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UNA MUJER CUENTA COMO MATO A SU MARIDO Y SU PASO POR EL MOYANO
Retrato de una asesina

Graciela Cachafeiro es licenciada en Letras. En esta sorprendente entrevista cuenta cómo mató a su marido en una profunda crisis. Declarada inimputable, pasó dos años en el Moyano, donde convivió con �la Colorada� James y las �hermanas satánicas�.

�No tenía noción de lo que pasaba. Estaba en estado de shock, como una sonámbula�, dice Graciela sobre la noche del asesinato.

Temprano: �Sentí los dos disparos y un silencio bárbaro. No sabía lo que había
hecho. �¡Uy, lo desperté!�, pensé. A Héctor
no le gustaba que lo despertaran temprano�.

Por Horacio Cecchi

“¿Policiales?”, preguntó la voz de una mujer del otro lado del teléfono. “Le voy a decir algo que les va a interesar –anunció después–. Yo maté a mi marido.” Su nombre: Graciela Carmen Cachafeiro. A partir de aquel sorprendente llamado se sucedió una extensa y más sorprendente entrevista, que esa mujer, de 48 años, licenciada en Letras y profesora de Lengua y Literatura en colegios secundarios, inició aclarando: “Me dieron el artículo 34”, número que en los foros legales traduce la inimputabilidad por incapacidad o locura. Relató cómo mató a su segundo marido de dos tiros en la nuca mientras dormía y sin noción de lo que hacía; dijo que todo había sido producto de una mezcla explosiva de pastillas medicadas y alcohol, sumada a una profunda crisis depresiva; que había estado unida a ese hombre durante 21 años; que tenía un hijo de un matrimonio anterior. Habló también de los dos años y medio que pasó encerrada allá donde la conciencia colectiva supone sin retorno: la Unidad Penal 27, dentro del psiquiátrico de mujeres Braulio Moyano. Allí conoció a “la Colo” James, la degolladora del Abasto, una mujer violenta pero capaz de llorar por un cigarrillo; a Gabriela, una de las “hermanas satánicas” que le relató cómo llegó a la fama; a la monjita Odero de las 161 puñaladas; a Moira, a la Filipino, a un sinfín de personajes tan desconocidos como increíbles para quien jamás cruzó las fronteras de la realidad.
“Me dieron el 34”, fue lo primero que dijo, antes de relatar el crimen al que nombra como “la tragedia”, antes de recordar su larga historia de depresiones y crisis de pánico, su compulsión al alcohol y los tratamientos psiquiátricos incluyendo una internación. El 25 de enero del ‘98, alrededor de las once y media de la noche, Graciela Cachafeiro tomó del placard la pistola Bersa calibre 22 de su marido. Héctor Alberto Guadalupe, ése era su nombre, dormía, o aparentaba hacerlo según sugirió ella. “El tiene que haber visto cuando saqué el arma porque estaba recostado mirando hacia el placard y le costaba mucho dormirse”. “La había dejado martillada”, agregó, dejando algún resquicio para imaginar un suicidio inducido. Sin encender las luces, se acostó a su lado, se llevó el arma a la sien e intentó descerrajarse un tiro. “O era él o era yo”, dijo a Página/12 tres años más tarde, en una mesa de café.
Pero no pudo, algo la detuvo. Apartó el arma de su cabeza al mismo tiempo que sonaban dos disparos. Héctor murió instantáneamente con dos balas en la nuca. “Bajé la mano porque no podía. Sentí los dos disparos y un silencio bárbaro. No sabía lo que había hecho. ‘¡Uy, lo desperté!’, pensé. A Héctor no le gustaba que lo despertaran temprano”, aclaró. Graciela dejó tirada la pistola junto al teléfono y salió corriendo hacia la calle, pero volvió hacia dentro para llamar a la policía. El uniformado escuchó la misma voz y la misma explicación que sonó tres años más tarde en el teléfono de la redacción: “Yo maté a mi marido”.
–Pero, ¿no es que no sabía lo que había hecho? –preguntó este diario intentando hilvanar alguna lógica.
–Sabía, pero no sabía. Yo los llamé para que me protegieran de él, y al mismo tiempo debí haber visto algo. Pero no era consciente. No tenía noción de lo que pasaba. Estaba en estado de shock, como una sonámbula.

