadie controlaba y siempre había un recomendador que le daba el pase. Cuando quisieron ordenar, íbamos a pagar justos por pecadores”. La mayoría de las construcciones que van a desaparecer están al borde de la playa y son residencias de temporada. “Lo que queda claro es que el primer lugar acá lo tenemos nosotros, los que estuvimos siempre”, dice Beatriz recordando los tiempos en que a Punta del Diablo sólo se llegaba en carro a través de las dunas, después de dejar los autos en la Hostería del Pescador, a tres kilómetros de la playa.
La cuatro por cuatro con turistas españoles que ahora engullen sus mariscos en El Tiburón, uno de los doce restaurantes, dicen que están fascinados: “Esto es la posibilidad de pasar de la inmensidad del paisaje a la calidez de un pueblo”, dice el más joven de la troupe, que piensaabandonar el confort que está pagando hasta hoy en Punta del Este. Máximo, se llama el españolísimo de Málaga, que quiere hacer noche desertando si los demás regresan al Conrad, de donde vienen. “Además hay pubs y una disco si usted quiere salir”, aporta el mozo, en plan compinche. “Que suficiente tiene éste en Punta del Este para que usted me lo envicie justo en este paraíso”, tercia el que parece el malagueño padre. “Lindo náufrago éste”, dice la que parece la malagueña madre.
El turismo internacional –en aumento por el efecto que ejerce Internet, según dicen los propios locales– llega a Punta del Diablo atraído también por la leyenda de los 160 naufragios de las costas de Rocha. La mayoría eran barcos españoles que intentaban llegar a los mares del sur y se veían traicionados por la violencia de los vientos y los acantilados. Ellos bautizaron, pensando en el averno, a la Punta como del Diablo. Por lo demás, el sitio tiene más que ver con lo paradisíaco, siempre que se aparte el turista de la idea caribeña del paraíso.
Hubo una época en que el lugar también fue el reducto de la izquierda uruguaya y desde Los Olimareños a Daniel Viglietti, hubo varios emblemas habitués de estas playas. Con tres hoteles, unas 450 cabañas para alquilar desde los 60 a los 150 dólares, según el espacio y las comodidades, dos supermercados, los diarios de Buenos Aires, radios y canales brasileños que se escuchan más que los orientales, la Punta continúa siendo un pueblito de artesanos y pescadores que da lugar al balneario, que le da permiso a los turistas para que caminen y silben bajo, intentando que las corvinas se prendan de sus cañas.
–Si querés mañana volvemos, viejo –consuela la matrona a su pescador frustrado mientras le da con la mano un buñuelito de algas en al boca y él carga el porrón de cerveza.
–Total... si tenemos tiempo –se conforma el hombre–. Ahora a la tarde podemos comprar pescado directamente en los botes.
Cuando son las seis y el sol baja, con la playa casi llena, en la de los pescadores hay una platea dedicada sólo a eso: a esperar la salida de los barquitos y los botes de la alta mar, que vuelven a la costa tras haber levantado las redes.