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VERANO | 12
Parte de la religión (2)

Rocker controlado por la Iglesia en la extraña Privilege (1967).

Por Rodrigo Fresán

Resulta paradójico –pero no tanto– que toda la ciencia-ficción y su a dónde vamos no sea nada más que el espejo en el que se refleja una pulsión mucho más primitiva y eternamente pretérita: ¿de dónde venimos? La idea, claro, es buscar a Dios –el Gran Extraterrestre Original, el Alien Definitivo que todo lo define– y, de ser posible, encontrarlo. Por el camino aparecen entonces todos esos científicos locos que parten de Frankenstein, se continúan en Jeckyll y van a dar a Moreau que no son más que variaciones humanas –y por lo tanto erróneas, imperfectas– de aquel padre que alguna vez nos consideró su proyecto más entretenido y prometedor para, enseguida, pasar a otro tema muy lejano y lejos de aquí.
De ahí que –hijos de un padre científico y cada vez más aparentemente ficticio– el género no deje de invocarlo una y otra vez desde sus catedrales. Así, sagas de varios tomos sobre la construcción de mesías alternativos (el Dune de Frank Hebert, los Libros del Sol Nuevo de Gene Wolfe, o los viajes a Hyperion de Dan Simmons tal vez sean los ejemplos más célebres) se funden sin problemas con las paranoicas especulaciones cosmo-ácido-teológicas del último Philip K. Dick quien creía en Valis, un Dios doble y amnésico que, por lo tanto, se había olvidado de ser Dios y vivía esclavizado por su propio “Artefacto” encarnado en Richard Nixon. La Tierra, por supuesto, es el Infierno y Cristo fue una “micro-forma” de perfección enviada a nuestro universo imperfecto para curarlo. Algo salió mal. Pasen al fondo, hay lugar para todos.
El señor de la luz de Roger Zelazny –publicada en el psicodélico y oriental año de 1967– es una curiosa combinación de ambas vertientes: en un planeta lejano, los dioses caminan con la gracia de hombres sin por eso renunciar a poderes divinos. Sus nombres incluyen a los de Brahma, Kali, Krishna y un tal Buda que prefiere que le digan, simplemente, “Sam”. ¿Quiénes son? ¿Son humanos que, valiéndose de alta tecnología, decidieron representar a dioses exóticos? Mientras tanto y hasta entonces los especialistas en la antimateria predicen para los próximos años un cada vez más creciente interés en el estudio de la Cábala y el Taoísmo, un considerable avance del Islam (mayores índices de natalidad por esos lados y una más profunda disciplina a la hora de adorar) y una inevitable crisis de catolicismo ante los cada vez más divinos avances científicos. Se impondrá la costumbre de viajes espirituales a diferentes santuarios olvidando la cita dominguera y abundarán las religiones de diseño estilo New Age y a medida: cada cual, cada cual, atiende a su dios. Y –no es chiste– por teléfono.

 


 

El señor de la luz

William Hurt, científico mesiánico, en Altered States (1980).


