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CHUBUT El Parque Nacional Los Alerces


En los confines de la Cordillera de los Andes, la Patagonia alterna una compleja trama de lagos que parecen espejos de agua, y ríos color verde esmeralda formados de los deshielos. En las cumbres montañosas, los glaciares de altura vigilan que nadie toque la exuberante selva virgen que a sus pies esconde ejemplares únicos en el mundo de alerces milenarios.

Por Julián Varsavsky

Luego de una hora de viaje desde Esquel, arribamos a la Villa Futalaufquen, a orillas del lago del mismo nombre; un espejo de agua que duplica invertidos los abruptos picos nevados y los bosques andinopatagónicos que nos proponemos recorrer. Estamos en la antesala del parque, frente a la Intendencia –un pintoresco edificio de troncos sobre una loma–, entre unas viviendas de madera y varias hosterías. Pero, alojados en el camping “Los Maitenes”, la estancia tiene otro sabor. El servicio es excelente, y el mayor inconveniente que padecemos es la inevitable visita nocturna de las indiscretas liebres patagónicas, que se acercan a curiosear alrededor de la carpa y desordenan todo nuestro equipaje.

Camino a Puerto
Limonao Un breve trecho a pie desde el camping a través de la ruta nos acerca a la margen sur del lago Futalaufquen, donde nace un sendero de cinco kilómetros que se interna en el bosque. Antes de ingresar en las densas arboledas, junto con la brisa nos alcanza el agradable sonido de la lluvia, pero nadie se moja... son las semillas secas de los frutos con forma de vaina del árbol lupino, que el viento sacude produciendo el efecto de un “palo de lluvia” al invertirlo junto a la oreja.
El espeso ramaje de los árboles apenas permite que el cielo se cuele por algunos resquicios como un tenue resplandor verde. El trayecto se alarga por la presencia de los árboles, que nos detienen a cada instante con su arrogancia. Los enrevesados arrayanes despliegan sus flores de cuatro pétalos blancos y nos invitan a tocar su corteza lisa y suave como la piel de un ciervo –y del mismo color–, pero fría como una roca (por su elevada circulación de agua). El refinamiento del arrayán contrasta con la corpulencia del coihue –con su porte de 30 metros de altura–, que crece en los lugares más húmedos (en mapuche el nombre significa “lugar de agua”). Pero la erguida presencia de los cipreses nos empequeñece aun más, inspirando un respeto reverencial.


De espaldas al lago Futalaufquen, los excursionistas continúan la caminata hacia Puerto Limonao.

El olor del bosque
La variedad de aromas nos excita a cada paso: el frescor que sube del lago, la tierra mojada, el olor del bosque –con sus torrentes de savia recorriéndole las entrañas–, y el perfume de las plantas aromáticas como el romero, la laura (de potente fragancia similar, al laurel) y la valeriana.
En todo el trayecto nos cruzamos apenas con dos personas y, en ese silencio verde, el eco de sus voces se oye a un kilómetro. Un suave crujido entre las hojas secas del suelo señala la presencia de un habitante del bosque. Una diminuta figura gris corretea camuflada por los arbustos –acaso un roedor–, pero la delata su canto: “Tré-que, tré-que, tré-que...” es un invisible Churrín, un ave terrestre que no sabe volar. Al cruzar sobre un grueso árbol caído de viejo y en proceso de reabsorción por el suelo, descubrimos sobre el musgo verde de su corteza a la Ranita de Cuatro Ojos (con dos notorias glándulas lumbares que parecen ojos).

Foto de Leticia Raffaele
Entre los colosos de madera relampaguea la azul luminosidad del agua.

Resplandor azul
Avanzamos por un sendero de subidas y bajadas, y al caminar entre esas formidables columnas de madera, pareciera que recorremos las naves de una esplendorosa catedral gótica verde. El lago se trasluce cada tanto, abajo a nuestra derecha, con un brillo muy particular –como un flash de luz– entre la profusión de ramas. Para verlo mejor nos asomamos a los balcones naturales ubicados exactamente en la frontera entre dos mundos opuestos. A nuestras espaldas, la espesura del bosque no permite ver más allá de unos metros; un penumbroso reino de sugestión que oculta su realidad mediante un motivo vegetal que se reproduce hasta el infinito. Enfrente -.varios metros más abajo–, el lago; un claro universo perfectamente liso y de color azul, donde todo está a la vista y la mirada se pierde en un horizonte de libertad, la misma del soberano cóndor de vuelo rasante. Al llegar al pequeño muelle de madera de Puerto Limonao –en un recodo del lago–, la sensación se puede resumir en una frase: “Acá me quedo para siempre”. Un cerrado valle de montañas con el lago en el centro, unas casas de madera donde se venden frambuesas, pan y queso caseros, y una desierta playita que invita a tumbarse a dormir la siesta, oyendo el “pluc” que hacen los peces al saltar sobre las mansas aguas para atrapar un insecto.