Héctor no murió en Troya

Quién era Héctor Alberto Guadalupe, en términos legales señalado por su papel protagónico como “la víctima”. Graciela tenía 24 años cuando lo conoció. El le llevaba 16. Tenía un negocio de computación en Lanús y una presencia seductora según los ojos de Graciela. El encuentro no fue premeditado. Fue casual, inesperado, tanto como los dos disparos que pusieron fin a la relación de 21 años: cinco de novios, 14 de convivencia, dos de matrimonio. Se conocieron una noche, cuando ella salía del colegio nocturno donde se esmeraba por terminar el secundario. Graciela y una amiga caminaban por la avenida Santa Fe, cuando ella sufrió un ocasional traspié y rompió uno de sus zapatos. Un hombre se acercó a ayudarlas. Se llamaba Oscar y las invitó a Vía Véneto, en la Recoleta, donde un amigo lo esperaba.
El amigo era Héctor. El zapato fue arreglado de inmediato. El traspié se prolongó durante 21 años.
A todo esto, Graciela no sólo luchaba por terminar el secundario, que había abandonado a los 15. También enfrentaba ataques de pánico desde los cinco años, sensaciones de desamparo, miedo a la muerte, profundas crisis depresivas, medicación psiquiátrica y una internación de por medio. La muerte de su padre, Bernardino Cachafeiro, cuando ella tenía 19 años, dejó marcas imborrables.
Después de arreglar su zapato, los picos de inestabilidad se acentuaron. “Héctor no ayudó en nada”, aseguró ella. Una novia griega, permanentes y prolongadas ausencias (“Se fue 14 veces y 14 veces volvió”, recordó ella con orgullo), desinterés por la convivencia y una acentuada fobia por poner la firma en el Registro Civil fueron complicando lo que a todas luces era imaginable con un final poco feliz. La muerte de José Rois, a la que Graciela estaba muy apegada, agregó la última gota un mes y medio antes del desenlace. Aquella noche del 25 de enero del ‘98, ella se encontraba tirada en el piso, escuchando música, cantando y llorando melancólicamente por José, sufriendo por su relación con Héctor y acompañada por una mezcla tan compulsiva como explosiva: alcohol, pastillas y su gato Ulises.
Dos años y medio antes, Héctor ya había pasado por otro encuentro casual aunque más esperado con las armas. Fue asaltado en su negocio de Lanús y mató a uno de los dos delincuentes. “Tenía permiso para portación de armas. Lo llamaron el justiciero de Lanús”, refirió Graciela en un tono tan despectivo como elogioso. Ahora, Héctor forma parte del título de un libro que Cachafeiro intenta escribir para contar sus verdades: “Héctor no murió en Troya”.

Códigos de la licenciada

Después de los dos disparos, después del llamado a la policía y de la confesión telefónica, Graciela fue detenida, internada por unas horas en un hospital y remitida finalmente a la U27, del Servicio Penitenciario Federal, con la carátula de “homicidio agravado por el vínculo”. Se inició entonces un largo recorrido legal para demostrar, artículo 34 mediante, que Graciela Cachafeiro era inimputable. Empezaron entonces los años más oscuros de su vida. Su estancia en el psiquiátrico llevó dos años y medio, incluyendo ocho meses después de la lectura de la sentencia que dictaminó su inimputabilidad. Después llegaría el tiempo de su internación en una comunidad abierta, en la Zona Norte, donde lleva algo más de seis meses aguardando un informe psiquiátrico que la devuelva a su casa de Mitre al 2600, donde ocurrió la tragedia.
“Ahí adentro, en la 27, los días son una tortura. No tener con quién hablar mi mismo sociolecto. Porque con ellas (las internas) tenés que usar códigos, si no te entienden te miran mal, te dicen que estás chapeando. No se puede chapear.”
El sociolecto al que hacía referencia Graciela no era otra cosa que palabras completamente ajenas a aquel mundo. Su licenciatura en Letras y su actividad como profesora de Lengua y Literatura en colegios secundarios de Villa del Parque, Barracas y Avellaneda no sólo eran inservibles allá dentro, sino que además, al evidenciarlos, ponían en peligro su vida.
¿Quiénes acompañaron a la interna Graciela Cachafeiro durante los dos años y medio de penal psiquiátrico? “Había chicas por drogas, por robos, chicas que estaban por poco tiempo. Había una que no puedo dar el nombre porque estaba apelando, tiene cadena perpetua, una asesina a sueldo. Había una lesbiana que era psicópata”, desplegó la lista. También estaba la “Colo” James, más conocida como La Degolladora del Abasto. Bajita, muy flaquita, muy fea, muy nerviosa y con una fuerza descomunal cuando se sacaba de quicio. Lo único que le interesaba eran los cigarrillos. No sabía en qué año vivía ni el día de su cumpleaños. “De repente lloraba por su hijo. De repente le daban dos cigarrillos y cantaba. Un día empezó a llorar. Era el aullido de un lobo, molesto, agudo. Entonces, le pegué unos gritos. Levantó una silla y me la tiró por la cabeza.”

