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CONTINUA EL DEBATE SOBRE LA DECADA DE LA UTOPIA
Para seguir pensando los 70

Peronismo y marxismo, fierros e ideas, perejiles y guerreros... dos posturas que siguen debatiendo cuáles fueron los errores y cuáles los valores de una década que marcó el país. Una responde a una columna anterior. La otra, arriesga conclusiones.

RAFAEL A. BIELSA.
Teoría del cadáver de la Nación

La interpretación del 17 de octubre del ‘45 que en su momento hizo el diario Orientación se hacina en la caricatura de su portada: subidos sobre la caja de un camión lleno de delincuentes, un individuo con antifaz y gorra a cuadros (que se suponía era el general Perón), junto a una corista de pollera con tajo y medias caladas (que representaba a Evita) hacían molinetes con una caña de pescar en cuyo anzuelo habían encarnado una salchicha, que le metían en la boca a un obrero (el “cabecita negra”) con los ojos vendados.
Pero si ésa era la historia que escribían los que creían que iban a ganar, eso quería decir que había otra historia. Con infinita piedad, con recogimiento luctuoso, el poeta Néstor Perlongher compondría más tarde “El cadáver”: “entre cervatillos de ojos pringosos y anhelantes / agazapados en las chapas, torvos / dulces en su melosidad de peronistas”; así describe la marcha de la cureña con el cadáver de Eva, con dos millones de personas detrás a paso acongojado.
Me propongo contestar “Masas y teoría revolucionaria”, el escrito de Mariano Ciafardini aparecido el domingo 4 de febrero. La nota es original y es buena; eso sí, la parte buena no es original, y la original no es buena. Por ello, resulta fundamental preguntarse: ¿cuál es el debate? Como simple criterio ordenador, propongo dividir la exposición en “confusiones”, “anacronismos” y “descalificaciones”.
Acierta Ciafardini cuando afirma que el peronismo no era marxista. Tampoco Emiliano Zapata era marxista, ni peronista siquiera, lo que no le impidió ser un revolucionario y hacer la reforma agraria. Se confunde, luego, cuando fija dicho requisito para movilizar la acción de las masas.
Marxista, eso sí, fue el régimen que permitió los gulags donde se exterminaron millones de azerbaijanos, estonios y lituanos. Comunista, el régimen que en la plaza Tiananmen de Beijing masacró a líderes opositores y estudiantes, sin que hasta hoy se les haya oído una sola autocrítica, como sí se la hicieron respecto del pase a la clandestinidad del año ‘75 los “disparados al infinito” (al decir de Ciaffardini) jefes montoneros Firmenich y Perdía.
Esto no niega las virtudes de las revoluciones rusa y china, sino que habla de sus desnaturalizaciones –porque no hay laboratorios para probar la historia– y reafirma que el carácter de peronistas no les quitaba a los proletarios argentinos su condición de “masa”, ni su posibilidad de ser sujeto histórico de la transformación.
También acierta cuando cita que la cabeza de la emancipación es la filosofía y su corazón, el proletariado. Salvo que no hay contradicción entre esa afirmación y la actitud del pueblo peronista, que resistió armado la sucesión de gobiernos democráticos proscriptivos y gobiernos militares que lo reprimían, y proscribían al radicalismo, el otro gran partido mayoritario de la Argentina. Bella cita, pero a los efectos para los que fue utilizada, como dijera Osvaldo Lamborghini, emite “un brillo de fraude y neón”.
Finalmente, Ciafardini confunde las cuentas. Efectivamente, la clase obrera era peronista, mal que le pese; no hay mejor prueba que recordar que la izquierda que se sumó a la insurgencia peronista (las FAR de Olmedo por excelencia) lo hizo precisamente buscando al proletariado. En la elección del 11 de mayo de 1973, Cámpora-Solano Lima sacaron el 49.53 por ciento de los votos. Los candidatos del radicalismo (Balbín-Gammond), el 21.29 por ciento; los de la Alianza Popular Federalista (Manrique-Martínez Raymonda), el 14.91 por ciento, y los de la Alianza Popular Revolucionaria (Alende-Sueldo), el 7.43 por ciento. En las del 23 de setiembre, el peronismo (Juan Perón) sacó el 61,86 por ciento; el radicalismo (Balbín) el 24,42 por ciento, y la Alianza Popular (Manrique) el 12,20 porciento. Suscribir que el voto de las fuerzas minoritarias tenía una composición”tan popular como el peronismo” o es una confusión del autor, o es un intento de inducir a la confusión histórica.
