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LA VERDADERA HISTORIA DEL MARQUES DE SADE
El “demente libertino” que amaba las plumas de ganso

La película de Philip Kaufman estrenada esta semana en la Argentina, �Letras prohibidas�, reflota un fragmento del final de la vida del Marqués de Sade, un hombre que vivió empeñado en enfrentar a la sociedad haciendo y escribiendo todo lo prohibido. Pero la historia real es mucho más cruel e incluye una larga serie de torcidas relaciones y desafíos.

Prohibido: Al leer sus obras, Napoleón Bonaparte las prohibió y mandó internar a Sade en un manicomio. Una interdicción que rigió durante más de dos siglos.

Por Ana von Rebeur

“¿Cuál es la función de la cultura? ¿Sostener los principios sociales o desafiarlos? ¿Reafirmar el statu quo, o sacudirlo? ¿Embestir contra las instituciones que forman las civilizaciones –el gobierno, la Iglesia– o exponerlas? ¿La opresión política realmente alimenta el arte provocativo, en vez de censurarlo? ¿Qué pasa cuando silenciamos a los artistas de ideas extremistas? ¿Qué pasa cuando los dejamos expresarse?” Esas son las preguntas que se hizo el dramaturgo y guionista americano Doug Wright, autor de Letras prohibidas, luego de leer todos los libros del Marqués de Sade. En base a eso, el autor creó una obra de teatro que se estrenó en 1995, que ganó un premio Obie (equivalente a los premios Tony) y un premio Kesselring –por la mejor obra americana– del National Arts Club. La obra de este graduado de Yale hizo una gira estadounidense muy exitosa, hasta que la descubrió el director Philip Kaufman y decidió llevarla al cine.
Kaufman siempre buscó llevar al cine obras de corte literario, como La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, Lo que hay que tener de Tom Wolfe y Henry y June, la historia de Henry Miller y Anaïs Nin.
Wright sigue viendo en la obra de Sade “una literatura inquietante, extrema y revulsiva como no existe ni aun en estos tiempos donde pareciera que todo es la búsqueda de impactar con sexo y violencia. Sade les sigue ganando a todos con una mezcla de asombro, ironía, comicidad y terror”.
Inspiró su obra teatral un detalle peculiar en la obtusa y complicada vida de Sade: al leer sus obras, Napoleón las prohibió, una interdicción que rigió durante más de dos siglos. Bonaparte mandó internar a Sade en un manicomio y envió a un médico para que intentara detener la febril perversión y corregir el estilo de Sade, llevándolo hacia temas menos inconvenientes. ¿Es posible negarle a una imaginación volátil y prolífica su único medio de expresión? Ese es el eje de un relato que gira en torno de un incidente de la última etapa de su vida, con personajes reales pero de actitudes modificadas en Letras..., un film que viene cosechando tantas alabanzas como desprecio, como la misma obra del polémico marqués.
Sade escribió nueve novelas, una obra teatral, varios ensayos y más de cuarenta historias cortas y relatos cómicos, todas con un estilo que nadie pudo copiar, aunque sirvió de inspiración a creadores como Peter Weiss, Yukio Mishima, Octavio Paz y Pier Paolo Pasolini. Su prosa enloquecida salta de la comicidad más inocente a las fantasías onanistas más perversas, escenas de depravación y crueldad extremas para volver a reírse de todo lo humano. Mujeres forzadas a contraer sífilis, un hombre que ritualmente desangra a su esposa hasta matarla, una heroína que realiza misas negras junto al Papa (destripando a una mujer embarazada en el altar mayor del Vaticano), escenas de coprofilia, necrofilia, mutilación y pederastia, mezcladas con diatribas nihilistas en un universo sin reglas ni dios, donde la fuerza bruta triunfa sobre la moralidad, la violencia es el atajo al placer y la fantasía más loca se convierte en una cruda realidad. Ser él mismo no le resultó fácil a Sade: le costó pasar 30 años de su vida preso, acusado de violación y pornografía. Fue locamente amado, pero murió solo en un manicomio.
Un salto: cárcel de Caseros, un sábado de verano del 2000. Las esposas de los presos miran desde la ventana hacia arriba, a sus maridos colgados de ventanas deformes de tanto sacarles ladrillos.
–¡Traeme un video de acción en castellano, que del francés que trajiste la otra semana no entendí nada! –grita un hombre con muy pocos dientes para su edad y su voz rebota en toda la cuadra, mezclándose con gritos de otros internos.
–Qué sé yo si voy a poder tráertelo... –responde una morocha de ajustado pantalón amarillo hacia el tercer piso.
–¿Qué dijiste? –grita el hombre.
–¡Que no sé si voy a venir! ¡El sábado que viene voy de mi vieja y no tengo más plata para el colectivo!
