MISIONES
Naturaleza en rojo y verde.

Lluvias,
ríos, agua... y selva. En Misiones todo es desmesurado, gigante,
como la vegetación que todo lo invade sobre la tierra roja. Una
provincia fascinante, desde las cataratas hasta la fauna del Parque
Nacional Iguazú, desde las gemas de Wanda hasta las ruinas de
las misiones jesuíticas que le dieron el nombre.
Por
Graciela Cutuli
En
Misiones se impone, por sobre todas las cosas, la fuerza de la naturaleza.
Inútil estar rodeado de decenas de personas frente al espectáculo
inabarcable de las cataratas: el ruido del agua al caer tapa todas las
exclamaciones de emoción y asombro. Inútil querer sustraerse
a la humedad que se respira en el aire: el clima subtropical reina todo
el año, sobre todo durante las lluvias de la primavera y el verano.
Inútil dar la espalda a la tierra roja cubierta de los mil verdes
del bosque y la selva: esos colores son la esencia de Misiones, la provincia
que cautivó a Horacio Quiroga, la tierra que brinda en Wanda
los brillos de sus piedras semipreciosas, la última punta de
la Mesopotamia donde se cultiva el mate, una de las grandes pasiones
argentinas.
Todos
los colores, todos
En esta época del año, cuando todavía no llegó
la invasión de las vacaciones de invierno y falta mucho para
el fuerte calor del verano, comienza la temporada ideal para visitar
el Parque Nacional Iguazú, el reino de las flores, las mariposas,
las aves y por supuesto las decenas de variedades de insectos y plantas
de la selva. En el Parque Nacional Iguazú viven más de
13 variedades de colibríes, el llamativo tucán y coloridos
loros, que cumplen una misión clave en la reproducción
del mundo que los rodea: transportar el polen de una flor a la otra,
como en el caso de los picaflores, o bien desparramar las semillas que
germinarán en lugares alejados de la planta madre.
Para
avistar animales como el lagarto overo es mejor elegir las horas de
más calor, lo mismo que si se desea fotografiar las bellísimas
mariposas Morpho, de color azul metálico, o las anaranjadas y
negras Heconius. Una combinación peligrosa, ya que esta mariposa
se alimenta prácticamente sólo con el polen y el néctar
de las flores de las pasionarias, plantas dueñas de sustancias
de las que deriva el cianuro... Si se trata de observar mamíferos
y aves, en cambio, las mejores horas son al amanecer y al anochecer,
pero en todo momento la selva puede deparar sorpresas, sobre todo para
aquellos que se mueven despacio, en silencio y con los ojos bien abiertos.
Todo es un juego de escondidas, de metamorfosis, de vegetación
que vive en la oscuridad al ras del suelo y de árboles altísimos
que crecen y crecen para respirar algo de la luz del cielo: pero tanta
riqueza hay en el mundo a la medida de gigantes como en el universo
microscópico que parece invisible pero allí vive, latente.
Las cataratas Los guaraníes las conocían y habían
forjado en torno de ellas sus propias leyendas, pero nada le hacía
esperar a Alvar Núñez Cabeza de Vaca, el primer europeo
que vio las cataratas, la magnificencia del espectáculo con el
que se encontró sorpresivamente. Era el mes de diciembre de 1541,
y tan profunda fue la impresión que le causaron que decidió
llamarlas, en un rapto de fe, el Salto de Santa María.
Sin embargo, el nombre guaraní de Iguazú, aguas
grandes, fue el que se impuso por encima de la escasa originalidad
de Cabeza de Vaca. Y cinco siglos más tarde, las cataratas permanecen
inmutables, con más o menos agua según las temporadas,
pero siempre con sus 275 saltos cayendo desde entre cuarenta y ochenta
metros de altura, entre nubes de vapor en las que bailan arcoiris y
un ruido ensordecedor que parece la voz más profunda de la naturaleza.
Mil metros cúbicos por segundo del agua del río Iguazú
se vuelcan a lo largo de un arco de tres kilómetros de extensión,
que se pueden recorrer gracias a las pasarelas construidas al borde
de saltos como el Bozetti, Mitre, Belgrano, Dos Hermanas o San Martín.
Más impresionante aún es la Garganta del Diablo, cuya
profundidad no se conoce con certeza, sobre la cual vuelan sin cesar
los vencejos que anidan en las rocas detrás de los saltos de
agua. Y si el lado argentino permite tener un contacto cercano con las
cataratas, la vista desde el lado brasileño vale la pena por
la visión de conjunto que ofrece frente a las cortinas de agua
espumosa que se derraman sobre la roca: un enorme balcón natural
hacia el arco de las cataratas las muestra en toda su extensión.