Por Roger Zelazny

Los prosélitos lo llamaban Mahasamatman y decían que era un dios. Sin embargo, optó por dejar de lado el Maha- y el -atman y llamarse Sam. Nunca dijo ser un dios. Pero nunca negó ser un dios. Dadas las circunstancias, admitir cualquiera de las dos cosas no hubiera traído ningún beneficio. Sí, en cambio, lo traía el silencio.
Lo envolvía, pues, un aura de misterio.
Fue en la estación de las lluvias...
Fue en la época en que arrecian las aguas...
Fue en la temporada de las lluvias cuando las oraciones de los monjes se elevaron, no mediante la pulsación de nudosas cuerdas o la rotación de las ruedas, sino mediante la gran máquina de orar del monasterio de Ratri, diosa de la Noche.
Las plegarias de alta frecuencia penetraron y sobrepasaron la atmósfera hasta internarse en esa nube dorada llamada el Puente de los Dioses, que ciñe el mundo entero, y sólo se ve por las noches como un arco iris de bronce: el sitio donde el sol cambia de rojo a naranja al mediodía.
Algunos monjes no creían que esta técnica oratoria fuera muy ortodoxa, pero el constructor y operador de la máquina era Yama-Dharma, caído de la Ciudad Celestial, quien, según se decía, hacía siglos había construido el carro de trueno del Señor Shiva, ese artefacto que volaba por el cielo vomitando estelas de llamas.
Aunque estaba en desgracia, Yama aún era juzgado el más poderoso de los artífices, si bien era indudable que los Dioses de la Ciudad lo condenarían a la muerte verdadera si se enteraban de la existencia de la máquina de orar. Por otra parte, era indudable que los Dioses de la Ciudad lo condenarían igualmente a la muerte verdadera sin la excusa de la máquina de orar, en el caso de que llegaran a apoderarse de él. A Yama, en última instancia, le incumbía arreglar ese asunto con los Señores del Karma, pero nadie dudaba de que llegada la hora encontraría una salida. Tenía la mitad de años que la Ciudad Celestial, y no pasaban de diez los dioses que recordaban la fundación de esa morada. Se sabía que Yama conocía las modalidades del Fuego Universal aún mejor que el Señor Kubera. Pero estos eran Atributos menores.
Se lo conocía sobre todo por otra cosa, aunque pocos hombres la mencionaban. Alto pero no en exceso, corpulento pero no pesado, se movía con lentitud y fluidez. Vestía de rojo y hablaba poco.
Atendía la máquina de orar, mientras el gigantesco loto metálico que había erigido en la cima del techo del monasterio daba vueltas y vueltas.
Un leve aguacero bañaba el edificio, el loto y la jungla al pie de las montañas. Hacía seis días que emitía kilovatios de plegarias, pero la estática impedía que lo escucharan en Las Alturas. Ya sin aliento, llamó a las deidades más notables de la fertilidad eléctrica, invocándolas por sus Atributos más prominentes.
El rumor del trueno fue la única respuesta, y el pequeño mono que lo ayudaba ahogó una carcajada.
–Tanto tus plegarias como tus maldiciones, oh Señor Yama, alcanzan el mismo resultado –comentó el mono–. Es decir, ninguno.
–¿Y te llevó diecisiete encarnaciones llegar a esa verdad? –dijo Yama-. Ahora entiendo por qué eres todavía un mono.
–De ningún modo –dijo el mono, que se llamaba Tak–. En mi caída, menos espectacular que la tuya, hubo cierta malicia personal de parte...
–¡Basta! –dijo Yama, volviéndole la espalda.
Tak advirtió que quizás había puesto el dedo en la llaga. En busca de otro tema de conversación, fue a la ventana, se encaramó sobre el vasto antepecho y observó el cielo.
–Hay una hendidura en las nubes, hacia el oeste.
Yama se acercó, miró adonde le indicaban, frunció las cejas y asintió.
–Sí –dijo–. Quédate donde estás y avísame.
Se acercó a una consola de controles.
El loto metálico dejó de girar y enfrentó el retazo de cielo desnudo. –Muy bien –dijo Yama–. Tenemos algún contacto.
Recorrió con la mano otro panel, movió una serie de interruptores, ajustó un par de perillas.
