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el Kiosco de Página/12

Nuestro burgués querido
Por José Pablo Feinmann

1 En 1980 me levanté una mina. Nos habíamos citado en el bar Ramos y ella llegó tarde, costumbre (adorable y exquisita como ella) que habría de repetir largamente. Se sentó, nos miramos y en seguida nos dijimos algunas cosas de nuestras vidas. Todo normal hasta que ella me dice que fue la diseñadora de vestuario de La Patagonia rebelde. La miro absorto: “¿En serio?”. Dice muy naturalmente que sí, que ella es escenógrafa y vestuarista y que su primer gran vestuario en cine fue el de La Patagonia, que trabajó codo a codo con Osvaldo Bayer, que miraron innumerables fotografías, que buscaron las caras y las ropas del gallego Soto, del alemán Schultz, de Facón Grande, y que ella, después, las dibujó y las hizo hacer y todos se fueron al sur y filmaron la película bajo las órdenes del director, Héctor Olivera.

2 En 1974 fui a ver una película. Salí del cine y llegué a la Facultad de Filosofía y Letras (donde era titular de trabajos prácticos y dictaba Antropología filosófica) para dar mi clase de los días martes, de 18 a 20. Entré y sin más dije a los alumnos: “Vengo de ver la más extraordinaria película del cine argentino. No dejen de verla”. La vieron y la discutimos y analizamos a lo largo del cuatrimestre, que no fue un cuatrimestre, sino un bimestre o menos, ya que Isabel Perón lo puso a Alberto Ottalagano de rector de la Universidad y ese impecable nazi me echó de la cátedra, como a muchos otros profesores. Empezaba el rostro más feroz de la noche. Y una de las aristas de ese rostro era tornar delirante el análisis de un film como La Patagonia rebelde en un aula de la carrera de Filosofía.

3 En 1981 me filmaron una novela. Adolfo Aristarain, que venía de consagrarse con el film más contestatario y agresivo que habría de hacerse bajo la dictadura, Tiempo de revancha, quiso filmar mi primera novela, Ultimos días de la víctima. Firmamos el contrato en la oficina del productor, que era Héctor Olivera, un hombre alto, de pelo cano platinado y humor implacable. Era, también, el mismísimo director de La Patagonia rebelde, mi film amado. Días después le entregaba el primer ejemplar de mi nueva novela (quería, en verdad, impresionarlo) y le ponía una dedicatoria que decía así: “Al director del más extraordinario film del cine argentino”. Me miró y dijo: “¿No es demasiado?”. “No”, dije. Y para atenuar mi desborde añadí: “Aunque sé que algunos dicen que usted (nos tratábamos de usted) la hizo porque fue un oportunista”. No se incomodó para nada. Se rió y dijo: “Claro que fui un oportunista: era la oportunidad de hacerla”.

4 En 1987 entregué un guión que me habían encargado en Aries. Esperé algunos días, Olivera me llamó y una vez más entré en su oficina, que estaba, coherentemente, en la calle Lavalle. Ahora, ya nos tuteábamos. “¡Qué bien te salió este guión!”, exclama. (Nota: es raro que un productor exprese abiertamente su entusiasmo por el trabajo de un guionista, pues no ignora que –no bien lo haga– el guionista le pedirá dinero.) “¡Qué bueno es!”, sigue. Se detiene, menea con cierta melancolía su cabeza platinada y dice: “Lástima que lo vamos a arruinar filmándolo”. A lo largo de los años, siempre que di alguna clase o charla sobre el arte del guión de cine mencioné esta anécdota. Su contenido teórico dice: si un guión busca la excelencia en sí mismo merecerá el destino de no transformarse jamás en un film, porque las películas se hacen para que los guiones mueran, para que dejen de ser guiones y se transformen en películas, que a veces, en efecto, los arruinan. Pero jamás los dejan en el cajón del escritorio.