Ellos sólo les piden cosas. Ellas son la única conexión con el mundo externo. Y les responden con el resentimiento de ser esclavas de esposos inútiles, parásitos durante meses y años. Hace 300 años, Renée Pelagie de Montreuil tuvo a su marido, el Marqués de Sade, preso durante 30 años en total, sumando repetidas detenciones. Pero ella dedicó toda su vida a atenderlo y planearle las huidas. Renée era la hija mayor de un abogado acaudalado. Era una chica de 21 años, poco agraciada y sin cultura pero con dinero, cuando conoció a su marido, de 22 años, el mismo día del casamiento arreglado por conveniencia. Donatien Alphonse François, Marqués de Sade, era muy apuesto, sagaz, de gran cultura, miembro de la nobleza, dueño de unas tierras en la Provenza, y en bancarrota gracias a la vida licenciosa de su padre, gastador e inmoral. En esa boda del 17 de mayo de 1763 se gustaron y se empezaron a amar, lo que era muy extraño e impropio de los matrimonios de ese entonces. La madre de Renée adoraba a su yerno seductor, de intelecto veloz y charla amena. Lo defendió a capa y espada cada vez que la policía lo perseguía acusándolo de azotar prostitutas y realizar orgías inmorales y fue su cómplice cada vez que él quiso ocultar sus escapadas a su esposa. Pero Renée supo pronto que nada podría parar los apetitos de su marido. Quiso acompañarlo a cada instante, participando en las orgías y fiestas bacanales en las que en cinco años él se gastó la dote de su esposa, equivalente a unos 650.000 dólares.
¿Qué unía con tanta fuerza a esa pareja tan despareja? Tenían dos motivos para quererse: ambos detestaban la hipocresía de la sociedad francesa prerrevolución. “En esta sociedad, los más exitosos son los más falsos”, escribió ella en una carta. Al contrario de los parisinos, que se trataban de vous, ellos se trataban de tú, como la gente rústica del campo. Detestaban las normas y las convenciones y buscaban siempre ir más allá, desafiando los límites de una sociedad falsamente pacata. Los dos eran como huérfanos aferrados unos al otro: la madre de él se había recluido en un convento cuando Donatien tenía sólo 4 años y su padre lo dejaba en manos de criadas, viajando siempre en misiones diplomáticas. La madre de ella siempre la había despreciado por su fealdad, dedicándose por completo a su hija menor, la bellísima Anne Prospere.
En una noche fatídica de 1768, Sade llevó a una mendiga que encontró en la calle al bulín que tenía en el centro de París. Ella salió de allí apenas con fuerzas para denunciarlo a la policía, por pegarle con látigo hasta hacerla sangrar y luego tirarle cera fundida en sus heridas. Sade fue condenado a seis meses de prisión en la cárcel de Pierre. –Encize, cerca de Lyon. Renée decidió instalarse cerca de la prisión y tuvo que vender sus diamantes para pagar el viaje, el alojamiento y los sobornos al comandante de la prisión para que la dejara ver a su marido más veces que las dos anuales que permitía el rey. En esas visitas concibió a su segundo hijo: cuando Donatien fue liberado, ambos se instalaron en el castillo de La Coste, cerca de Avignon, un viejo edificio del siglo XI que inspiró al marqués historias de monjes sangrientos y nobles crueles. La armonía duraría poco. La bella hermana de Renée –diez años menor que ella y novicia de un convento– fue a visitarlos unos días. Donatien se enamoró perdidamente: la cuñada le proveía una explosiva combinación de incesto, pecado, virginidad y adulterio, demasiado tentadora para dejarla pasar.
Con ella vivió un intenso romance que barrió con todos los tabúes. Pero eso no era bastante para su alma inquieta y en 1772 salió una noche de juerga por Marsella con su lacayo, a quien obligó a entrar a un burdel, dejarse azotar por las prostitutas, dejarse sodomizar y sodomizar a su amo. El sirviente lo denunció por violación, tormentos e intento de envenenamiento con afrodisíacos. Con la entera aprobación de su esposa, Donatien huyó a Italia con su cuñada Anne Prospere. Al enterarse de que su yerno huía con su hija dilecta, la suegra del marqués pasó de ser su aliada a convertirse en acérrima enemiga: denunció su fuga y logró que la policía lo esperara alerta a su regreso y lo encerrara en la cárcel de máxima seguridad de Myans, en Saboya.
Renée Pelagie organizó nuevamente la fuga de su amado desde el pueblo vecino a la prisión donde vivía escondida, disfrazada de hombre. Así logró que el marqués pudiera escapar de su celda y huir nuevamente a Italia con su cuñada, para ser nuevamente detenido al regreso. Desconsolada y agotada, Renée envió a sus hijos a París para que los criara la abuela.
Cuando Donatien fue liberado, Renée lo ayudó a reclutar quinceañeras como siervas sexuales, para amenizar las orgías en el castillo de La Coste. La esposa del marqués se encargaba de consolarlas y premiarlas para que se quedaran en el castillo y no denunciaran al patrón. De hecho, fue muy querida por todas las damiselas. Pero la madre de Renée, harta de su yerno, había jurado encarcelarlo a él y a Renée si no lo abandonaba. De hecho, la empecinada suegra de Donatien consiguió que el mismo rey Luis XVI enviara a su pedido una orden de arresto en categoría de decreto que sumió a su inquieto yerno en la oscuridad de la prisión de Vincennes durante 13 años, hasta el día de la Revolución Francesa. Desde la prisión él llenó a su esposa de tiernas cartas de amor, fantasías eróticas y cartas indignadas, mezcladas con maldiciones e insultos, donde acusaba a su esposa de olvidarlo y serle infiel. Una de las pocas veces que se vieron, enfermo de celos, la acusó de vestirse como una puta. Como muchas mujeres que aman demasiado, Renée había demorado demasiado en darse cuenta de que todo su amor incondicional no alcanzaría jamás para redimir a su marido y alejarlo de sus obsesiones.