Abajo, en los cavernosos sótanos del monasterio, recibieron la señal y prepararon a la anfitriona.
–¡Las nubes vuelven a cerrarse! –gritó Tak.
–Ahora no importa –dijo el otro–. Ya lo pescamos. Ahí viene, del Nirvana al loto.
Restallaron más truenos, y la lluvia azotó el loto como granizo. Unos siseantes relámpagos azules serpearon sobre la cima de los montes.
Yama cerró un circuito.
–¿Cómo le caerá tener que usar otra vez un cuerpo? –preguntó Tak.
–¿Por qué no te vas a pelar plátanos con los pies?
Tak entendió que lo despedían y abandonó la cámara, mientras Yama tapaba la máquina. Enfiló por un corredor y descendió por una amplia escalera. Cuando llegó al rellano, oyó un rumor de voces y un susurro de sandalias que se acercaban desde una sala lateral.
Sin vacilar se trepó a la pared, aferrándose a una serie de panteras talladas y a una fila de elefantes. Se montó a una viga y aguardó, inmóvil, oculto en un cono de sombra.
Dos monjes con túnica oscura entraron por la galería.
–¿Por qué ella no puede despejarles el cielo? –dijo el primero.
El otro, un hombre de más edad y más corpulento, se encogió de hombros.
–No soy un sabio que pueda responder a esas preguntas. Es obvio que ella se siente inquieta, si no nunca les habría cedido este santuario, ni habría admitido la intervención de Yama. ¿Pero quién conoce los límites de la noche?
–O los caprichos de una mujer –dijo el primero–. Oí que ni los sacerdotes sabían que venía.
–Es posible. En cualquier caso, parece un buen augurio.
–Así parece.
Se internaron en otra galería y Tak prestó atención al ruido de los pasos, que se perdieron a lo lejos.
Tak no se movió.
Era indudable que los monjes no podían aludir sino a la mismísima diosa Ratri, adorada por la orden que había ofrecido refugio a los fieles de Sam, el del Alma Grande, el Iluminado. Ahora había que incluirla a Ratri también entre los caídos de la Ciudad Celestial que llevaban un cuerpo mortal. La diosa tenía buenas razones para lamentar esta situación, y Tak cobró conciencia del riesgo que corría dando refugio a los fieles y sobre todo presentándose físicamente durante la operación. La diosa jamás recobraría el sitial perdido si esto se difundía y ciertas personas se enteraban. Tak recordó la belleza morena de ojos de plata que en otro tiempo cruzaba la Avenida del Cielo en un carro lunar de cromo y marfil, tirado por corceles negros y blancos y conducido por un auriga también negro y blanco, rivalizando en esplendor con la misma Saravasti. El mono sintió que el corazón le daba un brinco dentro del pecho velludo. Tenía que volver a verla. Una noche, hacía mucho tiempo, en una época más feliz y con una forma más aceptable, había bailado con la diosa en un balcón bajo las estrellas. Sólo había sido un momento. Pero Tak lo recordaba, y no es fácil ser un mono y tener un recuerdo semejante.
Bajó de la viga.
Había una torre, una torre alta que se elevaba en la esquina nordeste del monasterio. Dentro de la torre había una cámara, y se decía que allí moraba la diosa. Todos los días limpiaban la cámara, cambiaban las sábanas, quemaban incienso y depositaban dentro una ofrenda votiva al lado de la puerta. Esa puerta estaba habitualmente cerrada con llave.
La cámara, por supuesto, tenía ventanas. ¿Podría entrar un hombre por alguna de ellas? Era una pregunta académica. Un mono podía, según lo demostró Tak. Trepándose al techo del monasterio, se puso a escalar la torre, saltando entre resbaladizos ladrillos, entre salientes e irregularidades, mientras arriba el cielo gruñía como un perro, hasta que al fin se aferró a la pared bajo el antepecho de una ventana. La lluvia continuaba. Oyó el canto de un pájaro dentro del cuarto. Vio el extremo de una bufanda azul y mojada que colgaba del antepecho.
Tomándose del alféizar, se alzó hasta que pudo mirar adentro.