La satánica y la monja

“Ahí adentro los cigarrillos valen oro. Se cambian por ropa, por zapatillas. Se hacen como ferias americanas y vos si tenés cigarrillos los cambiás por ropa.” Problemas con los cigarrillos Graciela no tenía: encargaba a sus visitas que le trajeran cinco o seis cajas de cincuenta. “Los armaban enfermos del Moyano, cigarrillos sin nombre ni etiqueta. Armados con el peor tabaco, el peor papel. Pero valían un peso cincuenta.” Los problemas venían por tenerlos: más de una vez le reclamaron, más de una vez se negó. Al menos, hubo una pelea que ella recuerde con una tal Moira, “muy muy inteligente, pero algo desquiciada”, detenida por pagar con dólares falsos. “Ella y toda su familia se dedicaban a eso. Reventaban una zona y se mudaban a otra. Estuvo como cinco veces en la 27.”
También recordó a la Filipino, una mujer con rostro masculino, “era como un tipo feo”, rapada y con una franja de pelo oscuro en el medio, con ojos saltones por un problema de tiroides, mirada glacial, flaca, “hecha bolsa, mal vestida, desprolija y sucia”. La Filipino estaba “por robo y hurto para comprar drogas. Era una adicta fúlmine”.
A fines de marzo del 2000, Graciela y el resto de las internas recibieron a dos colegas nuevas y de fama reciente: Gabriela y Silvina Vásquez, las hermanas satánicas. Gabriela, la mayor, quedó alojada en la misma celda que Cachafeiro. “Un carácter tremendo. Me contó que conoció al famoso Sergio. Según ella, el tipo era un demonio que se había metido en el cuerpo de su hermana y le manejó la mano con el cuchillo. Ella decía: ‘Silvina creía que mi papá estaba dentro de un muñeco de plástico y que había que romperlo para que saliera. Mi hermana está loca, pero porque tiene el espíritu del demonio dentro’.”
Durante pocos meses, la Colo, la hermana satánica mayor, Moira, la Filipino y Cachafeiro compartieron celda con la monjita Odero, de las 161 puñaladas. “Había protegido a una adicta, pero según ella, cuando apareció un tipo en su vida, la chica le hizo la vida imposible. Fue a decirle que no la persiguiera más, la discusión parece que fue fuerte. La monjita agarró un cuchillo y le dio 161 puñaladas. Ella, lo único que sabía era que había visto entrar y salir la hoja, y que no podía detenerla. De lo demás, dijo que no sabe nada. Allá, en la 27, la mayoría te va a decir siempre que no saben cómo fue que pasó todo.”

 


 

LE PIDIERON PERPETUA, PERO FUE INIMPUTABLE
“Sin conciencia ni control”

Por H.C.