La Unión Cívica Radical de entonces, Ciaffardini, era un partido diferente del actual, que acepta el discurso de construcción aliancista con el Frepaso, que no es la Alianza Popular Revolucionaria del ‘73. “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”; algunos más que otros.
Perlongher, en “El cadáver”, describe: “en esa noche de veinte horas / en la inmortalidad / donde ella entraba / por ese pasillo con olor a flores viejas / y perfumes chillones / esa deseada sordidez /nosotras / siguiéndola detrás de la cureña”. Luego ese cadáver de Eva sería ultrajado, como el nombre de su esposo, durante décadas.
Seguidamente, encontramos el rubro “anacronismos”. ¿Vamos a insistir en cortar el pensamiento y la experiencia con pesas y medidas caídas en desuso? ¿No vamos a analizar los resultados prácticos de la fraseología, prefiriendo a ésta porque es más “políticamente correcta” que aquéllos? Una cosa es analizar el pasado desde la experiencia de hoy, cual es la propuesta fecunda, y otra muy distinta es condenarlo hoy con el diario del lunes en la mano, y el resultado “puesto”. Esos tajos de sastre estrábico sólo cortan la carne, no el casimir, y el dolor produce odio en quienes lo padecen. Pertenecen a un paisaje mesozoico, que nos ancla en el pasado, nos fondea y no nos permite mirar hacia delante.
Con infinita emoción, Perlongher susurra su poema “El cadáver de la Nación”: “tripas de bicicletas en manubrio, / cilicio de cilindro, al “interior del país” / adosaría su soirée, convulso, si tardes / en las rocas bañadas o teñidas (tañidas) por / los rizos de la espuma”. Habla del cadáver, tantas veces deshonrado, de Eva Perón. La poesía “es un arma cargada de futuro”.
Y, finalmente, visitemos el escaparate de las descalificaciones, mirándolas por su nombre. Lo que hace Ciafardini cuando dice que ser peronista era formar parte de “una masa de obreros y empleados cuyo único deseo era ser beneficiad(a) por los ‘servicios sociales’ (como reza la propia marcha partidaria) que estuvieron vigentes del ‘45 al ‘55” sencillamente se llama odio de clase. Semejante descalificación, que tanto daño hizo a esta patria, hacía años que no era expresada de modo tan cachafaz.
“Masa”, machaca Ciaffardini, “que ni por asomo estaba todavía decidida a luchar (arma en mano si fuera necesario) por el socialismo, en el sentido en el que Marx lo entendía”. Sin ninguna duda, lo que no quiere decir que no estuviese dispuesta a rebelarse contra la opresión, con armas, piedras y hasta tiza entre las manos, como lo demostró al poco tiempo. Creo que nadie, hoy, en la Alianza, osaría hablar del movimiento justicialista (al que pertenecí), con semejante desdén e irrespeto, el único movimiento cuya lista de mártires del ‘55 en adelante es interminable.
Una demasía que el autor comete en este párrafo es negar a Darwin Passaponti, el único muerto del 17 de octubre supliciado por un grupo comunista frente al diario Crítica, a los centenares asesinados a bomba viva en los bombardeos de Plaza de Mayo, a Valle, a Vallese, a los Lizaso, a Walsh. “La vida por Perón”, Ciaffardini, que no figura en la marcha partidaria, tampoco era una consigna abstracta. La otra demasía es que les niega a los miembros de la guerrilla montonera que dieron su vida por Perón, la condición de peronistas por la que murieron, transformándolos en pequeño burgueses post morten. Para mí, ya es demasiado.
Para concluir, en el comienzo de su nota, Ciafardini dice que el debate sobre los 70 puede hacerse desde tres posiciones, y que la propia consiste en que sigue creyendo en que hay que cambiar estructuralmente el sistema capitalista. Esto es, habla de acción, no de ideas. Si hablara sólo de ideas, el párrafo no hubiera merecido réplica; desde la perspectiva de laacción, la “masología” (o especialidad en “masas”) ha solido dar de sí repetidos inspectores de revoluciones con domicilio fijo, esto es, de gestas concluidas, no por abordar, adonde resulta posible concurrir y disfrutar de combinaciones variadas de arena fina, mulatas exuberantes y ron caribeño.
Sentado a la mesa donde se expone en todo su esplendor y en toda su miseria el cadáver de la Nación, Ciafardini lo sazona teóricamente con confusiones, anacronismos y descalificaciones, pensando que triunfará cuando alguien le sirva en bandeja y al dente la estrategia de lucha de masas.
Eso, en otras palabras, quiere decir que habrá otra historia.

