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VERANO | 12
Castigo y crimen

Para proteger y servir: Robocop de Paul Verhoeven (1987)

Por Rodrigo Fresán

Buenas noticias: uno de los proyectos en la carpeta de Steven Spielberg es llevar al cine el relato de Philip K. Dick titulado “Minority Report”. Malas noticias: el protagonista sería Tom Cruise. Pero son detalles. El cuento en cuestión trata de un futuro donde las fuerzas policiales están capacitadas para adelantarse al criminal y así pueden mandarlo a la cárcel por un delito que no cometerá, por ejemplo, hasta dentro de diez años. Es bien sabido que Dick era un paranoico seguro de ser investigado por todas las agencias gubernamentales y preocupado, entre otras cosas, por la certeza matrixiana de que nuestro mundo no es más que una farsa cósmica y así las cosas... “¿Qué es real?”, se preguntaba una y otra vez y de ahí el cazador de replicantes igualitos pero diferentes al ser humano. Ahora, tanto ruido blanco y milenarista sobre lo que vendrá habla del fin de las guerras y de la violencia, pero no dice nada sobre el preocupante incremento de la violencia doméstica y la evolución de la figura del ladrón de guante blanco al criminal de joystick eléctrico que es el hacker. El apocalíptico lento J.G. Ballard advierte acerca de que necesitaremos generar “células de violencia recreativa” o “vacaciones criminales” –como las que postula en sus novelas Noches de cocaína y Super-Cannes– si no queremos perder parte importante de nuestra esencia. El hombre es violento por naturaleza y quién sabe si suprimir ciertos reflejos no traerá peores noticias. La CIA advierte, mientras tanto, acerca de la llegada del “crimen secreto”: poderosos en la Red apoyando a éste o aquél. El norteamericano Alfred Bester (1913-1987) revolucionó al género con dos novelas criminales y todavía insuperables. Detalle atendible es el hecho de que ambas son modernizaciones de dos clásicos de la literatura asesina. Las estrellas, mi destino es una astuta variación sobre El conde de Montecristo y el placer de la venganza. El hombre demolido –libro que anticipó en décadas a buena parte de la estética noir del cyberpunk de William Gibson o los ya mencionados delirios persecutorios de Dick en novelas como Fluyan mis lágrimas, dijo el policía– parte del Crimen y castigo de Fiodor Dostoievski para acabar narrando un mundo del siglo XXIV donde no hay asesinatos ni delitos porque los detectives de la Corporación Esper son dedicados telépatas. El magnate Ben Reich sucumbe a la tentación de quebrar el “No matarás” y todo el libro es un vertiginoso duelo entre él y el jefe de policía telepático Lincoln Powell. Al final, claro, llega el castigo conocido como “demolición” y páginas de una prosa coherentemente demoledora. Lo que aquí se ofrece son los preliminares del crimen.

 


 

El hombre demolido

Detective privado y godardiano en Alphaville (1965).