Esposible también partir para acercarse por agua, dependiendo
del mudo permiso que otorga el caudal del río Iguazú,
hasta la isla San Martín u otras zonas cercanas a los saltos:
el espectáculo empequeñece entonces cualquier exageración
que pueda imaginarse.
Misiones
jesuíticas
Su propio nombre lo dice. Misiones fue tierra colonizada por la experiencia
jesuítica, la política con que la corona española
intentó dominar los territorios poblados de indios que se le
oponían con tenacidad. Siguiendo hacia el sur desde las cataratas,
siempre por la ruta 12, de pronto en la selva aparece el testimonio
tangible de las misiones jesuíticas que operaron en la provincia
desde diciembre de 1609 hasta 1767, cuando los jesuitas fueron expulsados
y Misiones se convirtió en provincia, dependiente de Buenos Aires
a partir de la fundación del Virreinato del Río de la
Plata, en 1776.
Lo
que queda de las misiones de San Ignacio Miní (San Ignacio Guazú,
la más grande, estaba en el actual Paraguay) son ruinas, pero
ruinas imponentes. Levantándose de la tierra, los muros rojos
ricamente decorados, que fueron restaurados en época reciente,
dan una idea de lo que fue la iglesia de la misión, gracias a
la puerta de la sacristía que queda en pie y el refectorio de
los padres, adornados con figuras de la fauna y flora local. Dentro
del área de las ruinas jesuíticas, cuyas construcciones
originales se levantaban en medio de grandes extensiones de cultivo,
se puede visitar el Museo Jesuítico San Ignacio Miní,
que guarda objetos recuperados durante las restauraciones, desde vasijas
hasta pequeñas tallas salidas de las habilidosas manos de los
indios.
La
casa de Quiroga
Muy cerca de las ruinas se encuentra también la casa de Horacio
Quiroga, en una barranca sobre el Paraná, frente a un paisaje
que es de algún modo la síntesis de la furia y la belleza
de la selva que supo traducir en sus cuentos. El escritor, nacido en
la ciudad uruguaya de Salto, conoció Misiones en 1903, cuando
viajó como fotógrafo de una expedición dirigida
por Leopoldo Lugones sobre las ruinas jesuíticas. Seis años
más tarde se radicó en San Ignacio, entre el Paraná
y la selva, en medio de una naturaleza tan hermosa como amenazante.
Entre pájaros, canoas y libros, muchísimos libros, Quiroga
se quedó en San Ignacio hasta 1916, y volvió en 1931,
hasta que en 1937 se alejó definitivamente de su amado paisaje
suicidándose con cianuro. La visita actual a la que fue su casa
da una dimensión, a pesar del tiempo transcurrido, de la grandeza
de un mundo que sólo un escritor con la pasión de Horacio
Quiroga podía hacer vivir para siempre en las páginas
de sus libros, y que allí está, inmutable ayer como hoy,
esperando ser nuevamente descubierto.
verde
yerba, largos mates |
El
verde de Misiones, aunque omnipresente, no es sólo el de
la selva. Recorriendo las rutas misioneras, a ambos lados se observan
las numerosas plantaciones de yerba mate, que pudieron establecerse
sólo luego de haber procedido al desmonte de los terrenos
boscosos que cubren todo el territorio: de esta provincia, con sus
161.000 hectáreas de cultivos, sale la mayoría de
la producción argentina de yerba. Misiones, sin embargo,
no está consagrada sólo al cultivo de la particular
pasión del mate, sino también al té, y en menor
medida a la caña de azúcar y el tabaco.
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La
preciosa wanda |
Dejando
atrás las cataratas para internarse unos 40 kilómetros
hacia el sur de la provincia por la ruta 12, aparece de pronto un
claro en los bosques subtropicales, donde la selva parece haberse
apartado para abrirles camino al brillo de las piedras que oculta
la tierra. Es Wanda, donde florecen las ágatas, el cristal
de roca, las turquesas, las aguamarinas y amatistas, curiosos regalos
de la roca áspera por fuera y refulgente en el interior.
Hoy día dos empresas privadas explotan los yacimientos, aunque
la historia empezó tiempo atrás, hace más de
50 años, cuando una mujer del lugar encontró una geoda
durante el lavado de una colada de ropa. Las amatistas así
descubiertas hicieron la fortuna de los lugareños dueños
de las tierras, que reemplazaron las actividades tradicionales de
cultivo y ganadería por la minería y el pulido de
las gemas. Pero lo mejor que Wanda puede ofrecer no es la posibilidad
de ver el trabajo de las piedras semipreciosas, o la compra de la
artesanía en ellugar mismo de la producción, sino
encontrarse con las geodas abiertas que no han sido extraídas
sino simplemente abiertas en la roca, incrustadas en el suelo rojo
que les dio vida y brillando con todas las luces que le regalan
los rayos del sol misionero. |