La diosa estaba de espaldas a la ventana. Vestía un sari azul oscuro y se había sentado en un banco pequeño, en el extremo opuesto de la habitación.
Tak se trepó al antepecho y carraspeó.
La diosa se volvió rápidamente. Un velo le ocultaba el rostro, desdibujándole las facciones. Miró a Tak a través del velo, y luego se incorporó y atravesó la cámara.
Tak estaba azorado. La silueta de la diosa, antes espigada, era ahora ancha de cintura; el andar, antes una rama en la brisa, era ahora un anadeo; la tez parecía demasiado oscura; los perfiles de la nariz y el mentón eran demasiado prominentes, aun a través del velo.
Tak meneó la cabeza.
–Y así te has acercado a nosotros, y con tu venida hemos vuelto al hogar –cantó Tak– como las aves vuelven al nido en el árbol.
Ella esperó de pie, erguida como su propia estatua en la sala principal de abajo.
–Guárdanos de la loba y el lobo, y guárdanos del ladrón, oh Noche, y que así nuestro tránsito no conozca dificultades.
Ella extendió el brazo lentamente y apoyó la mano en la cabeza del mono.
–Cuenta con mi bendición, pequeño –dijo al cabo de un instante–. Lo lamento, pero no puedo darte más. No puedo ofrecer protección ni conceder belleza, pues yo misma carezco de esos lujos. ¿Cómo te llamas?
–Tak –dijo el mono.
La diosa se llevó la mano a la frente.
–Una vez conocí a alguien llamado Tak, en otro tiempo, en otro sitio...
–Yo soy ese Tak, señora.
La diosa se sentó en el antepecho. Al rato, Tak advirtió que estaba llorando, debajo del velo.
–No llores, diosa. Aquí lo tienes a Tak. ¿Te acuerdas de Tak, el de los Archivos? ¿El de la Lanza Brillante? Aquí está, todavía dispuesto a hacer lo que tú desees.
–Tak... –dijo ella–. ¡Oh, Tak! ¿También tú? ¡No lo sabía! No me enteré...
–Una nueva vuelta de la fortuna, señora, y quién sabe. Acaso las cosas sean un día aun mejores que antes.
La diosa se encogió de hombros. El tendió la mano y la retiró.
La diosa se volvió y tomó la mano de Tak.
Pasó mucho tiempo, y ella dijo:
–El curso normal de los acontecimientos no nos devolverá nuestra posición ni resolverá el problema, oh Tak de la Lanza Brillante. Tendremos que abrirnos paso por nuestros propios medios.
–¿A qué te refieres? –preguntó él–. ¿A Sam?
La diosa asintió.
–El es el indicado. Es nuestra única esperanza contra el Cielo, querido Tak. Si responde a nuestro llamado, quizá volvamos a vivir.
–¿Por eso te arriesgas, por eso te metes en la mandíbula del tigre?
–¿Por qué otra razón? Cuando no hay esperanzas verdaderas, tenemos que acuñar esperanzas falsas. La moneda falsa a veces circula bien.
–¿Falsa? ¿Tú no crees que él fue el Buddha?
La diosa se rió, apenas.
–Sam fue el mayor charlatán de toda la historia, entre los dioses y entre los hombres. Es cierto también que Trimurti no conoció enemigo más digno. ¡No te asombres tanto de lo que digo, Archivista! Sabes que la tela de la doctrina, el sendero y el fin del sendero, toda la vestidura, fue robada de fuentes prehistóricas vedadas. Era un arma, nada más. Parecía fuerte sobre todo porque no era sincero. Si pudiéramos hacerlo volver...
–Señora, santo o charlatán, ha vuelto.
–No bromees conmigo, Tak.
–Diosa y Señora, acabo de dejar al Señor Yama, quien cerró la máquina de orar con el ceño fruncido, como cada vez que triunfa.
–Nos enfrentábamos a azares tan poderosos... El Señor Agni dijo una vez que eso no era posible.
Tak se irguió.
–Diosa Ratri –declaró–, ¿quién, hombre o dios, o criatura intermedia, sabe más al respecto que Yama?
–No tengo ninguna respuesta, Tak, pues no hay respuesta. ¿Pero cómo puedes estar tan seguro de que atrapó en su red a nuestro pez?
–Porque es Yama.
–Entonces dame el brazo, Tak. Vuelve a escoltarme como aquella otra vez. Contemplemos al Boddhisattva mientras duerme.
Conducida por Tak, la diosa salió del cuarto, bajó las escaleras y entró en las cámaras subterráneas.

