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el Kiosco de Página/12

Pequeña plegaria

Por Mempo Giardinelli

Quisiera comenzar este texto con una nota optimista, diciendo que López Murphy no cayó por un golpe de mercado ni por operaciones económicas. Su plan era, en líneas generales, el mismo que aplicaron Roque Fernández y Machinea, y el mismo que va a aplicar Cavallo. Su desmoronamiento se debió a que la sociedad argentina se plantó ante el grosero y torpe avance sobre la educación pública y decidió enfrentarlo. Visto así, tenemos un punto muy a favor de esta sociedad golpeada y malherida que somos.
De igual modo, durante estas últimas semanas de recordación del golpe del 24 de marzo de 1976, no hemos estado celebrando nada sino recordando un episodio desdichado, quizá el más dramático y brutal de toda la historia argentina. Esa recordación masiva, ese extraordinario y colectivo ejercicio de memoria es, sin dudas, otro punto a favor nuestro.
Aquel 24 de marzo nuestra sociedad descendió a los infiernos y a la peor degradación humana mientras muchos ciudadanos y ciudadanas, quizá ingenuamente, pensaban que acaso alcanzarían un improbable cielo prometido. El costo ya lo sabemos: 30.000 desaparecidos, incontables muertos, miles de exiliados, presos, torturados. Aquel maligno proceso signa aún el desaliento de un par de generaciones; entronizó la corrupción y la impunidad como modo de manejar el Estado y la cosa pública; e inició la destrucción de la educación pública. Todo eso, y seguramente más, le debemos a Videla, Massera y Agosti, tres comandantes que representaban a una corporación –las Fuerzas Armadas– que extravió su rumbo, y también representaban (hay que decirlo) a buena parte de la sociedad civil, harta del desgobierno y la crisis económica entonces imperante.
Pero lo que ahora es urgente reflexionar es el estado actual de nuestro país en relación con los legados culturales que nos quedaron de aquellos años. Veinticinco años es una distancia que debiera ser adecuada, pero acaso no lo sea. No para nosotros, los argentinos. No aquí y ahora, no todavía, no en las circunstancias aciagas que estamos viviendo. Pero la memoria no se rige por razones sino por emociones; la memoria no acepta reglas sino que es una regla en sí misma. Es el único laberinto del que los humanos jamás sabemos salir. Por eso la mejor actitud es entrar y vivir allí. No mansamente sino activamente. Para que así la memoria sea motor y no ancla. Para que sea maestra de vida futura y no temor a un pasado que paraliza.
Mucha gente hoy siente desasosiego. Y los jóvenes tienen una común aspiración: irse. Hay una sensación de abandono generalizado que se podría expresar con estas palabras: “Hemos perdido todas las esperanzas y ya no hay nada que hacer. Me han mentido tanto que ya no creo en nada. La solidaridad es inútil, así que mejor veo cómo me salvo yo”. No deja de ser comprensible: la rabia, la indignación y la impotencia han generado este escepticismo general. Es palpable en todos los sectores sociales: los acomodados que temen por su seguridad; lo que queda de las clases medias que temen el desmoronamiento final; los pobres (“excluidos del modelo” como se les llama ahora) que temen estar peor de lo que están y en su desesperación y su ignorancia acaban votando a sus propios verdugos.
En ese contexto, cuando el gobierno se muestra tan errático, la Alianza se hace añicos y la ahora oposición no es confiable (porque dio cátedra de oportunismo durante más de una década) la verdad es que hay muy poco para esperanzarse. Y cuando el señor Cavallo, responsable de la pobreza argentina, se erige como el presunto nuevo salvador de la patria, es inevitable pensar que, si estos son los frutos, es que estamos viviendo el germinar a pleno de las peores semillas sembradas por la dictadura.
Por eso es imperativo imaginar la reconstrucción del optimismo, que es la tarea más difícil, y también la que más urge. Para acabar con el nihilismo inconducente que abunda y agobia, estos días de recordación son apropiados. Ante todo para decir, una vez más, lo que es obvio: esto va apasar. La inconsistencia del actual gobierno, como la pesadilla mafiosa del gobierno anterior y sus secuelas de corrupción e injusticia, no son para siempre. Como acabó la dictadura militar, también este menemismo extendido a nuestros días (digo: este estilo desalmado y cínico de la política) se va a acabar. Es urgente recuperar esta primera esperanza: nada es para siempre y depende de nosotros enderezar lo que está torcido.
Los frutos amargos, los frutos venenosos están allí. Cuelgan del mismo árbol que es la sociedad argentina y ya sabemos que se trata de un árbol enfermo. Porque la democracia ha sido demasiado ingenua, los demócratas han sido excesivamente cautos y la verdad es que también hubo demasiado descomprometidos. Todo eso alentó el retorno de cierta retórica antidemocrática y de no pocas nostalgias autoritarias. Quizá eso explique que Cavallo exija ahora poderes supraconstitucionales, mientras es probable que algunos viejos demonios, sus amigos, estén soñando ya el regreso. Acaso se preparan, solapados y en las sombras como siempre, y hay que reconocer que la ceguera de muchos está facilitándoles la fantasía. El último ministro de Defensa, en su papel de administrador virreinal del ajuste y gendarme de la bronca de los indigentes, los ha ensoberbecido. Les permitió desplantes inadmisibles, les insufló nuevos aires de soberbia. Y también el líder de la oposición más dura –Hugo Moyano– que el otro día y después de “un asadito” con el general Alfonso, número dos del Ejército, admitió practicar esa rutina desde hace nueve meses.
Las Fuerzas Armadas de cualquier país, sin dudas, aspiran al respeto y el afecto de la ciudadanía. Pero a las nuestras hay que recordarles siempre que al respeto y al afecto solamente lo merecerán si de una vez por todas asumen la sincera autocrítica que la sociedad aguarda. No será comiendo asados, sino admitiendo el horror que provocaron, dejando de proteger a sus gerontes y expulsando de su seno a todas esas ratas que fueron, además, cobardes y corruptas.
Mientras eso no ocurra, hoy como hace 25 años, nosotros no olvidamos ni perdonamos. Porque el olvido es siempre causa de la mentira; como la verdad y la memoria son caras de una misma moneda: la de la Justicia.
No estamos del todo mal si ejercitamos la memoria como en estos días. Para perfeccionar la democracia (que sigue siendo el mejor de todos los sistemas de convivencia y gobierno, a pesar de todas sus fallas). Para defenderla a pesar de los políticos y de sus taras. Para recordar que los fundamentalistas de la cruz y de la espada y demás salvadores de la Patria fueron los maestros de corrupción e impunidad de nuestros políticos corruptos e impunes, claro que además aquellos censuraban, torturaban y mataban. Y para señalar con el dedo a los que Roberto Arlt llamaba “hombres-corcho” o sea esos que siempre salen a flote y se acomodan donde calienta el sol.
Aunque el presente sea ingrato y la absurda pobreza se enseñoree en esta tierra rica hasta el hartazgo; aunque nos sea tan esquiva la vida ahora y nuestros chicos y chicas se estén yendo para dejarnos un país vacío de juventud, y aunque acabemos siendo pocos los que quedemos para mantener estos fuegos, de todos modos el futuro es nuestro si sabemos hacer germinar las buenas semillas de la democracia. En ser conscientes de que ello es posible, que todavía vale la pena y que depende de cada uno de nosotros, radica la esperanza.

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