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La era de Frankenstein
Por Eduardo Galeano

En su novela Un mundo feliz, Aldous Huxley había profetizado la fabricación en serie de seres humanos. En tubos de laboratorio, los embriones se desarrollarían según su futura función en la escala social, desde los alfas, destinados al mando, hasta los epsilones, producidos para la servidumbre.
Setenta años después, la biogenética nos promete, como regalo del naciente milenio, una nueva raza humana. Cambiando el código genético de las generaciones venideras, la ciencia producirá seres inteligentes, bellos, sanos y quizás inmortales, según el precio que cada familia pueda pagar.
James Watson, Premio Nobel, descubridor de la estructura del ADN y jefe del Proyecto Genoma Humano, predica el despotismo científico. Watson se niega a aceptar ningún límite a la manipulación de las células humanas reproductivas: ningún límite a la investigación, ni al negocio. Sin pelos en la lengua, proclama: “Debemos mantenernos al margen de los reglamentos y las leyes”.
Gregory Pence, que dicta cátedra de Etica Médica en la Universidad de Alabama, reivindica el derecho de los padres a elegir los hijos que tendrán, “del mismo modo que los criadores hacen cruzas buscando al perro más adecuado para una familia”.
Y el economista Lester Thurow, del Massachusetts Institute of Technology, exitoso teórico del éxito, se pregunta quién podría negarse a programar un hijo con mayor coeficiente intelectual. “Si usted no lo hace –advierte–, sus vecinos lo harán, y entonces su hijo será el más estúpido del barrio.”
Si la suerte nos acompaña, los viveros del futuro generarán superniños parecidos a estos genios. El mejoramiento de la especie ya no requerirá los hornos de gas donde Alemania purificó la raza, ni la cirugía que Estados Unidos, Suecia y otros países aplicaron para evitar que se reprodujeran los productos humanos de mala calidad. El mundo fabricará personas genéticamente modificadas, como fabrica ya alimentos genéticamente modificados.
2001, odisea del espacio: ya estamos en el 2001 y ya comemos comida química, como había anunciado, hace más de treinta años, la película de Stanley Kubrick. Ahora, los gigantes de la industria química nos dan de comer. Cuestión de siglas: después del DDT y del PCB, que por fin fueron prohibidos cuando hacía años que se sabía que daban más cáncer que felicidad, ha llegado el turno de los GM, los alimentos genéticamente modificados. Desde Estados Unidos, Argentina y Canadá, los GM invaden el mundo entero, y todos somos conejillos de Indias de estos experimentos gastronómicos de los grandes laboratorios.
En realidad, ni siquiera sabemos qué comemos. Salvo contadas excepciones, las etiquetas de los envases no nos advierten que contienen ingredientes que han sufrido la manipulación de uno o varios genes. La empresa Monsanto, la principal proveedora, no incluye el dato en sus etiquetas de origen, ni siquiera en el caso de la leche proveniente de vacas tratadas con hormonas transgénicas de crecimiento. Esas hormonas artificiales favorecen el cáncer de próstata y de seno, según varias investigaciones publicadas en The Lancet, Science, The International Journal of Health Services y otras revistas científicas, pero la Food and Drug Administration de Estados Unidos autorizó la venta de la leche sin mención en las etiquetas, porque al fin y al cabo las hormonas apresuran el crecimiento y aumentan el rendimiento y, por lo tanto, también aumentan la rentabilidad. Lo primero es lo primero, y lo primero es la salud de la economía. De todos modos, cuando Monsanto está obligada a confesar lo que vende, como en el caso de los herbicidas, la cosa no cambia mucho. Hace un par de años, la empresa tuvo que pagar una multa por “setenta y cinco menciones inexactas” en los bidones del venenoso herbicida Roundup. Le hicieron precio. Pagó tres mil dólares por cada mentira.
Algunos países se defienden, o al menos intentan defenderse. En Europa, la importación de productos de la ingeniería genética está prohibida en algunos casos y en otros está sometida a control. Desde 1998, por ejemplo, la Unión Europea exige etiquetas claras para la soja genéticamente modificada, pero se hace muy difícil llevar a la práctica esta buena intención. El rastro se pierde en las múltiples combinaciones: según Greenpeace, la soja GM está presente en el sesenta por ciento de toda la comida procesada que se ofrece en los supermercados del mundo.
En las manifestaciones ecologistas, un gran pescado alza un cartel: No se metan con mis genes. Al lado, un tomate gigante exige lo mismo. En todo el mundo se multiplican las voces de protesta. La actitud europea es un resultado de la presión de la opinión pública. Cuando los granjeros franceses incendiaron los silos llenos de maíz transgénico, por el daño notorio que hacía al ecosistema, el agitador campesino José Bové se convirtió en un héroe nacional, un nuevo Asterix que alegó, en su defensa: “Nosotros, los granjeros y los consumidores, ¿cuándo fuimos consultados sobre esto? Nunca”.
El gobierno francés, que lo había metido preso, desautorizó los cultivos del maíz inventado por la biotecnología. Algún tiempo después, la empresa norteamericana Kraft Foods devolvió millones de tortillas de maíz transgénico, marca Taco Bell, abrumada por las quejas de los consumidores que habían sufrido reacciones alérgicas. Mientras tanto, la canciller Madeleine Albright decía y repetía en Europa, según es obligación prioritaria de la diplomacia norteamericana: “No hay ninguna prueba de que los alimentos genéticamente modificados sean perjudiciales para la salud ni para el ambiente”.
Los europeos tienen muy concretos motivos para desconfiar de las piruetas tecnocráticas en la mesa del comedor. Están escamados por su reciente experiencia con las vacas locas. Mientras comían pasto o alfalfa, durante miles de años, las vacas se habían comportado con una cordura ejemplar y habían aceptado, resignadas, su destino. Así fue, hasta que el loco sistema que nos rige decidió obligarlas al canibalismo. Las vacas comieron vacas, engordaron más, brindaron a la humanidad más carne y más leche, fueron felicitadas por sus dueños y aplaudidas por el mercado –y se volvieron locas de remate–. El asunto dio origen a muchos chistes, hasta que empezó a morir gente. Un muerto, diez, veinte, cien...
En 1996, el Ministerio británico de Agricultura había informado a la población que el pienso de sangre, sebo y gelatina de origen animal era un alimento seguro para el ganado e inofensivo para la salud humana.

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