La luz, no la luz de las antorchas sino la luz de los generadores de Yama, inundaba la caverna. Tres biombos protegían tres lados del lecho, erguido sobre una tarima. Casi toda la maquinaria estaba enmascarada por biombos y cortinados. Los monjes de túnica azafrán caminaban en silencio por la vasta habitación. Yama, artífice maestro, estaba junto al lecho.
Cuando ella y Tak se acercaron, algunos de los monjes, tan disciplinados, tan imperturbables, sofocaron unas breves exclamaciones. Tak se volvió a la mujer que lo acompañaba, sintió que le faltaba el aire, y retrocedió un paso.
La mujer ya no era la matrona pequeña y rechoncha con quien había hablado. Tak volvió a encontrarse junto a la Noche inmortal, de quien estaba escrito: La diosa ha colmado las vastas profundidades del espacio. El esplendor de la diosa aparta las tinieblas.
La miró un momento y se cubrió los ojos, pues la diosa mostraba aún una huella de aquel Aspecto distante.
–Diosa... –comenzó Tak.
–Acerquémonos –ordenó ella–. Está por despertar.
Avanzaron hacia el lecho.
Y en ese instante se produjo el despertar (que más tarde sería retratado en los murales de innumerables pasadizos, tallado en los muros de los Templos y pintado en los cielos rasos de múltiples palacios) de quien es conocido por los nombres de Mahasamatman, Kalkin, Manjusri, Siddharta, Tathagatha, Sujetador de Demonios, Maitreya el Iluminado, Buddha y Sam. A la izquierda estaba la diosa de la Noche; a la derecha se erguía la Muerte; Tak, el mono, se encorvaba al pie del lecho, eterno comentario sobre la coexistencia de lo animal y lo divino.
El Señor de la Luz era de cuerpo regular, tez olivácea y altura y edad medianas; tenía rasgos proporcionados y comunes; abrió los párpados, y los ojos eran oscuros.
–¡Salve, Señor de la Luz!
Fue Ratri quien pronunció estas palabras.
Los ojos oscuros parpadearon sin fijarse en un punto. Nada se movía en la cámara.
–¡Salve, Mahasamatman... Buddha! –dijo Yama.
Los ojos oscuros se fijaron sin ver.
–Qué tal, Sam –dijo Tak.
La frente se contrajo, los ojos se movieron, miraron a Tak, se volvieron a los otros.
–¿Dónde...? –preguntó en un susurro.
–En mi monasterio –respondió Ratri. El Señor de la Luz contempló inexpresivamente la belleza de la diosa.
Luego cerró los ojos y apretó los párpados. Se le arrugó la cara. Una mueca de dolor le convirtió la boca en un arco tendido, apuntando con las flechas de los dientes.
–¿Eres en verdad aquel que hemos nombrado? –preguntó Yama.
No hubo respuesta.
–¿Eres aquel que detuvo al ejército del Cielo en las márgenes del Vedra?
La boca se aflojó.
–¿Eres aquel que amó a la diosa de la Muerte?
Los ojos centellaron. Los labios ensayaron una débil sonrisa.
–Es él –dijo Yama. Y luego–: ¿Quién eres, hombre?
–¿Yo? Yo no soy nada –respondió el otro–. Una hoja apresada por un torbellino, quizás. Una pluma en el viento...
–Qué lástima –dijo Yama–, pues ya hay bastantes hojas y plumas en el mundo como para que yo me haya afanado tanto sólo para acrecentar su número. Yo necesitaba a un hombre, uno que pudiese continuar la guerra que interrumpió su ausencia... un hombre poderoso, tan poderoso como para oponerse a la voluntad de los dioses. Pensé que eras ese hombre.
–Yo soy... –El Señor de la Luz volvió a mirar alrededor.– Sam. Yo soy Sam. Una vez... hace mucho tiempo... quizá luché. Muchas veces...
–Eras Sam, el del Alma Grande, el Bu ddha. ¿Lo recuerdas?