5 En 1983 dibujé un torito. Fue así: mi mujer (la mina que me levanté en 1980) es la escenógrafa –junto con Emilio Basaldúa– del film No habrá más penas ni olvido, que dirige Olivera sobre la novela de Osvaldo Soriano. Ustedes recordarán que –en esa peli– Ulises Dumont anda en un avioncito que se llama “Torito” y tiene dibujado un toro en el fuselaje. Bien, ese toro lo dibujé yo. Nadie lo sabe, ni siquiera Olivera lo sabe y Soriano se murió antes de que se lo contara, ya que demoré tanto en confesárselo que al final me quedé sin tiempo. Mi mujer me había dicho: “Necesito un dibujo para el toro del avión. ¿No querés hacerlo?”. Sabía lo que me pedía. Yo había estudiado dibujo de historietas de pibe y me las arreglo un poco con el lápiz. De modo que dibujé el torito, que es, en verdad, una copia del toro Ferdinando, un cartoon de Disney. Así las cosas, puedo decir hoy: el torito que está dibujado en el avión de Ulises en No habrá más penas... lo dibujé yo. No me disgustaría que se mencionara el hecho en mi epitafio.

6 En 1986 fui al set de filmación de La noche de los lápices. Filmaban una escena con Manuel Callau, que hacía un guerrillero del ERP que agonizaba cruelmente en el Pozo de Banfield. Años después, Olivera me diría: “Yo sabía que tenía enormes diferencias con ese tipo, que hubiéramos discutido terriblemente y nunca nos habríamos puesto de acuerdo. Pero me dije: ‘En mi película él es una víctima y yo tengo que quererlo’”. No desearía exagerar (como, según Olivera, exageré con La Patagonia rebelde) pero pocas veces alguien me expresó con mayor llaneza la relación entre el arte y las víctimas, la elección del arte en favor, siempre, de las víctimas, la historia del arte como historia del dolor. Como lo quería Horkheimer.

7 En abril de 2001 –el jueves pasado nomás– fui a un cumpleaños. Era el de Olivera y cumplía setenta (jóvenes) años. Ahí estaban los que él llama “sus escritores”: Osvaldo Bayer, Roberto Cossa, yo. No estaba David Viñas y no estaba –por esas cosas de la vida y de la muerte– Osvaldo Soriano. También estaba Daniel Kohn, que hizo el libro de La noche de los lápices. Siempre que Olivera nos ve juntos (no fue el jueves la primera vez) exclama: “¡Cada uno de estos escritores le ha dado un éxito a la casa!”. Se nos presenta como el empresario, como el productor. Nosotros sabemos que es –al mismo tiempo y no contradictoriamente– un artista. Pero nos fascina su condición de productor. Porque es el momento de decir lo que hace rato quiero decir: si este país conservara a este tipo de productores, a este tipo de empresarios, a este tipo de capitalistas, su destino, hoy, sería otro.
En el cumple, los hijos de Héctor proyectaron un video con testimonios de quienes trabajaron con él a lo largo de años y años. Roberto Cossa dijo algo revelador. Dijo que Héctor era (es) “nuestro burgués querido”. Porque, curiosamente o no, este tipo que se divierte diciendo que es un gorila y un oligarca, conjura la amistad profunda de muchos de los másverdaderos y notables artistas de la izquierda argentina. Si adecuadamente nos preguntáramos por qué podríamos responder porque ya no quedan tipos como él, ya no quedan burgueses queridos, tipos que hacen empresas nacionales, que invierten en el país en proyectos que tienen que ver con la cultura y la identidad nacional, que invierten para ganar dinero (porque son eso: capitalistas, capitalistas que son capaces de hacer productos mediocres para financiar los otros, los que raramente cierran en los números), pero que apostaron a un país, a una industria, a un mercado interno, a la producción y al consumo. Ya no quedan. O queda uno. O quedan dos. Pero no más. Porque por eso estamos así: en manos de una burguesía financiera torpe y brutal, que odia la cultura y ama la timba, que piensa al país como un mero mercado de capitales erráticos, que desdeña –desde una ideología de la pragmática del poder– a los intelectuales y a los artistas.
No era otro el propósito de estas líneas. Sólo desearle –así, públicamente– feliz cumpleaños a un productor y director del cine nacional. A un burgués querido. Conozco el riesgo. Hoy o mañana voy a atender el teléfono y una voz tramada por una ironía implacable, dirá: “¿No es demasiado? Para mí, exageraste”.

REP

 

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