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Marcas escénicas de heridas que siguen abiertas

 

Las obras que se presentan en el marco del ciclo Teatro x la Identidad proponen nuevas miradas sobre un tema aún no resuelto.

Por Hilda Cabrera

La poeta María Mascheroni no escribió La tierra sabe lo que hace cuando tiembla pensando que este poema iba a ser actuado. Suponía sí que alguna vez sería leído en público. Tuvo en cambio presente la problemática de la apropiación de niños durante la dictadura militar: imaginó entonces cómo se sentiría una hija al descubrir su identidad falseada, de qué manera le hablaría a su madre apropiadora y qué sentimientos ambivalentes la cruzarían. Quizás por eso, el espectador de la obra –que, con igual título, puede verse los lunes a las 21, con entrada gratuita, en el Teatro del Pueblo (Diagonal Norte 943), dentro del ciclo Teatro x la Identidad, organizado en apoyo de las Abuelas de Plaza de Mayo– percibe en las palabras de la joven que interpreta Ingrid Pelicori tanta necesidad de ternura y tan profundo desgarro: “mamá/llegué/ no mires la olla/ ahí no se cocina mi cuerpo/ni mi nombre”.
Autora de La inevitable curva (Botella al Mar) e Impaciencia de la sed, Mascheroni va “filtrando” –como dijera en diálogo con Página/12– una historia cuya protagonista enlaza su experiencia con el aire y el agua, la tierra y el fuego. Es cierto que en la traslación escénica se pierde la música de la poesía, su particular ambigüedad. “La poesía representada se vuelve más unidireccional”, apunta la autora. Pero esos cambios, producidos aquí por la diversidad de tonos que le imprime Pelicori y la marcación de Susana Torres Molina (asistida en la dirección por Nora Schiavoni) no atacan a esa pluralidad de sentidos de la poesía. En la despojada ambientación de Santiago Baret (a cargo de la escenografía), Pelicori recrea el texto como si éste fuese el itinerario de un pensamiento hecho de cosas rotas. “Estoy por dormir/ acurrucada sosteniendo mi vientre/ quiero repetir tu gesto de parir”, susurra casi su personaje, asustado al imaginarse parte de un río que quiere bautizarla de negro, llevarse su cuerpo como prueba.
Sin nombre es otra de las piezas breves que se ofrecen en la pequeña sala Teatro Abierto del Teatro del Pueblo. Allí se suceden dos acciones paralelas. Ubicados frente a unas mesas sobre las que se han depositado unas tortas de cumpleaños, se ve a una mujer madura y a un joven. No hay comunicación entre ellos. La mujer recuerda en soledad a aquel bebé arrebatado junto con sus padres. De él sólo sabe que ese día cumpliría 23 años. El ambiente que rodea al joven es probablemente de algarabía. En ese contrapunto una frase es común a los dos: “Odio el momento después de apagar las velitas”, se le escucha decir a la mujer que memora pasadas celebraciones y al joven en su fiesta. El montaje de Sol Levinton (autora del texto desarrollado sobre una idea propia y de Hernán Leczycki) es sencillo y las actuaciones, acordes a ese despojamiento y al que propone el escenógrafo Pepe Uría. La abarcadora voz de la actriz Graciela Araujo es aquí el marco de contención de una abuela que no se resigna. Por su lado, Joaquín Bonet, el joven “buscador de sentidos”, acierta en una composición que va de la euforia a la duda.
En Pri: una tragedia urbana, de Cecilia Propato, la multiplicada voz en off de la actriz Alicia Berdaxagar se convierte en instrumento justiciero. Corta la trama con una contundencia afín a lo que se cuenta en esta pieza demoledora, dirigida por Walter Rosenzwit (con asistencia de Luciana Giacobbe) y protagonizada por los destacables Jean Pierre Reguerraz y Fernando Sayago (también a cargo de la banda de sonido). Se trata de una obra fragmentada, en la que se advierte el esfuerzo por sostener la intriga. Lo confiesa el Hombre que fuma y sopla su silbato en una innominada estación de trenes: “Si se dan cuenta enseguida por qué no soy nada (calificación que recibe de la voz en off), este drama está construido incorrectamente, nosotros habremos fracasado como personajes”, comenta, dirigiéndose a los espectadores. De ahí la rareza de su figura, y más todavía la de otra, de la que sólo se sabe que ha sido testigo dehechos que le hicieron sangrar los ojos “por haber visto lo que alguien no debería ver”.

 

 

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