–Puede que sí... –Sus ojos se encendieron con un débil resplandor.– Sí –dijo Sam–. Sí, claro que sí. El más humilde de los soberbios, el más soberbio de los humildes. Luché. Durante un tiempo, prediqué el Camino. Volví a luchar, volví a predicar, fui político, mago, envenenador... Libré una gran batalla, tan atroz que hasta el sol se ocultó para no contemplar esa carnicería... con hombres y dioses, con animales y demonios, con espíritus de la tierra y del aire, del fuego y del agua, con sagartos y caballos, carros y espadas...
–Y perdiste –dijo Yama.
–Es cierto, perdimos. Pero logramos impresionarlos, ¿no es así? Tú, dios de la muerte, fuiste mi auriga. Ahora lo recuerdo todo. Nos tomaron prisioneros y los Señores del Karma iban a juzgarnos. Tú escapaste mediante la muerte voluntaria y el Camino de la Rueda Negra. Yo no pude.
–Correcto. Tu pasado fue expuesto ante los Señores del Karma. Fuiste juzgado. –Yama observó a los monjes, que ahora estaban sentados en el suelo, con la cabeza inclinada, y bajó la voz.– Someterte a la muerte verdadera te habría convertido en mártir. Permitirte estar en el mundo, bajo una forma cualquiera, hubiera abierto las puertas a tu regreso. De modo que, así como tú te apoderaste de las enseñanzas del Gautama de otro tiempo y lugar, ellos se apoderaron de la historia de los últimos días de ese Gautama entre los hombres. Te juzgaron digno del Nirvana. No te proyectaron a otro cuerpo, sino a la gran nube magnética que circunda este mundo. Eso sucedió hace cosa de medio siglo. Oficialmente hoy eres un avatar de Vishnu, cuyas prédicas fueron mal interpretadas por algunos prosélitos demasiado fervorosos. Personalmente, continuaste existiendo como longitudes de onda que se perpetuaban a sí mismas y que yo logré capturar.
Sam cerró los ojos.
–¿Y te atreviste a traerme de vuelta?
–Correcto.
–Siempre conocí mi situación.
–Lo sospechaba.
Sam le echó una mirada fulminante.
–¿Y pese a todo te atreviste a sacarme de allí?
–Sí.
Sam meneó la cabeza.
–En verdad mereces que te llamen el dios de la muerte, Yama-Dharma. Me has arrancado a la experiencia última. Quebraste sobre la piedra negra de tu voluntad aquello que está más allá de toda comprensión y todo mortal esplendor. ¿No pudiste dejarme como estaba, en el océano del ser?
–Hay un mundo que requiere tu humildad, tu piedad, tu sublime enseñanza, y tu astucia.
–Estoy viejo, Yama –dijo Sam–. En este mundo, soy tan viejo como el hombre. Fui uno de los Primeros, lo sabes. Uno de los primeros que vinieron a fundar y construir. Los demás, están todos muertos, o son dioses... dei ex machinis... También tuve la oportunidad, pero no quise aprovecharla. Muchas veces. Nunca quise ser un dios, Yama. De veras. Sólo después, sólo cuando vi lo que estaban haciendo, traté de desarrollar otros poderes. Pero ya era tarde. Eran demasiado fuertes. Ahora lo único que quiero es dormir el sueño de los siglos, volver al Gran Reposo, la beatitud perpetua, escuchar el cántico de las estrellas a orillas del océano inconmensurable.
Ratri se inclinó hacia él y lo miró a los ojos.
–Te necesitamos, Sam –le dijo.
–Ya sé, ya sé –dijo él–. Es el eterno retorno de la misma anécdota. El caballo es voluntarioso, así que azúzalo un poco más.
Pero sonreía al decirlo, y ella le besó la frente.
Tak dio un brinco en el aire y rebotó en la cama.
–El regocijo de la humanidad –observó el Buddha.
Yama le alcanzó un manto y Ratri le trajo unas pantuflas.

Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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