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RIO NEGRO En el abrazo de tres ríos En la región rionegrina de Cipolletti, famosa por la producción de manzanas, se puede descubrir también un paisaje desconocido y fantástico de cañadones, ríos y valles, allí donde el río Limay y el Neuquén se unen para formar el río Negro. Textos
y fotos: Es una mañana de sábado, soleada como para que las manzanas que apenas si han dejado de ser flor en los miles de árboles de las chacras cipoleñas empiecen a ruborizarse hasta tomar el color que las hace famosas en medio mundo. El viento sopla como sólo sabe hacerlo en el corazón de la Patagonia, con prisa y sin pausa, sobre nuestro grupo, encabezado por los guías Luis y Marcelo, además de Graciela, la organizadora del viaje. Estamos en la Margen Sur de Cipolletti, a unos 50 kilómetros de la ciudad, y a punto de ingresar en un paisaje de otro mundo. Un retazo de luna en la tierra, que los propios cipoleños muchas veces ignoran, incrédulos ante quienquiera que les diga que ahí nomás, hay un pequeño Cañón del Colorado esperando ser descubierto. Un mundo de badlands Ese retazo de luna se conoce como el Anfiteatro y la visión que tenemos al borde de este gigantesco cráter abierto en la llanura patagónica justifica el nombre con creces. Tiene una forma semicircular, que abre la tierra en varios cañadones horadados por el correr del agua sobre un terreno sedimentario que se desmorona fácilmente. Lo comprobamos en cuanto intentamos bajar al corazón del anfiteatro deslizándonos por los huecos y filos caprichosos del terreno: no es fácil encontrar entre las jarillas terreno firme donde apoyar los pies. Bajamos, sin embargo, a costa de cierto esfuerzo que parece no existir para los guías bien avezados, y apreciamos mejor aún un paisaje imponente, sobrecogedor, que sólo sobrevuelan silenciosamente algunos jotes y águilas moras. El terreno está moldeado por el agua y el viento como si una gigantesca mano se hubiera hundido dejando huellas en un bloque de arcilla. Graciela nos había dicho antes de bajar al fondo de los cañadones que no hay cámara fotográfica que reproduzca los tonos violáceos y borravino de las arcillas del Anfiteatro y, días más tarde, viendo los resultados, tenemos que darle la razón. Cuanto más avanzamos, más nos sorprendemos: al principio nada parecía poder superar el Mirador de Badlands, pero a medida que nos internamos entre las formas caprichosas del Cañadón del Rey, o en las paredes blancas y pulidas del Cañadón de la Luna, nuestro asombro y admiración crecen irremediablemente. No nos extraña que Luis y Marcelo vengan aquí con grupos de chicos para reflexionar sobre el silencio: en el Anfiteatro, el ruido cotidiano parece tan lejos como si fuera de otro planeta. Mientras tanto, aprendemos que esas rocas redondeadas que vemos aquí y allá se llaman clastros y son desprendimentos de arcilla y canto rodado a los que se pega la arena, mediante un proceso llamado matrix. También aprendemos a cuidarnos durante la marcha de los alpatacos, una planta con espinas bañadas en un ácido que apenas pinchan la piel forman una incómoda roncha, y después de cuatro horas ya reconocemos con facilidad las capas rojizas del Cretácico Superior, las amarillentas de origen marino y las franjas de areniscas y cantos rodados del período Terciario. Todo esto ha resultado una suerte de inesperado viaje en el tiempo: en unos 20 kilómetros y algo más de cuatro horas viajamos a un período que se remonta a entre cien y sesenta millones de años atrás. La época en que por la Margen Sur andaban los dinosaurios. El
Parque Cretacico Las sorpresas de este paisaje de piedra están,
sin embargo, lejos de terminar. Por la tarde visitamos el Museo Paleontológico
de Villa El Chocón, donde nos encontramos con Rubén Carolini,
su director y descubridor a principios de los años 90 de la gran
estrella del museo: el esqueleto, rescatado en un 80 por ciento, del
dinosaurio carnívoro Gigantosaurus carolinii. Por indicación
de Carolini, que se distrae un rato de su trabajo para explicarnos el
proceso de búsqueda y reconstrucción de un esqueleto de
esta antigüedad, además de mostrarnos los huesos del animal
un ejemplar gigantesco, que medía 14 metros de largo y
pesaba unas 10 toneladas salimos luego del museo en busca de las
huellas de dinosaurio que se encuentran, casi al borde de la ruta, en
las cercanías de El Chocón. Grandes huecos en la roca,
que alguna vez fueronla pisada fresca de un dinosaurio sobre el barro,
cuando el clima de este rincón patagónico era húmedo
y templado, muestran hoy la envergadura de aquellos animales dueños
de la tierra. Villa El Chocón les rinde, sin duda, un simpático
homenaje cotidiano: el mercado local se llama La Huella,
el locutorio Fonosaurio, el kiosco Dino y así
sucesivamente. Aventura
en la confluencia Al día siguiente, el programa es pasar
un día en la confluencia, el punto exacto donde el río
Limay y el río Neuquén se unen para formar el río
Negro. Antes, sin embargo, visitamos una chacra cuyo dueño, Marcelo
Cervi, descendiente de esos pioneros que abrieron a pico y pala los
canales que convierten en un vergel el desierto patagónico, se
detiene a explicarnos con lujo de detalles los cuidados que requieren
los manzanos y perales para dar frutos de calidad de exportación.
El tiempo, como siempre, apura, pero nos despedimos prometiéndonos
volver para la época de las cosechas, cuando el Alto Valle da
lo mejor de sí mismo y lo reparte a los cuatro puntos cardinales.
Seguimos viaje, esta vez rumbo al dique Ballester, una obra impresionante
y bella construida entre 1910 y 1916, con algunas piezas fabricadas
en Inglaterra. En este lugar, al que da la bienvenida un jardincito
de magníficas rosas de Rosauer y un pequeño museo al aire
libre de antiguas maquinarias usadas en la construcción del dique,
comienza una serie de obras hidráulicas que permiten regular
las aguas del río Neuquén y regar las tierras del Alto
Valle rionegrino. Durante años, el dique Ballester fue el centro
de reunión social de la juventud de Cipolletti, Barda del Medio,
Cinco Saltos y otras localidades cercanas: muchos de ellos son los descendientes
de la gente que trabajó en su construcción y que, con
el fin de las obras, se dispersó y formó familia en distintas
localidades del valle.
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