Con el número 678, la causa “Cachafeiro, Graciela Carmen por homicidio calificado por el vínculo” se concentró sobre las pericias psiquiátricas que determinarían si se trataba de un caso de inimputabilidad. Durante más de un año el juzgado de instrucción analizó informes periciales, hasta que decidió la elevación a juicio descartando el sobreseimiento. El debate se inició el jueves 2 de setiembre del ‘99 en el Tribunal Oral en lo Criminal 19. Cachafeiro enfrentaba el pedido del fiscal, de prisión perpetua, y rogaba por el artículo 34 solicitado por su defensora. Al lunes siguiente, después de los alegatos, el tribunal absolvió a la acusada en fallo unánime, considerándola inimputable, ordenando reinternarla en la U27 hasta que no representara peligro para sí y para terceros.
En su alegato acusatorio, Eduardo Marina, fiscal del debate, consideró acreditada la materialidad del hecho y la autoría, cuestión que nadie en su sano juicio, incluyendo a Graciela Cachafeiro, estaba en condiciones de discutir. La discusión, en realidad, surgió a partir de las pruebas sobre la imputabilidad de la autora del crimen.
Marina solicitó la pena de reclusión perpetua alegando que los peritos no aludieron en ningún momento a “un estado de absoluta inimputabilidad”. Presentó como prueba principal el informe del perito de Arizabalo, quien señalaba que Cachafeiro “al momento actual (esto es al día siguiente del crimen) puede comprender el alcance de sus actos y dirigir sus acciones”. En su alegato, Marina aseguró que “la procesada preparó el momento, lo eligió para asegurar el resultado” y que para disparar “debió martillar el arma”.
Por su lado, la defensa se basó especialmente en un extenso informe presentado por la perito del CMF Guillermina Tavella de Riú. “Trastorno border line”, fue la definición de Riú en coincidencia con el resto de las pericias, aludiendo a una personalidad en las fronteras entre la neurosis y la psicosis. Su característica principal es “su imposibilidad de controlar sus impulsos”, sostuvo De Riú, a lo que se suma “el alcohol y los psicofármacos”, en un dosaje que según las proyecciones al momento del hecho superaban los 2,1 gramos por litro de sangre, agregados a la presencia de Fluoxetina, Alprazolan y Clonazepan.
Finalmente, en una extensa fundamentación del fallo, los jueces Alberto Ravazzoli, Roda Lescano y Hernán Fierro señalaron que, si la acusada martilló el arma, lo hizo por “un actuar mecánico, sin conciencia ni control”; rechazaron la planificación del hecho basándose en las pericias que “excluyen por completo la programación” y señalaron “la avasallante impulsividad con exclusión de control de impulsos”. Después, en voto unánime, aplicaron el artículo 34.

 

Las presas del Moyano

Por H. C.
Según los recuerdos de entrerrejas de Graciela Cachafeiro, Patricia James, la degolladora del Abasto, menuda pero de una fuerza descomunal, era capaz de llorar lo mismo por un cigarrillo que por su hijo. Sería un error suponer, en ese acto, un gesto de locura. Sería un error suponer desprecio. En la U27, “los cigarrillos valían oro”, recordó Cachafeiro.
Según las estadísticas, casi el 18 por ciento de las mujeres detenidas en el Servicio Penitenciario Federal son homicidas. La mayoría, según los especialistas, actuó pasionalmente contra personas de su esfera afectiva más íntima. Las “hermanas satánicas”, la “Colo James”, la monjita Marta Odero, Graciela Cachafeiro responden a esa mayoría, con o sin artículo 34 y más allá de toda locura.
Gabriela y Silvina Vásquez aparecieron en los titulares de los diarios a fines de marzo de 2000. Los policías que forzaron la puerta de su casa de Villa Pueyrredón descubrieron un cuadro espeluznante. Las dos jóvenes, semidesnudas y bañadas en sangre, rodeaban el cuerpo de su padre, Juan Carlos, cosido a cuchilladas. La historia rápidamente tomó un sesgo de ultratumbas y cuarta dimensión, apoyada en las infidencias policiales y en los relatos de los vecinos, que aseguraban haber escuchado voces demoníacas tras las paredes de aquella casa. Ambas fueron declaradas inimputables. Después, los peritos determinaron que Gabriela podía alcanzar su cura. También el crimen victimizó a una figura de sus afectos más cercanos.
Marta Odero colaboraba como enfermera en la Orden de San Camilo. También en noviembre, pero del ‘98, fue detenida acusada del homicidio de Marta Silvia Fernández. La hipótesis de los investigadores fue el drama pasional. El crimen ocurrió en Villa Urquiza. El cuerpo de Fernández apareció semidesnudo y vestido por 161 cuchilladas. Los vecinos no se asombraron de los gritos de aquella noche. Declararon que “ya se habían hecho el oído”.
Patricia James, la Ratita, como la llamaban en Laferrère, la Colo como la conocieron los diarios, Andreíta para sus padres, asesinó a su amiga Carla Márquez, de 15 años, el 8 de noviembre del ‘94. El cuerpo de la joven apareció dentro de un Taunus destartalado y abandonado en Gallo y Lavalle. Estaba cubierta con un afiche publicitario. Le habían asestado 8 puñaladas. Días después detuvieron a la Colo. Confesó el crimen que después negó. “La maté para que no me robara mi novio.” El novio era Juan Emilio “el Ponja” Juárez, según el barrio del Abasto, cafiolo de las dos niñas. Un año y medio después, la Colo y su “protector” fueron a juicio.
Algunos dicen que, para encubrir, ella insistió en que no había cometido el crimen. Si fuera así, la Colo terminó por amor en la U27. El Ponja, libre.

 

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