Por Alfred Bester

Augustus Tate, doctor E-1, recibía 1000 créditos por hora de análisis..., no demasiado, ya que era difícil que un paciente necesitara más de una hora del devastador tiempo de Tate. Pero estos horarios elevaban sus entradas a 8000 créditos por día y a más de 2 millones por año. Muy pocos sabían qué proporción de esa suma pasaba al gremio ésper para facilitar la educación de otros telépatas y el progreso del plan eugenésico que extendería la telepatía a todo el mundo.
Entre esos pocos se contaba Tate, y el 95% que entregaba al gremio le molestaba sobremanera. Consecuentemente pertenecía a la “Liga de Patriotas Esper”, grupo político de extrema derecha dedicado a la preservación de la autocracia y los ingresos de los ésperes de más alta categoría. Esta afiliación lo había colocado en el rubro Cohecho (Potencial) en la libreta de Reich.
Reich entró marcando el paso en el exquisito consultorio de Tate y echando una rápida mirada a la menuda silueta del médico..., una figura un poco desproporcionada, pero corregida cuidadosamente por los sastres. Se sentó y lanzó un gruñido:
–Míreme, rápido.
Clavó la mirada en Tate mientras el elegante doctorcito lo examinaba con ojos brillantes y decía con rápidas explosiones:
–Usted es Ben Reich de Monarch. Firma de diez billones de créditos. Piensa que yo lo conozco. Lo conozco. Está envuelto en una lucha sin cuartel con la sociedad D’Courtney. ¿No es cierto? Odia inmensamente a D’Courtney. Le ofreció una unión esta mañana. Mensaje en código: YYJI TTED RRCB UUFE QQBA AALK. Oferta rechazada. ¿No es cierto? Desesperado, resolvió...
Tate se detuvo de pronto.
–Adelante –dijo Reich.
–Asesinar a Craye D’Courtney como primera medida para dominar su monopolio... Quiere usted ayuda... Señor Reich, ¡esto es ridículo! Si sigue pensando así, tendré que denunciarlo. Ya conoce la ley.
–Aclaremos las cosas, doctor. Va a ayudarme a quebrantar la ley.
–No, señor Reich. No puedo hacerlo.
–¿Y lo dice usted? ¿Un ésper de primera clase? ¿Y yo tendré que creerlo? ¿Tendré que creer que usted es incapaz de desafiar a cualquier hombre, a un grupo cualquiera, a todo el mundo?
Tate sonrió.
–Azúcar para la mosca –dijo–. Un recurso característico de...
–Examíneme. Ganaremos tiempo. Lea en mi mente. Su habilidad. Mis recursos. Una combinación imbatible. ¡Mi Dios! Suerte tiene el mundo de que quiera cometer ese solo asesinato. Juntos podríamos arrasar el universo.
–No –dijo Tate con decisión–. No es posible. Tendré que denunciarlo, señor Reich.
–Espere. ¿Quiere saber cuánto le ofrezco? Míreme, bien adentro. ¿Cuánto quiero pagarle? ¿Cuál es mi oferta límite?
Tate cerró los ojos. El rostro de maniquí se le retorció dolorosamente. Luego miró a Reich, sorprendido.
–No puede ser –exclamó.
–Sí –gruñó Reich–. Y usted sabe, además, que es una oferta sincera, ¿no?
Tate movió afirmativamente y con lentitud la cabeza.
–Y no ignora que Monarch más D’Courtney pueden hacer efectiva esta oferta.
–Casi le creo.
–Créame. He estado financiando su Liga de Patriotas durante cinco años. Si mira muy adentro de mí conocerá mis motivos. Odio a ese gremio maldito tanto como usted. La moral del gremio no es favorable a los negocios..., no sirve para hacer dinero. La Liga podría vencer al gremio ésper...
–Conozco todo eso –dijo Tate lacónicamente.
–Con Monarch y D’Courtney en mis bolsillos, yo no tendría que ayudar a la Liga de Patriotas. Haría algo mejor. Lo pondría a usted como presidente vitalicio de un nuevo gremio. Se lo garantizo incondicionalmente. Usted solo no lo logrará nunca, pero sí conmigo.
Tate cerró los ojos y murmuró:
–En estos últimos setenta y nueve años no ha sido posible premeditar con éxito un solo asesinato. Los ésperes impiden que haya intenciones ocultas. Y si alguien logra evitar a los ésperes antes del crimen, éstos descubren enseguida al culpable.
–El testimonio de un ésper no es válido ante la Corte.
–Es cierto, pero una vez que el telépata descubre al culpable, no tarda en encontrar pruebas objetivas. Lincoln Powell, el prefecto de policía de la división psicopática, es una amenaza mortal –Tate abrió los ojos–. ¿Quiere usted olvidar esta conversación?
–No –gruñó Reich–. Antes examíneme bien. ¿Por qué han fracasado los asesinos? Porque los adivinadores del pensamiento gobiernan el mundo. ¿Qué puede detener a un telépata? Otro. Pero a ningún criminal se le ha ocurrido hasta ahora alquilar un buen telépata para anular los poderes de otros telépatas. Y si se le ha ocurrido alguna vez, no ha podido cerrar el trato. Yo puedo hacerlo.
–¿Puede de veras?
–Voy a lanzarme a una batalla –continuó Reich–. Voy a tener una hermosa refriega con la sociedad. Reduzcamos esto a un problema estratégico y táctico. Mi problema es igual al de cualquier ejército. Audacia, bravura y confianza no bastan. Un ejército necesita un servicio de espionaje. La guerra se gana con ayuda del servicio de espionaje. Lo necesito a usted como agente secreto.
–Muy bien.
–Yo me encargaré de la lucha. Usted proveerá la información. Tendré que saber dónde estará D’Courtney, dónde puedo dar el golpe, cuándo puedo darlo. El crimen es cosa mía, pero usted tendrá que decirme dónde y cuándo encontraré mi oportunidad.
–Comprendido.
–Ante todo, la invasión. Romper la red de defensas que rodea a D’Courtney. Quiero decir que usted tendrá que reconocer el terreno. Tendrá que examinar a los normales, vigilar además a los telépatas, prevenirme e impedir que me lean la mente si yo no puedo evitarlos. Después del crimen iniciaré mi retirada a través de otra red de gente normal y mirones. Usted tendrá que quedarse en escena. Tendrá que descubrir de quién sospecha la policía, y por qué. Si sé que las sospechas están dirigidas hacia mí, podré encaminarlas hacia otro lado. Si están dirigidas hacia algún otro, trataré de confirmarlas. Con usted como espía, puedo llevar adelante esta guerra, y ganarla. ¿No es cierto? Míreme.
Al cabo de una larga pausa, Tate dijo:
–Es cierto. Podemos hacerlo.
–¿Lo hará usted?
Tate titubeó, y al fin movió afirmativamente la cabeza.
–Sí, lo haré.
–Muy bien. He aquí mi plan. El escenario del crimen sería un juego antiguo que llamaban “la sardina”. Tendría así oportunidad de acercarme a D’Courtney, y he pensado en un truco para matarlo. Podría dispararle una vieja pistola silenciosa.
–Espere –dijo Tate vivamente–. ¿Cómo va a ocultar todo eso a los telépatas? ¿Sólo puedo protegerlo cuando estoy con usted. Y no podré acompañarlo a todas partes.
–Puedo utilizar una barrera mental temporaria. En la callejuela Melody hay una autora de canciones que podría ayudarme.
–Quizá resulte –dijo Tate al cabo de un momento de examen–. Pero se me ocurre una cosa. Suponga que D’Courtney esté vigilado. ¿Piensa matar también a sus guardaespaldas?
–No. Espero que no será necesario. Un fisiólogo llamado Jordan acaba de inventar un dispositivo visual soporífero. Pensábamos usarlo para disolver manifestaciones hostiles. Lo usaré con los guardias de D’Courtney.
–Ya veo.
–Usted trabajará conmigo... reconociendo y espiando, pero ante todo necesito un informe. Cuando D’Courtney viene a la ciudad es huésped, comúnmente, de María Beaumont.
–¿El Cadáver Dorado?
–La misma. Quiero que averigüe si D’Courtney piensa instalarse nuevamente en casa de María. Todo depende de eso.
–Bastante fácil. Puedo enterarme del destino de D’Courtney y de sus planes inmediatos. Esta noche hay una reunión en casa de Lincoln Powell. Es probable que asista el médico de D’Courtney. Está de visita en la Tierra, por una semana. Comenzaré con él mi investigación.
–¿Y no teme usted a Powell?
Tate sonrió desdeñosamente.
–Si lo temiera, señor Reich, ¿me metería yo en este asunto? No me confunda. No soy Church.
–¡Church!
–Sí, no se haga el sorprendido. Church, ésper 2. Hace un año fue echado a puntapiés del gremio por mezclarse con usted en ciertas andanzas.
–Maldito sea. Lo sacó de mi mente, ¿eh?
–De su mente y de la historia.
–Bueno, esta vez no se repetirá. Usted es más duro y más listo que Church. ¿Necesita algo especial para la fiesta de Powell? ¿Mujeres? ¿Ropa? ¿Dinero? ¿Joyas? Llame a Monarch.
–Nada, pero se lo agradezco mucho.
–Criminal, pero generoso, así soy yo.
Reich sonrió y se puso de pie para irse. No le tendió la mano a Tate.
–Señor Reich –dijo el telépata de pronto.
Reich se volvió desde la puerta.
–Los gritos seguirán. El hombre sin cara no es el símbolo del crimen.
–¿Qué? ¡Oh, Cristo! ¿Las pesadillas? ¿Todavía? Maldito mirón. ¿Cómo lo sabe? Cómo...
–No sea tonto. ¿Cree que puede jugar con un ésper 1?
–¿Quién está jugando, bastardo? ¿Qué hay de las pesadillas?
–No, señor Reich. No se lo diré. Dudo que nadie, a no ser un ésper 1, pueda decírselo, y después de esta entrevista no se atreverá usted a consultar otro.
–¡En nombre de Dios, hombre! ¿No va usted a ayudarme?
–No, señor Reich –Tate sonrió maliciosamente–. Esta será mi arma. Nos pone a la par. Equilibrio de poderes, ya sabe. Una mutua dependencia asegura una mutua confianza. Criminal, pero mirón, así soy yo.


