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el Kiosco de Página/12

Desgracias
Por Juan Gelman

Hart Crane recaló en México hace 70 años con una beca Guggenheim y el proyecto de escribir un poema épico sobre el país que visitaba, como ya lo había hecho sobre el suyo. Tenía 32 de edad, era autor de algunos de los textos más bellos de la poesía estadounidense del siglo XX y en “Purgatorio”, que dejó inconcluso, exploró costados de su alejamiento de Ohio, donde nació, y de Nueva York, donde vivió: “Mi país, oh mi país, mis amigos/–estoy separado– aquí de ustedes en una tierra/donde toda vuestra lumbre alumbra –rostros– destello de salivas/como algo abandonado, desamparado –aquí estoy/y estas estrellas están –la alta meseta– los rastros/del Edén –y el árbol peligroso– ¿son el paisaje de la confesión?– y si confesión, ¿también absolución?”. Su purgatorio, sin embargo, no fue “como el construido por el Dante,/más bien una manta que un edredón”.
Crane aceptaba que T. S. Eliot, compatriota expatriado, lo había influido más que cualquier otro poeta moderno, pero criticaba su pesimismo cultural. “Es (Eliot) un callejón sin salida –escribió en 1922 a ese otro gran poeta que fue Alan Tate–, pero curiosamente puede ser utilizado para dirigirnos a otras posiciones y a ‘nuevas pasturas’”. Creía fervientemente en el futuro luminoso de Estados Unidos y en “El puente”, que escribió y reescribió en la segunda mitad de la década de 1920, plasmó algo de “la fusión mística” con que quiso reunir en un todo las energías conflictivas del mito y la historia, el arte y los negocios, el pasado y el presente, lo lírico y lo épico. Esa voluntad optimista tropezó con dos obstáculos insalvables: la realidad y él mismo.
La gran depresión yanqui que estalló en 1929, con su secuela de desocupación, miseria y suicidios en cadena, sacudió cruelmente la confianza de Crane en el porvenir que imaginaba para la nación, confianza que Tate calificó de romanticismo descaminado y peligroso. Por otra parte, el intenso lirismo de “El puente” muestra a un autor que abarca el mundo real desde lo efímero, como experiencia que trasciende cualquier contexto o juicio previo. Así, y a pesar de Crane, el Puente de Brooklyn –fuente del poema– funciona menos como símbolo de pugnas trascendentales que como umbral de una variedad de lenguajes diferentes: “la promesa del profeta,/el rezo del paria y el llanto del amante”. El puente no despierta en Crane “el narcisismo supino” del que acusaba a Eliot, sino “una ceguera alerta” a lo inmediato y lo único: “Conté los ecos que se reúnen, uno por uno,/buscando, manoseando la noche sobre los malecones”.
Crane no concretó el proyecto que lo había llevado fuera de Estados Unidos. Bebía sin tregua. La muy notable narradora Katherine Anne Porter, en cuya casa se alojó temporalmente al llegar a México, describió las desesperadas y desesperantes borracheras de Crane: “Su voz era intolerable en estas situaciones; un aullido constante, áspero, inhumano, que aturdía los oídos, zamarreaba los nervios y encogía el corazón. Con esa voz y con palabras tan sucias que no vale la pena repetir, maldecía por separado y por su nombre a la luna y su brillo, al heliotropo, al árbol del paraíso, a la dama de noche, al jazmín, a sus aromas. Maldecía el aire que respirábamos juntos, el estanque con dos patitos acurrucados en la orilla, las enredaderas del muro, la casa”. Maldecía, por supuesto, a la Porter también. Tal vez maldecía vicariamente a su país, en estado de derrumbe, por no cumplirle los sueños.
Y luego, colegas como Arthur Winters y el propio Tate comenzaron a rechazar la poesía de Crane y a Crane porque era homosexual. En su reseña sobre “El puente”, Winters no vaciló en afirmar que el poema falla, como la poesía de Walt Whitman, en razón de que no se apoya “en una escala completa de los valores humanos”, y así prueba “la imposibilidad de llegar a alguna parte con la inspiración whitmaniana”. Crane rechazó en carta aWinters esos “prejuicios biológicos” y defendió “la real y dolorosa ‘diferenciación de experiencia’” que el libro expresaba. Tenía razón. La fuerza de no pocos textos de “El puente” radica en la fidelidad a los particularismos. Sus momentos de mayor incandescencia son “instantes en el viento”, como dejó escrito en “La torre rota”, su último poema, creado en tierra mexicana: “Y así fue que entré en el mundo roto/para rastrear la compañía visionaria del amor, su voz/un instante en el viento (ignoro adónde se fue)/no para retener largo tiempo cada elección desesperada”.
En sus cartas desde México, Crane elogia a los amigos gay “que rompen filas”, en clara alusión a su aventura amorosa final con Peggy Cowley, y abunda en descripciones del enorme retrato que de él pintó Siqueiros. Una noche de alcohol furioso, Crane destruyó el retrato a navajazos y trató de suicidarse ingiriendo yodo. Una furia alcohólica aún más violenta le consiguió el suicidio el 27 de abril de 1932. El sobrecargo del buque “Orizaba” en que Hart y Peggy viajaban de regreso a Estados Unidos lo encerró ebrio en su camarote. De algún modo Crane se evadió y apareció en el camarote de Peggy en piyama y sobretodo. “No voy a lograrlo, querida. Caí en desgracia totalmente”, dijo. Volvió a cubierta y se arrojó al Atlántico.

 

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