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VERANO | 12
accidentes

Stanley Kubrick dirigiendo al insólito Peter Sellers antes de que grite eso de �¡Mein Führer, puedo caminar!�.

Por Rodrigo Fresán

La idea del accidente es una de las facetas más interesantes de la ciencia-ficción. El botón que se aprieta y que no debe apretarse, el monstruo hecho a partir de pedazos que ya no nos obedece y sólo piensa en hacernos pedazos, la molécula con que no conviene pasarse de listo, la mosca que se mete adentro justo en el momento equivocado, el error de cálculo a la hora de anticipar la trayectoria de un meteorito, el parque jurásico que se queda sin energía eléctrica, ya saben...
Dentro del género probablemente sea Philip K. Dick el escritor más felizmente accidentado de todos: a sus sufridos héroes y heroínas siempre les están pasando –o no les están pasando– cosas raras ligadas al tema de lo que es real, de lo que no es real. Los robots y las naves se descomponen. Siempre. El fin de todas las cosas es cosa de todos los días para Dick.
El horror al accidente como posibilidad de que todo lo que empezó termine de una buena vez por todas se instala en el inconsciente colectivo con el estallido de la primera bomba atómica (momento en que el ser humano alcanza para bien o para mal el poder para autodestruirse) y se hace todavía más sólido y caliente durante los líquidos días de la Guerra Fría y la crisis de los misiles de Cuba. Una película perfecta capta a la perfección lo que podría denominarse como “La Era del Accidente”: en Dr. Strangelove, or How I Learned to Love the Atom Bomb, filmada por Stanley Kubrick en 1963 y estrenada en 1964, todo lo que puede salir mal no sale bien. Basada en una novela “seria” de un militar de la RAF llamado Peter George, Kubrick tuvo la astucia de reclutar al escritor freak Terry Southern y convertirla en una despiadada sátira atómica que, sin embargo, conmovió a los capos del Pentágono al punto de obligarlos a revisar sus medidas de seguridad luego de ver a Peter Sellers como presidente de USA agarrando el teléfono rojo y arrancando ese monólogo brillante con un “¿Hola?, ¿Hola, Dimitri?”. Después, ya saben, las malas noticias...
El escritor escocés Alasdair Gray (1934) –celebrado autor de Lanark, que bien puede ser considerada la Gran Novela Escocesa– disfruta especialmente a la hora de estas distopías de torpes en que se toca lo que está prohibido tocar y después, enseguida, se pone cara de yo no fui, eh... Como en el cuento que se ofrece en estas páginas.

 


 

La causa de algunos cambios recientes

El actor y director Ray Milland, jefe de familia postapocalíptico en Panic in Year Zero, de 1962.