 

JOSE PABLO FEINMANN.
A modo de conclusiones

Toda conclusión, cuando es sensata, cuando se estructura conociendo los límites del conocimiento, cuando sabe que la verdad se construye por medio de uno y mil relatos diferentes, cuando sabe -.incluso– que la verdad es una conquista política, que siempre estamos luchando por ella, toda conclusión, entonces, es provisoria. De este modo, no hay conclusiones cerradas porque no hay interpretaciones cerradas. Esto no nos tiene por qué llevar al vértigo hermenéutico posmoderno -.tipo, digamos, Vattimo–, donde todo concluye en un relativismo infinito y desapasionado, sino que tiene que volvernos personajes abiertos a las conclusiones de los otros y a la historicidad de nuestras propias conclusiones. Voy a ejemplificar. No hace mucho leí una excelente nota de Susana Viau. (Nota: este texto abundará en nombres propios y eludirá eufemismos. Si Susana Viau escribió una nota, no será señalada como una “conocida periodista”, será, como es, Susana Viau. Si la nota de Viau polemizaba con otra del vicedirector de este diario, el vicedirector será, como es, Martín Granovsky; si un ideólogo de la derecha militar argentina dijo que “de la ESMA muchos salieron vivitos y coleando”, ese señor será, como es, Vicente Massott y si el gobernador de la provincia de Buenos Aires durante el Proceso prometió hasta fusilar a los tímidos ese señor será, como es o era, el general Saint-Jean.)
Volvemos a la nota de Viau. Polemizaba con una defensa que Granovsky hacía de Jacobo Timerman. Creo que, en lo concerniente a Timerman, Viau tenía razón. Pero había un punto discutible. Refiriéndose a la discusión sobre los años setenta decía que ese relato -.aunque aún no había sido escrito– ya estaba escrito y se refería a que existía una memoria que atesoraba ese relato, que lo había ido construyendo a lo largo de los años y que, ya, lo había construido para siempre. Creo que no es así. Supongo que seguiremos construyendo ese relato a través de incesantes divergencias. Supongo también que hablamos de algo porque tiene un significado para nuestro presente. Hoy tiene un imperioso sentido hablar de la militancia, del compromiso político, de las estrategias de rebeldía y de la lucha armada. Temas que laten con estridencia cuando hablamos de los años setenta. Esta discusión, por otra parte, nos aleja del significante único del imperio informático-comunicacional que postula, sí, la constitución acabada de un solo relato: el del Poder.
Sobre el tema de la lucha armada de Montoneros (que estructura el libro de Bonasso sobre la clandestinidad o la reciente biografía de Galimberti) será altamente aconsejable partir de la siguiente anotación: no hubo una sola violencia que surgía de dos extremos (la ultraizquierda y la ultraderecha) como postula el prólogo sabatiano del Nunca más. La guerrilla de los setenta (que se inicia con el asesinato político de Aramburu) buscó acompañar un proceso masivo, social y político. Fueron jóvenes de clase media ahogados por gobiernos ilegítimos, antidemocráticos, anticonstitucionales. Sus cuadros más lúcidos no se asumieron como “vanguardia” sino en tanto “brazo armado” de un movimiento proscripto como lo era el peronismo en esos años. Lograron, así, apoyo y reconocimiento popular. Aun en su más profundo extravío jamás pueden ser equiparados con el terrorismo de un Estado que arremetió contra todas las conquistas sociales y políticas de la clase obrera argentina y los sectores de izquierda que la acompañaron. Por decirlo así: la guerrilla extravió su rumbo, se sustantivó, se divorció de las bases, se equivocó, pero no nació perversa. Su proyecto fue luchar junto a las masas por la conquista de la legitimidad política de un movimiento popular largamente proscripto. Jamás será lo mismo un militante equivocado que un torturador, que un militar fascista. O sea, no hubo dos demonios. No hubo “dos bandos”. Hay dos proyectos y dos historias absolutamente diferenciadas. (Nota: excluyo de esta consideración a las acciones del ERP. Al rechazar la opción por las masas que intentó Montoneros durante el período anterior a su sustantivación, a su clandestinismo, todas las acciones del ERP se inscriben en el más puro foquismo y su opción fue siempre por los fierrosantes que por la política. El asesinato de Hermes Quijada casi justifica la no entrega del gobierno a Héctor Cámpora por parte de Lanusse. El almirante Mayorga dijo en un discurso: “Cuesta sustraerse a la tentación de ordenar antes el país, y recién entregarlo después”. El ataque a la guarnición de Azul le permitió a Perón -.calzándose el uniforme de teniente general– liquidar el gobierno de Oscar Bidegain. El ataque a Monte Chingolo selló para siempre el destino de la política a comienzos de 1976 y fue una alfombra dorada para el golpe militar.)