A las nueve de la mañana del lunes, el rostro de maniquí de Tate apareció en la pantalla del teléfono de Reich.
–¿Es segura esta línea? –preguntó.
Reich señaló el sello de garantía.
–Muy bien –dijo Tate–. Creo que lo he conseguido. Examiné a @kins anoche. Pero antes de pasar el informe, tengo que decirle algo. Hay una posibilidad de error en estos exámenes profundos de un ésper 1. @kins se ocultaba muy bien.
–Entiendo. –Craye D’Courtney llega de Marte en el Astra el miércoles por la mañana. Irá enseguida a casa de María Beaumont, donde pasará de incógnito una noche..., sólo una noche.
–Una noche –murmuró Reich–. ¿Y luego?
–No sé. Aparentemente D’Courtney está planeando algo drástico.
–¡Contra mí! –rugió Reich.
–Quizá. Según @kins, D’Courtney vive actualmente en una tensión violenta, y su estructura de adaptación está quebrantándose. El instinto de la vida y el de la muerte se han dividido. D’Courtney se está retrogradando con mucha rapidez bajo esa bancarrota emocional.
–¡Maldito sea! Mi vida depende de este asunto –gritó Reich, furioso–. Hable claramente.
–Es muy simple. Todo hombre vive en equilibrio entre dos fuerzas opuestas... El instinto de la vida y el instinto de la muerte. Ambas fuerzas tienen un mismo propósito..., vencer al Nirvana. El instinto de la vida lucha contra el Nirvana destruyendo toda oposición. El instinto de la muerte trata de vencer al Nirvana anulándose a sí mismo. Comúnmente ambos instintos se funden en uno solo. Así ocurre en el individuo adaptado. Otras veces, ciertas tensiones los separan. Es lo que está ocurriendo con D’Courtney.
–¡Sí, por Dios! ¡Y está persiguiéndome!
–@kins verá a D’Courtney el jueves por la mañana para tratar de disuadirlo de sus planes. @kins está asustado y parece decidido a detenerlo. Ha venido desde Venus sólo con ese fin.
–No tendrá que detenerlo. Lo detendré yo. No tiene por qué protegerme. Me protegeré yo. ¡Esto no es un crimen, Tate! ¡Es en defensa propia! Ha hecho usted un buen trabajo. No necesito más.
–Necesita mucho más, Reich. Entre otras cosas, tiempo. Hoy es lunes. Tendrá que estar listo para el miércoles.
–Estaré listo –gruñó Reich–. Esté listo usted también.
–No podemos fracasar, Reich. Si fracasamos..., la demolición, para ambos. ¿Se da cuenta?
–La demolición para ambos, sí, me doy cuenta –la voz de Reich se resquebrajó–. Sí, Tate. Usted me seguirá hasta el fin, y yo no pararé hasta llegar... a la demolición.

