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Oh
Por Juan Gelman

Dicen testigos que Samuel Beckett solía cantar lieder para sí de manera conmovedora, contraviniendo su imagen de escritor supervanguardista y frío, absolutamente intelectual y habitante de sombras. Y no sólo: en sus últimos textos son frecuentes los ecos o los injertos mínimos de letras de esas canciones del romanticismo alemán que recogen ámbitos crepusculares, amores recoletos, plegarias de finalidad incierta y de pronto se detienen en una flor o un pájaro. El Nobel de Literatura 1969 confesó que a veces escribía “como quien recuerda cálidamente” y Adam Piette habló del pathos abierto y desnudo de la obra del irlandés. Su famosísima pieza teatral Esperando a Godot nació de la contemplación de una pintura de Caspar Friedrich, otro romántico alemán cuyos grandes paisajes están cargados de soledad existencial. La afinidad con esos mundos del autor de Molloy tal vez radicaba en un sentimiento de desolación con piedad para los desolados.
Beckett padeció otros equívocos. Algunos críticos encuentran parentesco entre su escritura “sin énfasis ni coloración” y la música atonal de un Schoenberg que, en cambio, no carece de espasmos expresionistas y conforma un estilo que Pierre Boulez calificó de “declamatorio y algo reminiscente de Sarah Bernhardt”. Beckett y Schoenberg abrevaron de modo diverso en el romanticismo alemán del siglo XIX, para el que la música debía estimular la sed de absoluto. Seca esa fuente metafísica en el XX, Schoenberg convirtió la ausencia de absoluto en un nuevo absoluto que escribía Vacío y Nada, como Dios, con mayúscula. Beckett, más modesto, escrutó la casi-nada, la cotidianidad de la falta, muy lejos de las vehemencias del músico.
“Moisés y Arón”, la ópera inconclusa de Schoenberg, propone una parábola de las relaciones entre las palabras y la música. Moisés no puede cantar, habla con Dios en recitado; Arón, portavoz del profeta, sólo puede cantar cuando se dirige al pueblo. El habla y la música se necesitan la una a la otra, pero son inconciliables. Al final del segundo acto, donde la obra fue abandonada, Moisés rompe las Tablas de la Ley e impetra “la palabra, tú, palabra, que me faltas”, una convocación enorme, casi cósmica. En Mal visto, mal dicho, Beckett ofrece una búsqueda no tan solemne, pero igualmente ardua: “¿Qué es la palabra? –pregunta– ¿Cuál es la palabra equivocada?”. Es el mismo interrogante que Ludwig Wittgenstein formula en sus Investigaciones filosóficas: “¿Cómo encuentro la palabra ‘apropiada’? ¿Cómo elijo entre las palabras?... Finalmente, llega una palabra. ‘¡Esta es!’. A veces puedo decir por qué. He aquí lo que sucede con el buscar y el encontrar ... (Pregúntate: ‘¿qué pasaría si los seres humanos nunca hallaran la palabra que tienen en la punta de la lengua?`)”.
Además de las diferencias de temperamento artístico, entre las concepciones y obsesiones de Beckett y Schoenberg impera la distancia que va de la palabra objeto de habla a la palabra en el canto. ¿Son verdaderamente inconciliables o su disparidad pasa por otro lugar? Boulez encaró el problema con cierta brutalidad en dos ensayos, Poesía –centro y ausencia– Música y Sonido, palabra, síntesis. Apunta: “El habla es necesariamente silábica y tiene intervalos no definidos, mientras que la vocalización es necesariamente no silábica y obedece a una estricta jerarquía de intervalos... El mero hecho de la emisión verbal hace que el tiempo verbal sea diferente del tiempo musical, son dos fenómenos separados, capaces a lo sumo de imitarse mutuamente. Se encuentran como cuerpos extraños: la mezcla es sólo física; son percibidos en dos planos distintos... El canto entraña la transferencia de las sonoridades de un poema a intervalos musicales dentro de un sistema de ritmos, y tanto esos intervalos como esos ritmos son fundamentalmente diferentes de los que caracterizan al habla: no se trata de realzar el poderío de un poema sino, para decirlo claro, de hacerlo pedazos”.
Lo mismo aducen varios autores de música contemporánea que han recurrido a textos de Beckett. El alemán Hans Hollinger admitió que había tomado una obra del escritor “como pretexto (de una composición) y terminé destruyéndola completamente”. El francés Jean-Yves Brosseur indagó: “¿Cómo se puede comenzar un proceso musical en relación con un texto de Samuel Beckett sin despojarlo de su desnudez y sin violar su pureza esencial?”. El italiano Giácomo Manzoni comprobó “más o menos conscientemente que quizás estaba violentando el trabajo de Beckett”. El compositor Earl Kim parte de una posición contraria: “Me identifico plenamente –dijo– con la belleza y el virtuosismo del lenguaje de Beckett, en el cual cada detalle está reducido al máximo”.
No se registra una expresión más manifiesta de incomprensión de la diferencia que existe entre el habla y el canto que la acuñada por Philip Glass. Deseaba convertir en ópera una novela de Doris Lessing y cuando ésta le preguntó por qué quería hacerlo, el músico respondió: “Bueno, musicalmente puedo decir cosas que las palabras no pueden decir”. La Lessing dijo “Oh”. Y sólo Glass pudo creer que la escritora británica estaba de acuerdo con esa explicación.

 

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