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UN PROGRAMA EN AVELLANEDA PARA QUE LOS ADICTOS SE DROGUEN SIN RIESGOS
Jeringas a domicilio

Ellos golpean las puertas de las casas donde, saben, viven adictos. Y les entregan jeringas y elementos para inyectarse la droga. La idea es que, si no es posible evitar que se droguen, al menos no se infecten con el VIH. Como sucede en Holanda y otros países, ahora también ocurre aquí. La experiencia se lleva a cabo en un barrio de Sarandí, en Avellaneda, y es financiada por el gobierno nacional. Página/12 presenció un día de reparto de jeringas.

Pablo Cymerman, de la Red Argentina de Reducción de Daños, y Paula Goltzman, de Intercambios.

–¿Cuántos ganchos te vas a dar? –pregunta Irma.
–Dos o tres –responde el flaquito, sin remera, shorcito roto y zapatillas sin medias. Y estira la mano.
La mujer le da tres bolsitas y sigue su camino, mientras el flaquito las guarda como un tesoro dentro del pantalón.
Gancho. O pico. Alguna de las tantas expresiones que utilizan los usuarios de drogas para referirse al acto de inyectarse. Irma pregunta cuántos porque es su trabajo. Las bolsitas que entrega incluyen jeringas descartables, elementos para inyectarse y preservativos. El recorrido entre los estrechos pasillos de un barrio de Sarandí, en Avellaneda, con un bolso en la mano lleno de esos kits, ya forma parte de su rutina. La mujer, de 44 años, es una de las operadoras comunitarias de la Asociación Intercambios, una organización no gubernamental que entrega el material a los usuarios: se trata de un programa de reducción de riesgos –es decir, de prevención de los daños potenciales del uso de drogas inyectables, básicamente la transmisión del VIH–, que por primera vez es financiado por el Gobierno. Dos veces por semana se reparten en tres barrios del partido de Avellaneda y Página/12 compartió una tarde con los operadores y presenció la entrega del material.
“Tener la jeringa disponible hace que el usuario de drogas use ésa y no pida una usada”, explica Pablo Cymerman, coordinador de la Red Argentina de Reducción de Daños, y enseguida se ataja: “Que quede claro que no significa un incentivo. Una jeringa estéril se ofrece para prevenir el contagio de enfermedades como el sida y la hepatitis B y C, entre otras”.
“Loco: hacete cargo, no compartas la jeringa”. El mensaje se lee en uno de los calcos que forman parte del kit que entrega Irma en el mismo barrio donde vive: un puñado de casas humildes y laberínticos pasillos, a la vera de un arroyo de Sarandí, con más basura que agua. El kit contiene dos jeringas descartables, dos preservativos, una ampolla de agua destilada, un filtro, dos trocitos de algodón embebidos en alcohol, un recipiente para colocar la sustancia a inyectar y folletería de prevención.
–A mí me cambió la vida –cuenta–. Ahora ya soy alguien en el barrio y todos los pibes me conocen.
Por cada puerta que pasa la reciben con entusiasmo. Y ella responde entre sonrisas entregando el material descartable, que se usa y se tira a diferencia de los calcos con leyendas sobre prevención, que se ven pegados en los vidrios de los viejos autos y en las casillas. Otro dice: “Yo hago la mía con forro”.
–¿Cuántos necesitás? –pregunta Irma, sin pudor alguno, y entrega los preservativos. Con las jeringas es todavía más directa: “¿Cuántos ganchos te vas a dar?”, y entrega la cantidad que le piden, pero nunca de más. Ella sabe que no puede quedarse sin nada porque alguien podría tocar imprevistamente la puerta de su casa para pedirle un kit y debe tener stock. Una jeringa puede salvarle la vida a alguien porque “a determinada hora –confía Marcelo, que se define a sí mismo, medio en broma y medio en serio, como un “buen cliente de Irma”– cuesta más que un papel. Y todos preferimos gastar la guita en merca antes que en una jeringa”.
Es ahí donde comienza a tallar la reducción de riesgos. Adriana Procupet, coordinadora de vigilancia epidemiológica de Lusida (el Programa Nacional de Lucha contra el Sida y enfermedades de transmisión sexual, que depende del Ministerio de Salud de la Nación), detalla que “la reducción de daños es una política de prevención de los riesgos potenciales relacionados con el uso de drogas, más que la prevención del uso de drogas en sí misma: el objetivo es modificar actitudes y conductas de riesgo de transmisión de enfermedades”.
La coordinadora destaca la entrega de los kits: “Es la primera vez que se asume la reducción como política oficial”, asegura, y hace hincapié en los usuarios de drogas inyectables (llamados UDIs por los especialistas) que, a partir de un relevamiento realizado por Lusida, se descubrió que son los más castigados por el virus. Un informe oficial reveló que latransmisión del VIH entre UDIs representa prácticamente un 40 por ciento del total de enfermos (ver aparte). Cymerman explicó que este tipo de políticas tiene “la intención de mejorar la calidad de vida de las personas, en un marco de respeto por sus derechos”.