Reich lo planeó todo el lunes, con audacia, bravura, confianza. Dibujó los grandes lineamientos como un artista que llena su hoja de trazos delicados antes de utilizar la tinta. Pero Reich no puso esta tinta final. Ya la pondría su instinto de asesino, el miércoles. Dejó el plan a un lado y se acostó a dormir..., y se despertó gritando, soñando otra vez con el hombre sin cara.
El martes por la tarde, temprano, Reich abandonó el edificio Monarch y visitó la librería auditiva El Siglo, en la plaza Sheridan. La tienda se especializaba en grabaciones eléctricas sobre cristal, joyitas elegantemente montadas. La última moda era unos broches operísticos para señora. (Irá con su música a todas partes.) La librería El Siglo tenía también unos estantes de anticuados libros impresos.
–Quiero algo especial para un amigo –le dijo Reich al vendedor.
Reich recibió un bombardeo de mercaderías.
–No es bastante especial –se quejó–. ¿Por qué no alquilan un telépata y le ahorran tiempo al cliente? ¿Cómo es posible que vivan tan atrasados?
Reich comenzó a pasearse por la tienda, seguido por una cola de ansiosos vendedores.
Después de haber fingido un buen rato, y antes que el preocupado gerente mandara a buscar un empleado ésper, Reich se detuvo ante los estantes de los libros.
–¿Qué es esto? –preguntó con sorpresa.
–Libros antiguos, señor Reich –los vendedores comenzaron a explicarle la teoría y práctica de los arcaicos libros visuales mientras Reich buscaba lentamente el deteriorado volumen castaño. Lo recordaba muy bien. Lo había hojeado hacía cinco años, y había anotado el nombre en la libreta negra. El viejo Geoffry Reich no era el único Reich que creía en los beneficios de la previsión.
–Interesante. Sí. Fascinador. ¿De qué trata éste? –Reich sacó el volumen castaño–. Juegos de sociedad. ¿De qué fecha es? ¿De veras? ¿Quiere decir que ya entonces había reuniones sociales?
Los vendedores le aseguraron que los antiguos eran a veces sorprendentemente modernos.
–Oigan el contenido –dijo Reich con una risita–. “El puente de los novios”, “El whist prusiano”, “El correo”, “La sardina”. ¿Qué demonios puede ser esto? A ver... Página noventa y seis.
Reich hojeó el libro hasta llegar a un título en mayúsculas que decía: JUEGOS GRACIOSOS PARA AMBOS SEXOS.
–Miren esto –dijo riéndose, y aparentando sorpresa. Señaló el bien recordado parágrafo.