Un poco por estos motivos y otro poco porque ya no tenía nada de dinero, Renée se fue a vivir a un convento como no religiosa. El fue transferido a la Bastilla, donde pudo escribir obras que su esposa criticaba con perspicacia, anunciando que le producían espanto.
En 1790, cuando –por presión de Robespierre– fueron liberados todos los presos, lo primero que hizo este hombre obeso, de 50 años y rala cabellera gris, fue buscar a su esposa en el convento de Sainte Aure. Pero ella, horrorizada por el tenor de los últimos libros y tratando de no caer otra vez en la trampa de sus brazos, se rehusó a verlo. Lo extirpó de su vida como quien se quita una pierna gangrenada. No tuvo la fuerza de decirle las cosas de frente y puso abogados en el medio. Se decidió un divorcio y se estipuló que él le devolvería la dote en cuotas. Indignado, él se rehusó a pagar un peso, pero tuvo un último gesto gentil al pedirle a su abogado que le mandara a Renée varios barriles del excelente aceite de oliva de La Coste, el sabor de tiempos más felices.
Encontrándose sin refugio sentimental -.su bella cuñada Anne Prospere había muerto de viruela a los 29 años–, Sade halló consuelo en una actriz 20 años menor y dedicó sus años maduros a publicar sus obras. Fue otro mal paso: en 1801 Napoleón, horrorizado por el éxito en ventas de tan escandalosas novelas, ordenó que el marqués fuera encerrado en el Asilo de Locos de Chareton con el cargo de “demencia libertina”. Chareton había sido un convento y tenía fama de ser una institución modelo. Había sido creada por François Simonet de Coulmier, un ex sacerdote que se ufanaba de curar a los enfermos mentales con sistemas psicológicos tan modernos como inmersiones sedantes en agua helada, sangrías, purgas y chalecos de fuerza.
La familia del marqués tuvo que pagar 3000 libras al año para que Donatien tuviera el privilegio de tener su celda decorada con objetos preciados y una biblioteca propia de 250 libros. Pero él no dejaba de escribir. Su esposa Renée murió en 1810, recluida del mundo en el convento, sin volver a ver jamás a Donatien. El marqués murió en 1814, a los 64 años, dentro de Chareton, donde solía pagar los servicios sexuales de una lavandera y prostituta de la prisión (encarnada en el film por una virginal Kate Winslet). Allí mostraba sus obras al perturbado monje Abbe de Coulmier (Joaquin Phoenix, ex Gladiador) y se empeñaba en demostrarle al enviado de Napoleón, el Dr. Royer-Collard (un perverso Michael Caine) que nadie podría enderezar su retorcida pluma, porque él mismo afirmaba que “la humanidad no está capacitada para decidir qué está bien y qué está mal.”
La escritura fue su único refugio hasta último momento. Esto es lo que revela el film mostrando un Marqués de Sade –encarnado por el actor Geoffrey Rush– brillante, perverso, transparente en su descarnada honestidad, pidiendo plumas de ganso para poder seguir su obra. La actriz australiana Jane Menelaus (esposa de Rush en la vida real) personifica a una Renée Pelagie que sólo quiere que su marido se regenere para poder reinsertarse en la sociedad parisina.
Sade sufrió la censura más larga de la historia: sus libros fueron sacados de circulación y prohibidos en Francia hasta el año 1960, en que se reeditaron con ediciones sumamente recortadas. Hasta el día de hoy, la literatura más revulsiva de la historia no tiene cabida en librerías ni bibliotecas y las reediciones son raras. Todo lo que se hable en torno de un hombre que les escapó a todas las convenciones sociales sigue siendo tan polémico como en la época de Luis XVI. Algunos lo trataron de ser brillante y revolucionario. Simone de Beauvoir dijo que era un hombre impotente que llegó a cualquier extremo con tal de obtener una dificultosa erección. El mismo en sus escritos contaba que sus orgasmos eran dolorosos y casi epilépticos.
La obra teatral que dio origen al film fue satírica y ácidamente divertida. La versión de Kaufman es más oscura y opresiva, como suele suceder con las obras teatrales llevadas al celuloide. Pero tal vez logre lo que se propuso el autor: demostrar que lo que queda es arte, “esa jaula tan segura y adecuada para encerrar a la bestia que llevamos dentro”.
Más allá de los logros del film, prueba otra vez lo que Sade quiso probar: al arte no se lo puede callar.

 

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