Foto de Leticia Raffaele
El brillante curso del río Arrayanes. El rumor del agua entre los susurros del bosque.

Excursion al Alerzal
Al día siguiente partimos al encuentro de los Alerces milenarios, la excursión más popular de este viaje. Desde el colectivo que recorre el parque, bordeando el río Arrayanes -.jalonado por una infinidad de estos árboles–, vemos el curso coloreado de un verde esmeralda muy brillante, de aguas tan transparentes que traslucen un lecho que parece recubierto por un piso de cerámica (el singular verde se explica por el elevado nivel de cobre oxidado). Descendemos en lago Verde, donde un sendero de 800 me
tros nos lleva hasta Puerto Chucao, en lago Menéndez.


Silencio y quietud. La necesaria armonía con la magnificencia de la naturaleza.

Navegamos un lago rodeado por una muralla verde de árboles altísimos, y una cadena montañosa de picos nevados. En pocos minutos bordeamos la isla Grande –poblada por cauquenes y ejemplares de martín pescador–, donde el lago se divide en dos brazos. Sin previo aviso aparecen frente a nosotros los ventisqueros del cerro Torrecillas, donde resplandece un glaciar de altura ubicado a 2250 metros, que parece suspendido de la montaña. Los hielos eternos cambian de color a cada momento, alternando toda la gama de azules, rosados y turquesas.

Un túnel de cañas
Desembarcamos en la cabecera del brazo norte del lago, prestos a transitar la pasarela de madera del Alerzal. El recorrido es ascendente, y al subir se distinguen los cambios en el clima y los tipos de vegetación. Ingresamos por un virtual túnel de caña coligüe de una altura de siete metros, en medio de un tupido sotobosque. Los guías recomiendan permanecer en absoluto silencio para lograr una verdadera conexión con el hábitat y crear un auténtico idilio, una simbiosis con el mundo verde que avanza sobre nuestro cuerpo. Sugieren que caminemos sigilosamente, respirando hondo, muy hondo, hasta atestar los pulmones con oxígeno. Pareciera que los guías buscan crear un clima hipnótico mientras ascendemos por una senda circular. La consigna es “escuchar el silencio” y la música del bosque: la caída de una rama, el repiqueteo del pájaro carpintero negro, la vibración del refinado picaflor de Corona Rubí, y el sonido del caudal de los manantiales mezclado con el arrullo del viento.
La selva se vuelve una compacta bóveda vegetal, con el suelo alfombrado de vistosas flores como el “vinagrillo” –de cinco pétalos amarillentos–, helechos y una profusión de hongos como el Llao-Llao (con sus prominencias rugosas de color crema que se vuelven naranja al madurar). De los árboles cuelgan los líquenes “Barba de Monte” –de fantasmagórico aspecto blancoverdoso–, y plantas trepadoras que estrangulan lianas del grosor de un brazo.

Foto de Leticia Raffaele
Ingreso al Alerzal. Un túnel de caña coligüe de una altura de siete metros.

Los gigantes
milenarios

Finalmente llegamos a la zona habitada por los gigantes, que son la estrella de este parque: los alerces, que en ciertos casos alcanzan 60 metros de altura y tres de ancho, y una edad de 3 mil años (su extinción se pretende evitar con la creación de este parque, uno de los cuatro bosques milenarios que existen en el mundo). Llegado cierto punto, estamos totalmente rodeados de imponentes alerces, coihues y cipreses junto al lago Verde. Da la sensación de que estuviésemos profanando los recintos de algún antiguo templo cuyas columnas son estos arcaicos colosos de robusta madera, que irradian solemnidad e imponen un respeto casi devocional.

Foto de Leticia Raffaele
Lagos del sur. Un claro universo perfectamente liso y de color azul.

