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el Kiosco de Página/12

Medio siglo después
Por Jack Fuchs *

Detrás de los intereses de la guerra duerme una voluntad común: matar y ser matado, el demonio de la destrucción y el sacrificio. La conjetura, tan conocida, de que la guerra es continuación de la política por otros medios no termina de convencerme, no tanto por lo que sugiere en cuanto a la política, que ciertamente puede a veces leerse como un capítulo más del teatro de la guerra, sino por lo que Clausewitz insinúa allí en cuanto al origen de la guerra. Es una ilusión, o al menos a mí me lo parece, creer que la guerra comienza ahí donde la política fracasa. La historia, y más todavía la historia de estos últimos siglos, siglos de razón y progreso, prueba que la guerra está en relación con un principio más oscuro, más estremecedor e intemporal que el que rige las coyunturas y los conflictos políticos: el deseo humano de derramar sangre humana. La guerra encubre -bajo la apariencia del deber, de la causa, del ideal– una lógica inexorable, humana y ominosa del crimen. En la pesadilla de la guerra, los mayores asesinos pasan por hombres disciplinados, buenos profesionales, técnicos, héroes, expertos y, como supimos por las declaraciones de Eichmann en el juicio de Jerusalén, también pasan por abnegados padres de familia, honorables vecinos. El asesino es un hombre común; no hay nada propiamente inhumano en su empresa. “El mismo diablo –escribe Elie Wiesel– lucha por un ideal: él también se ve a sí mismo como un ser puro e incorruptible”.
La escena de la guerra es la coartada perfecta para matar sin remordimiento, para arrasar la vida sin culpa. La técnica proporciona lo demás, materiales, instrumentos. La Primera Guerra Mundial comenzó con combates cuerpo a cuerpo y terminó con matanzas químicas, masivas, con el uso de gases; la invasión a Polonia, en la Segunda Guerra, se hizo con unidades motorizadas (todavía recuerdo que las tropas alemanas, cuando entraron en Lodz, traían vehículos tirados por caballos), pero al término de la guerra la tecnología del crimen se había sofisticado hasta la aberración, las fábricas de muerte, la bomba atómica.
El 8 de mayo de 1945 el mundo asistía a la rendición incondicional de Alemania. El nazismo había sido derrotado. Durante los meses anteriores los alemanes habían buscado por todos los medios borrar las evidencias, destruyeron las cámaras de gas y los crematorios de Auschwitz, sometieron a los sobrevivientes a traslados descabellados; querían ocultar las huellas, las ruinas, pero afortunadamente las ruinas están ahí todavía, pruebas materiales, testigos inocultables. “Hasta la más perfecta de las organizaciones –es Primo Levi el que habla– tiene algún defecto”. Entre mediados y fines de abril se habían liberado los campos. Una victoria en la que no había nada que celebrar, muy poco se sabía entonces, casi nada, acerca del horror de Auschwitz, del delirio asesino que se había puesto en funcionamiento; y todavía, sin embargo, estaba fresco el olor de las chimeneas. Hollywood difundió en el cine imágenes de alegría y de júbilo, la entrada triunfal de los aliados, flores, aplausos y abrazos para recibir a los soldados americanos. Y efectivamente hubo festejos en algunas ciudades europeas. Pero la guerra no terminaba del mismo modo para todos. ¿Qué podíamos aclamar los que habíamos salido de Dachau? ¿Cómo podíamos nosotros, sobrevivientes, encontrar algo para celebrar? Yo ya había perdido a todos los míos en Auschwitz. Salimos del campo en medio de un asombro desolador, en la vergüenza de estar vivos. Porque estábamos entre los muertos, aunque todavía tuviéramos aliento, y un cuerpo, o la sombra de un cuerpo y sus humillaciones. Desde comienzos de abril había habido señales, se habían detenido los trabajos; los guardias se movían en desorden y circulaban noticias.
Recuerdo la perplejidad de sentirme entre los muertos. Nos sacaron en un tren, se decía que íbamos hacia el Tirol, no querían testigos vivos. Unos pocos kilómetros más allá, una escuadra de la aviación aliada bombardeó lalocomotora. En medio de la confusión caminé, caminé por la campiña bávara, anochecía, se notaban los tonos de la primavera junto con los últimos trazos del invierno y la nieve. Pasé la primera noche en el cobertizo de una granja. Dormí. Me desperté delante de la mirada, extraviada en el miedo, de los dueños de casa; era una familia alemana. Durante unos días se limitaron a darme de comer. Así pasé el fin de la guerra. Desde la casa se veía la ruta y por ahí vi avanzar camiones, tanques y vehículos militares. La Alemania nazi se había rendido. ¿Había terminado la catástrofe? Después me llevaron a un hospital levantado sobre un viejo monasterio en Saint Otilium. Si al terminar la guerra cesó la muerte de Auschwitz, si el fin de la guerra significó el término del modo de morir que se nos había impuesto, significó también el dolor moral de la vida que había desaparecido, lo que definió este largo duelo que llevamos.
Pasaron 56 años; había terminado el horror. Nunca dudé de la derrota del nazismo, sí de que yo fuera a verlo. No debí haberlo dudado, porque de hecho vi. Pero sin embargo así también empezó un tiempo en que la muerte iba a recobrarse, un tiempo que iba a mostrar hasta dónde habían llegado los crímenes, su carácter perdurable, fantasmal, la muerte en Auschwitz empezaba a mostrar su extensión siniestra, algo que no termina de morir, que sigue todavía ocurriendo ante nosotros. Nombrar esto, que sigue ocurriendo ante nosotros, es mi modo de hacer memoria, de mantener viva la esperanza y el respeto por todos quienes, de un modo u otro, luchamos contra el nazismo.

Ayer, 8 de mayo, fue el 56 aniversario de la rendición incondicional de la Alemania nazi.

* Sobreviviente de Auschwitz. Profesor honorario de la ORT argentina. Miembro del Pen Club International.

 

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