Cuando presenté el libro de Bonasso dije que estaba escribiendo, no el Diario de un clandestino como Miguel había escrito, sino el “Diario de un perejil de superficie”. Los perejiles fueron los militantes que se asombraron y hasta se indignaron con el asesinato de Rucci. Los militantes que quedaron para las balas fáciles de la Triple A cuando Montoneros pasa a la clandestinidad. Los que -.por varias y complejas razones– no se fueron del país y tuvieron que vivir en medio del terror y en medio de una “guerra” desatada desde el Estado y a la cual una guerrilla solitaria, sin ningún anclaje masivo, popular o político, entregaba un marco justificatorio.
La represión fue totalizadora. Se desató sobre todos aquellos ubicados, por decirlo así, del centro a la izquierda. Esta masividad represiva se expresó desde la provincia de Buenos Aires, cuya policía, no casualmente, estaba en manos de Ramón Camps. Es decir, fue desde la provincia de donde provino un discurso de inusual y terrorífica sinceridad, diferente, por ejemplo, al del cinismo masseriano que hablaba de “ganar la paz”. No, los guerreros de la gran provincia fueron claros. Hubo, así, una generalizada amenaza de muerte que partió desde sectores militares y civiles. La Nueva Provincia respaldó el ataque a la Universidad de Bahía Blanca que desató el general Vilas bajo la consigna de combatir la “subversión cultural”. Cualquier profesor que hubiese puesto en la bibliografía de su materia un libro considerado “subversivo” podía esperar lo peor. El gobernador de la provincia, general Saint-Jean, lanzó su célebre proclama que culminaba proponiendo el fusilamiento de los tímidos, luego de los subversivos, los amigos y los familiares de los subversivos. Y, en diciembre de 1976, recuerdo (la memoria del miedo es infalible, se lleva eternamente en algún lugar estremecido y lastimado de la conciencia) que el ministro del Interior del gobernador (bajo cuyo ministerio político funcionaba la policía de Camps) declaró -.como quien abría una “nueva etapa” del Proceso de Reorganización Nacional– que la subversión había sido un movimiento muy vasto en el que habían intervenido periodistas, escritores, historietistas y (jamás olvidaré esta frase) “profesores de todos los niveles de la enseñanza”. Concluía pronosticando que a todos ellos irían deteniendo “los comandos de las fuerzas armadas”. Ese señor se llamaba Jaime Smart; no sé quién es, ni dónde está, ni qué hace. Sé que jamás pude olvidar esas palabras y que es un deber cívico (para mí, al menos, que no las olvidé) recordarlas. Expresan lo que Theodor Adorno llama “insaciabilidad del principio persecutorio”.
Apunto a señalar lo siguiente: en tanto desde el exterior la lógica guerrera y clandestina y sustantivada y ajena a toda política con anclaje popular de los Montoneros desataba trágicos delirios bélicos como la contraofensiva del ‘79, aquí, en el masacrado territorio nacional, estábamos en manos de la “insaciabilidad persecutoria” del Estado terrorista. Y esa insaciabilidad se exasperaba, se tornaba más insaciable ante cada acción miliciana, ante cada acción de la guerrilla. “¿No ven?” exclamaban satisfechos. “Estamos en guerra. En toda guerra mueren inocentes, hay excesos y suciedad”. El Estado militar utilizaba todo para matar la disidencia. Si ganaban el Mundial, era para matar, es decir, para tener mayor margen político y profundizar la represión. Para pasar “el peine fino”. Para liquidar el “sofisticado aparato de superficie”, la “subversión cultural”, para entregar a los comandos a esos “profesores de todos los niveles de la enseñanza” que habían tramado ideológicamente a lasubversión. “Las ideas trajeron hechos”, escribió un periodista de esos años. Fue Mariano Grondona y fue en El cronista comercial.
En suma, ¿sobre qué estamos debatiendo? Sobre -.conjeturo– la inviabilidad de toda forma de lucha armada en la actualidad. No sobre la muerte del espíritu de rebeldía, sino sobre la desdicha de la guerra. La rebeldía es nuestro horizonte, ya que es una inmoralidad no rebelarse ante la impiedad de un sistema como el que nos atenaza hoy. Pero la rebeldía se vehiculiza a través de la política, no de los fierros. Busca la defensa y la dignificación de los oprimidos, de los marginados y ellos no son clandestinos. Viven y sufren de cara al sol.

 

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