El origen de la belleza
A pocos metros del camping, unas araucarias (conífera de 45 metros de alto con la copa aparasolada) preceden al Alerode Interpretación. En el sendero, los carteles detallan la flora del lugar mientras transitamos un alero con una pared de piedra con rojizas pinturas rupestres. Luego de ascender los últimos 20 metros, alcanzamos el avistadero, donde la mirada abarca toda la extensión del valle, con sus cadenas montañosas y el lago Futalaufquen. Durante las pálidas horas del alba –justo en el instante en que aparece el sol tras las cumbres-., el avistadero depara la vibración más intensa de este viaje. Observando al costado al nivel de nuestra estatura, se descubre el delicado centelleo del rocío sobre las hojas de los árboles, y la actividad frenética de las arañas entretejiendo su tela impregnada de humedad, donde se forman prodigiosos prismas. Al levantar la mirada, oteamos un abismal universo verde-azul que conserva el primitivo encanto de lo intocado. Un ambiente originario -.digno del génesis-. donde reina la quietud y se cumple una orden suprema de arborizar. Cada lago, cada río y cada roca permanecen donde deben estar, en el exacto lugar al cual se los predestinó alguna vez. Queda claro que estamos en terreno de la naturaleza, y que aquí no rige la ley de los hombres. Es tal el respeto que inspira la Comarca de los Alerces, que tan sólo para posar la mirada sobre ella, antes habría que pedirle al reino natural que nos conceda el permiso para vislumbrar sus virginales entrañas.

Foto de Leticia Raffaele
En el Alero de Interpretación, los carteles detallan la antigüedad y dimensiones de los árboles.

opinion - Por Rubén Neira *
Vivir en el Paraíso
Por qué el paraíso...? Imagínense un porteño de 21 años que luego de hacer un curso casi apocalíptico tratando de no sobresalir (pues era peligroso) es destinado un 10 de julio de 1977 al Parque Nacional Los Alerces. Lo primero que vio al bajar del avión fue un viejo colectivo con cinco borrachos, listo para llevarlo al parque. Nos esperaba Don Muñoz -un señor salido de una fábula-., quien nos depositó en una casa construida en Alerce, y se confirmaron mis sospechas: acababa de ingresar en un cuento... prendí el fogón y nos dispusimos a averiguar cómo era esto de vivir en el sur.
Lo bueno fue a la mañana siguiente: un paisaje espectacular, bosques y lagos, árboles impresionantes, todo con esa agresiva armonía que tiene la naturaleza. Ese día hice 16 kilómetros a caballo en paisaje nevado para ver un poblador, y ahí sí, me enamoré del parque. Así de simple, el chico de ciudad que había visto al caballo solamente encarnado en Mister Ed, se transforma en parte de lugar, disfruta de esos amaneceres y atardeceres en la costa del lago, y comienza a ver el paso de las estaciones. Primavera, los notros enrojecen las laderas, vienen a nidificar las aves de lejanos sitios, todo florece y mil ruidos nos despiertan cada vez más temprano... parece la fiesta de la creación. Verano, los días largos y cálidos, se ven los frutos de la primavera encarnados en inquietos pichones, frutos de calafate, frutillas de la sierra, y también vienen los turistas, con ese fervor que se siente al pisar el lugar. El visitante se familiariza con el cóndor, el chucao, los teros, las abutardas, las gritonas bandurrias, y trata –a veces lo logra– de ver un zorro, un visón o un coipo nadando en la boca del río Arrayanes. Hay focos de incendio y acampantes perdidos. Estamos todo el día y la noche afuera, nos quemamos, nos arañamos con la vegetación, en un febril movimiento donde la apuesta es que todo siga como la naturaleza quiere. Otoño, se acortan los días y la vida se prepara para dormir el sueño invernal. Todo cambia de color, las montañas amarillas, los pastizales opacos, las aves que vinieron se van con el producto del amor a iniciar otro ciclo invernal, y el ambiente se carga de melancolía. Invierno, el tiempo es blanco, las primeras nevadas, los paisajes de otro color, los grandes silencios, los días pequeños, se vive para vivir y sealimenta el fuego. Es momento de disfrutar del hogar, la familia, el paisaje, la buena música y la lectura.
Así paso los años, con secretos orgullos... el de que mis hijos nacieran aquí y puedan ver el ambiente, y saber que está básicamente igual que siempre, el triunfo de no haber tenido incendios en los últimos siete años, y de que mi gente –un grupo de guardaparques– se sienta contenta con su trabajo y no se fije en sacrificios ni riesgos. Llevo vividos 14 años en “el Paraíso”, y tengo la suerte de poder decir que conozco mucho del parque, y la desgracia de sentir que me faltan mil años para conocerlo completo.

* Jefe de Guardaparques del Parque Nacional Los Alerces


datos útiles
Cómo llegar: por avión se arriba al aeropuerto de Esquel mediante los servicios de Austral. Por tierra se llega a través de la Ruta Nacional Nº 259, empalmando con la Ruta Provincial Nº 71 que atraviesa el parque.
Dónde alojarse:
Camping “Los Maitenes”, a 300 metros de la Villa Futalaufquen.
Hotel Futalaufquen, en la margen izquierda del lago. Teléfono en Buenos Aires: 4394-3808.
Hostería “Cume Hue” en la margen derecha del lago.
E-mail: hosteria_cume_hue.ciudad.com.ar.
Internet: esquelonline.com.ar