Como pan

“¿Cómo involucrar a la gente en este proyecto, cuando lo que prima es la desconfianza y el descreimiento?”, era la pregunta que se hacía el psicólogo Cymerman, a cargo del área de docencia de Intercambios, cuando comenzó a tomar forma la idea, dos años atrás. “En nuestros primeros encuentros, una persona nos preguntó qué teníamos que ver con la policía, por lo que resultó de vital importancia comenzar a tender redes con los usuarios para generar confianza”. “Ellos son fundamentales”, afirma.
Juan y Diego son los otros dos operadores comunitarios a cargo del reparto de material. Juan es un tipo divertido, tiene 42 años, pero parece menos. “Yo trabajo como reductor de daños y lo hago con alegría. Voy a las casas de los usuarios, entro a las cuevas –los lugares donde se reúnen algunos usuarios a inyectarse–. Tengo 25 años de usuario de drogas y se me han muerto muchos amigos”. Pero desde su lugar no pierde la confianza: “Las casas se construyen ladrillo por ladrillo y con salvar a uno ya estoy satisfecho”.
El programa llega a 55 usuarios. “Sé que no es mucho –admite Cymerman-, pero hay que trabajar cualitativamente si no se puede llegar a más gente. Nosotros estamos realizando algo que no debería ser una experiencia aislada, así no se responde a los números de la epidemia”, se enoja.
Juan va con su bolsito y una planilla, donde anota el sexo y la edad de las personas a las que les da los preservativos y los kits.
–Ratón, acá –le gritan a su paso, y él se acerca: “Voy y entrego en la calle, en un pasillo. Yo veo que estoy haciendo un bien y los que los usan te agradecen”. Y no miente: “A los pibes les cabieron”, dice Leo en jerga de barrio mientras se va con el kit en la mano. “Más bien –agrega otro–, los forros y las jeringas son como pan”.
Diego tiene 24 años y libra su batalla particular contra el sida, es su Moby Dick: “Es algo personal contra el VIH. Sé que es necesario repartir para evitar el contagio. Es difícil que se baje el consumo, pero no la infección. Logré cambiar las actitudes en mucha gente”. Necesita contar su experiencia de ex usuario y reconoce que esta actividad le da fuerza: “Me empecé a inyectar a los 18, pero ya hace un año que no lo hago, ya no le encuentro sentido”. “Me tuve que alejar de mis amigos y me cuesta mucho encontrarle sentido a la vida de ser careta”, dice. En la jerga, caretas son quienes no se drogan. “Me aburro de todo. Muchas veces me levanto y estoy todo el día con una jeringa en la cabeza”, confiesa.

La jeringuera

Más allá de las personas que trabajan directamente para Intercambios, del programa también participan colaboradores espontáneos. Raúl tiene 44 años y, junto a su mujer, Nancy, de 37, abrieron las puertas de su casa -donde viven con sus cuatro hijos y que está ubicada en el corazón de uno de los barrios– para que funcione como lugar de reparto del kit descartable para el consumo. “Ahora me dicen la jeringuera”, cuenta Nancy, sonriendo, pero a la vez lo vive como un elogio: “Es una forma de ayudar a los pibes”, dice, orgullosa. Tanto Nancy como Raúl usan drogas, pero ya no se inyectan. “Nosotros zafamos de la enfermedad”, confiesan casi a coro.
Raúl es un viejo conocedor del tema. Relata las cosas que hacía cuando era más joven y le parece que con su experiencia puede ayudar a los más chicos: “En cada cuadra hay dos vendedores de falopa y los pibes se inyectan merca, entonces yo trato de ayudarlos”.
–¿No es una molestia que toquen la puerta a cualquier hora para pedir una jeringa?
–Vos vení y pedime que a mí no me molesta –asegura. Y otra vez el fantasma de la muerte que ronda. “Muchos amigos míos murieron por el sida”, dice y hace una declaración de principios: “Hay que salir del pozo todos juntos, porque uno solo no puede”.
En medio de la charla aparece un hombre. Pasa, saluda, agarra un paquete con varios kits y se va. “Lo que yo hago no es nada al lado de lo que hace Miguel”, apunta Raúl, y señala al apurado. El cronista intenta conversar con él, pero no tiene tiempo. “Ellos te cuentan”, dice, ya en la puerta.
Raúl cuenta: “Miguel tiene 50 años y vive solo. Como es del palo, lo conocen todos y paran en su casa. Se juntan, curten ahí y por eso es que se lleva muchas jeringas”. Sin saberlo, lo que funciona en la casa de Miguel es lo que ocurre en Holanda y varios países del primer mundo: un centro de reducción de daños que sea un lugar de contención para usuarios de drogas.
Producción: Hernán Fluk.