Por Alasdair Gray

Los departamentos de pintura de las escuelas de arte moderno están llenos de gente insatisfecha. Un día Mildred me dijo: –Estoy harta de perder tiempo. Empezamos a trabajar a las diez y a la media hora nos cansamos y los chicos se ponen a tirarse bolas de papel y las chicas a hablar junto a los radiadores. Luego nos aburrimos y nos vamos al comedor a tomar café, y no lo pasamos bien, pero ¿qué vamos a hacer? Estoy cansada. Quiero hacer algo vigoroso y constructivo.
–Cava un túnel –dije yo.
–¿Qué quieres decir?
–Que cuando estés aburrida, en vez de tomar café bajes al sótano y caves un túnel para fugarte.
–Pero si quisiera fugarme podría salir por la puerta y no volver más.
–Así nunca te fugarías. El departamento te cortaría la beca y tendrías que ganarte la vida trabajando.
–Pero ¿adónde voy a fugarme?
–Eso no importa. Viajar con esperanza vale más que llegar.
Yo no se lo había sugerido en serio pero en el departamento de pintura la idea tuvo mucho apoyo. En el poco visitado subsubsuelo donde antes estaba una losa había ahora una trampa disimulada. Debajo de la trampa, en los cimientos de la escuela, se había cavado una habitación. El túnel empezaba allí, y allí los diversos turnos operaban el montacargas que subía cajones de escombros, y ponían los escombros en bolsas pequeñas que se ocultaban fácilmente bajo la ropa. Como la escuela estaba construida sobre un banco de cuarzo volcánico, no había peligro de que las paredes cedieran ni era necesario apuntalarlas. Un solvente químico simplificaba el trabajo de cavar; aplicado a la superficie de la roca con aerosol, la volvía blanda y arenosa. El mérito de este invento pertenecía al departamento de diseño industrial. Los estudiantes de este departamento desdeñaban el túnel que estaban cavando los pintores, pero les interesaba como desafío técnico. Sin la ayuda de ellos no habría llegado a ser tan profundo.
Aunque había empezado con éxito yo esperaba que el proyecto fracasara por falta de apoyo como habían fracasado la revista, la sociedad de debates y la excursión a Linlithgow, de modo que tres meses después me sorprendió descubrir que el entusiasmo crecía. El Consejo de Delegados Estudiantiles estaba repleto de miembros del comité del túnel y no paraba de organizar bailes para costear la instalación de maquinaria más poderosa. Una especie de tensión empezó a invadir todo el edificio. La gente se sobresaltaba con cualquier ruido, se reía a carcajadas de chistes malos y se peleaba sin que mediara ninguna provocación. Tal vez todos temían inconscientemente que el túnel abriese una chimenea volcánica, aunque hasta entonces no se habían advertido aumentos de temperatura, filtraciones de agua ni presencia de gases. A veces me preguntaba cómo el proyecto se mantenía libre de interferencias. Una empresa de ingeniería apoyada por varios cientos de personas no se podía calificar de secreta. Era natural que fuera de la escuela los rumores se considerasen invenciones fantásticas, pero ¿por qué ningún profesor se oponía? Sólo una minoría apoyaba el proyecto; a dos los sobornaban para que no hablasen. Estoy seguro de que el director y el adjunto no lo sabían, pero ¿y los demás, que lo sabían y no decían nada? Quizá también ellos miraban el túnel como posible medio de huida.
Un día las obras del túnel se pararon. Al bajar a la hora del café matinal, el primer turno encontró la puerta del sótano cerrada con llave. Había ahora varias bocas de túnel, pero estaban todas cerradas, y como losdel comité habían desaparecido, se pensó que estaban dentro. Esto dio motivo a muchas especulaciones.
Siempre me he mantenido al margen de los movimientos de masas, de modo que una noche, al encontrarme a la presidenta del comité en un solitario corredor, le dije: “Hola, Mildred”, y habría seguido de largo si ella no me hubiese dicho, agarrándome el brazo: “Ven conmigo”.
Me hizo andar unos metros hasta la puerta abierta de lo que yo siempre había creído un ascensor de servicio inutilizado.
–Mejor siéntate en el suelo –dijo, y cerró las puertas y levantó una palanca. El ascensor cayó como una piedra con un ruido tan agudo que a ratos era inaudible. Al cabo de quince minutos desaceleró con violentas sacudidas, y se detuvo. Mildred abrió las puertas y salimos.
A mi pesar, lo que vi me impresionó. Estábamos en un corredor de techo arqueado, suelo de asfalto y paredes de azulejos blancos. Se alargaba a la derecha e izquierda en una curva que impedía ver a más de un kilómetro.
–Muy bueno –dije–. Realmente muy bueno. ¿Cómo lo hicieron? La luz fluorescente sola tiene que haber costado una fortuna.
–Esto no lo hicimos nosotros –dijo Mildred, sombría–. Nosotros llegamos, nada más.
En ese momento pasó un hombre mayor en bicicleta. Llevaba gorra de pico y un brazalete con alguna insignia; por lo demás iba desnudo, porque el aire era tibio. Al pasar alzó la mano en un gesto amistoso.
–¿Y ése quién es? –dije.
–Una especie de funcionario. En este nivel no se ven muchos.
–¿Cuántos niveles hay?
–Tres. En éste están los dormitorios y las cantinas del personal, debajo las oficinas de la administración y más abajo la máquina.
–¿Qué máquina?
–La que nos hace girar alrededor del sol.
–Pero lo que nos hace girar alrededor del sol es la gravedad.
–¿Nunca te han contado qué es la gravedad y cómo funciona?
Me di cuenta de que no me lo habían contado nunca. Mildred dijo: –Gravedad es sólo una palabra que usan los científicos de alto nivel para esconder su ignorancia.
Le pregunté cómo funcionaba la máquina.
–A vapor –dijo.
–¿Nada de fisión atómica?
–No, los de diseño industrial están totalmente seguros de que es un motor a vapor increíblemente primitivo. Están allá abajo midiendo y haciendo esbozos con el resto del comité. Dentro de un par de días te mostraremos un dibujo.
–¿Nadie les pregunta qué derecho tienen a hurgar en esto?
–No. Ocurre en todas las organizaciones grandes. El personal es tan numeroso que basta que andes con cierto aire de seguridad para que puedas meterte donde quieras.
En media hora yo tenía que encontrarme con un amigo, así que entramos en el ascensor y empezamos a subir.
–Bien, Mildred –dije–, claro que es interesante, pero no sé por qué me trajiste a verlo.
–Estoy preocupada –dijo ella–. Los otros se lo pasan riéndose de la maquinaria y discutiendo cómo alterarla. Piensan que acercándonos al sol puede mejorar el clima. Temo que nos estamos equivocando.
–¡Claro que se equivocan! Se supone que estudian arte, no mecánica planetaria. Si me hubiera imaginado que iban a llegar tan lejos jamás habría sugerido el proyecto.
Me dejó en la planta baja diciendo: –Ahora no podemos dar marcha atrás.
Supongo que luego volvió a bajar, porque nunca volví a verla.
Esa noche me despertó una explosión y la pesada caída de mi cama al techo. El sol, que acababa de ponerse, salió otra vez. El mar había inundado la ciudad. Los sobrevivientes nos acurrucamos entre ruinas amenazadas por terremotos, aludes y torbellinos. Por fin los elementos se calmaron y examinamos la nueva situación. Está claro que el planeta se ha roto en varios trozos. Nuestro trozo no gira. Para disfrutar de las estrellas y la oscuridad, para gozar de un buen sueño nocturno, tenemos que caminar hasta el otro lado del nuevo mundo, viaje éste de varios kilómetros, con un viaje de vuelta igualmente largo cuando necesitamos luz de día. Resultará difícil reconstruir la vida al viejo estilo.

De Historias sobre todo inverosímiles, de Alasdair Gray. Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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