LA SARDINA
Se elige un jugador que hará de sardina. Se apagan todas las luces y la sardina se esconde en cualquier lugar de la casa. Al cabo de unos pocos minutos los jugadores van a buscarla. El primero que la encuentra no dice nada sino que se esconde también y pasa a ser otra sardina. Así, y sucesivamente, los jugadores van uniéndose a las sardinas hasta que todos están escondidos en un lugar determinado excepto el último, el perdedor, que vaga solo por la oscuridad.

–Me lo llevo –dijo Reich–. Justo lo que necesitaba.

Reich pasó aquella tarde desfigurando cuidadosamente el volumen. Con vapor, ácidos, colorantes y tijeras, mutiló las instrucciones, y cada quemadura, cada incisión, cada herida, fue un golpe lanzado al cuerpo retorcido de D’Courtney. Cuando acabó con sus crímenes simbólicos, las diversiones no eran más que unos fragmentos incompletos. Sólo “La sardina” seguía intacta.
Reich envolvió el libro, anotó en él la dirección de Graham, el tasador, y lo metió en el tubo neumático. Se oyó un resoplido y un golpe, y el libro volvió una hora más tarde, con la tasación oficial. Graham no había advertido las mutilaciones.
Reich envolvió otra vez el libro, dejando la tasación en el interior del paquete (como era la costumbre) y lo introdujo en el tubo de aire, dirigido a María Beaumont. Veinte minutos después llegó la respuesta: “¡Querido! ¡Querido! Pensé que habías olbidado (evidentemente, María había escrito ella misma la nota) a esta escandalosa viejita. Qué 2 veces divino. Ven a mi casa esta noche. Estamos de fiesta. Nos dibertiremos con los juegos de tu bonito regalo”. La cápsula que traía el mensaje incluía también un retrato de María Beaumont montado sobre un rubí sintético. Un desnudo, naturalmente.
Reich respondió: “Desesperado. Hoy no es posible. Perdí un millón”.
María volvió a escribir: “El miércoles, niñito. Te daré uno de los míos”.
“Acepto encantado”, contestó Reich. “Llevaré a alguien. Besos para todos.” Y se fue a acostar.
Y le gritó al hombre sin cara.

Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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