 

El perfil de los adictos con VIH

Del total de enfermos de sida declarados en el país, el 40 por ciento se contagió el virus de la inmunodeficiencia humana por compartir jeringas en la inyección de drogas. El dato corresponde a una investigación de Lusida, el Programa Nacional de Lucha contra el Sida y las enfermedades de transmisión sexual, y constituye el punto de partida para la decisión del apoyo oficial a las campañas de reducción de riesgos.
Considerando solamente los mayores de 12 años, esa proporción sube al 42,2 por ciento. La cifra determina que la epidemia del VIH/sida en la Argentina tiene un perfil particular debido al impacto de la transmisión entre los usuarios de drogas inyectables (UDIs). La proporción de enfermos de sida cuya vía de transmisión ha sido el compartir el equipo de inyección es una de las más altas del mundo.
Hasta el 31 de diciembre del año pasado se notificó al Programa Nacional de Lucha contra el Sida y ETS un total de 18.826 enfermos de sida. De este total acumulados desde el inicio de la epidemia, casi un 25 por ciento ha fallecido. El estudio de Lusida incluye un perfil de los usuarios de drogas que conviven con el virus:
El análisis de la tendencia a lo largo de los años muestra una disminución de la proporción de UDIs en el total de los enfermos de sida registrados.
La razón hombre/mujer en UDIs es 6/1, mientras que en el resto de los enfermos de sida es 3/1.
La edad media entre los UDIs hombres es de 29 años; en el resto es de 34. Entre las mujeres es de 28 y 30 respectivamente.
Respecto de la residencia, el 94 por ciento se concentra en las áreas metropolitanas. El 53 por ciento, en la provincia de Buenos Aires (principalmente en el conurbano); el 30 por ciento, en la ciudad de Buenos Aires; el 9, en la provincia de Santa Fe (la mayoría en Rosario) y el 2 por ciento, en la ciudad de Córdoba.
El nivel de instrucción de los UDIs es sensiblemente inferior al del resto de los enfermos: mientras que en UDIs sólo el 17 por ciento completó la escuela secundaria, en el resto de los enfermos esta proporción alcanza el 44 por ciento.

 

ENTREVISTA A UN EXPERTO BRASILEÑO
“Somos agentes de salud, no somos narcos”

Los programas de reducción de daños comenzaron en los 80, cuando una serie de estudios realizados en personas infectadas con VIH indicó que cerca del 80 por ciento se había contagiado por el uso compartido de jeringas en la administración de drogas inyectables. Las campañas de distribución de jeringas existen en Europa desde 1984, y hay evidencias concretas sobre su eficacia en la disminución de la incidencia de VIH/sida, hepatitis y otras infecciones en usuarios de drogas inyectables (UDIs): en aquellos países en los que los programas ya llevan más de diez años en vigencia, los UDIs infectados ahora sólo representan un 5 por ciento. En América latina se está avanzando lentamente, con Brasil como el país donde existe la mayor cantidad de campañas sobre reducción de riesgos: en 1995 comenzó el primer programa de distribución de jeringas impulsado por la Universidad de Bahía, pionero en Latinoamérica, y actualmente hay en ese país 50 programas que, en 2000, llegaron a 32 mil personas con un total de 300 mil jeringas entregadas, lo que logró un notable descenso de UDIs infectados. Llegado a Buenos Aires para dar precisiones sobre la experiencia brasileña, Domiciano Siqueira, coordinador de la Asociación de Reducción de Daños de ese país, conversó con Página/12.
–¿Qué es la reducción de daños?
–Es un concepto de salud pública que prevé una intervención objetiva para combatir la transmisión de enfermedades a través del uso de drogas, como sida y hepatitis. La manera de implementar estas políticas es hacer llegar a los usuarios los elementos necesarios para evitar el contagio: empezando por jeringas y preservativos hasta acercarles tapitas para no mezclar la sustancia, algodones y filtros. Trabajar en la prevención del contagio por compartir jeringas y por relaciones sexuales es de difícil acceso, por ser actividades que se hacen a puertas cerradas.
–¿Cómo se llega a ellos?
–A través de otros usuarios: es fundamental su presencia como participantes activos de los programas. En Brasil, de las más de mil personas que trabajan en reducción de daños, el 70 por ciento son usuarios. Estoy convencido de que ésa es la clave del éxito de los proyectos.
–¿Cómo se mide cuantitativamente ese éxito?
–Hay datos objetivos realizados en Salvador, Bahía. Hace 10 años, el 60 por ciento de UDIs tenían VIH. Hoy esa cantidad se redujo al 5 por ciento, porque aumentó el número de jeringas usadas y disminuyó el número de usuarios. En todo el país, donde hay cerca de un millón de UDIs, un 60 por ciento de la gente que compartía jeringas ya no lo hace, con lo que eso representa para su salud y para la de todos, porque no viven en una isla. Además es importantísima la presencia de los estamentos oficiales en la financiación y puesta en marcha de los programas. Actualmente hay en funcionamiento 50 programas de reducción de riesgos, de los cuales 49 están financiados por el gobierno federal o por los gobiernos estaduales. Estamos llegando a 32.000 UDIs y para este año se prevé que se repartan 600.000 jeringas.
–¿Cuánto dinero se invierte en estos programas?
–Es mucho menos de lo que se cree: un programa de un año de duración, que emplea a diez personas y alcanza a 200 UDIs, cuesta 25 mil dólares.
–¿No hubo reacciones adversas a su implementación?
–Sí, porque hay una estigmatización sobre el usuario de drogas, se piensa en ellos como delincuentes o enfermos a los que hay que curar y esto no es así. Existe un enorme prejuicio sobre los usuarios de drogas ilegales y esto ocurre desde varios estamentos de la sociedad moderna: para las religiones usar drogas es pecar, para la Justicia es un delito y para la salud es una enfermedad. Por lo tanto el usuario de drogas es un pecador, un delincuente y un enfermo. Otro prejuicio instalado en algunos sectores es que con el reparto de drogas se incita el consumo. Nosotros no somos traficantes, somos agentes de salud. Yo doy una jeringa porquequiero que el que se inyecta no tenga VIH ni hepatitis, que sea más feliz con lo que él elige hacer. Tenemos una responsabilidad sobre la vida.
–Las campañas publicitarias asocien droga con muerte.
–Esa es otra falacia, supuestamente implementada para combatir el uso de drogas. Dicen “Vida sí, drogas no”: implica que quien usa drogas no vive, por lo tanto está muerto, lo que genera su exclusión social. Pero se castiga únicamente a los usuarios de drogas ilegales, ya que el alcohol y el tabaco son drogas y hay más gente que deja de fumar marihuana que de fumar tabaco o de tomar alcohol.

 

Los locos de Sarandí

La asociación Intercambios es una organización civil orientada al estudio y la atención de problemas relacionados con las drogas y forma parte de la Red Argentina de Reducción de Daños. El programa “Locos de Sarandí” –se llama así porque en el argot de los usuarios de drogas, loco es quien consume, en oposición al careta, que no lo hace– ganó un concurso organizado a partir de una convocatoria del Ministerio de Salud de la Nación, a través de Lusida, por lo que consiguió un presupuesto de 30 mil dólares que le permitirá funcionar hasta octubre de este año.
Adriana Procupet, coordinadora de Lusida, informó a Página/12 que el proyecto se financia con un 50 por ciento de dinero del Banco Mundial y el 50 por ciento restante proviene del Ministerio de Salud. “Este programa se enmarca dentro de las campañas focalizadas –explicó la especialista– que, a diferencia de las masivas, tienen un mensaje dirigido a poblaciones específicas, entre las que se encuentran los usuarios de drogas inyectables. Es una prioridad a nivel de este tipo de campañas –apuntó–, porque tienen una alta proporción de enfermos e infectados de VIH”.
Si bien desde el organismo oficial no dejan de lado el objetivo de que los usuarios intenten dejar la droga, Procupet aseguró que “es fundamental hacer hincapié en que, si no pueden dejarla, ésta no represente consecuencias para la salud. Debemos evitar la propagación de VIH, hepatitis B y C y las enfermedades de transmisión sexual, en un marco de respeto por sus derechos”.

 

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