Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


UNA BIOGRAFIA DEL EX SOLDADO QUE VOLO
EL EDIFICIO FEDERAL DE OKLAHOMA EN 1995
Terrorista americano

Timothy McVeigh, el hombre que mató a 168 personas en Oklahoma en 1995, en el mayor atentado de la historia norteamericana, será ejecutado mañana con una inyección letal. La muerte de McVeigh será cubierta por 2000 periodistas en directo y retransmitida por circuito cerrado a una sala de Oklahoma a la que han sido invitados 2000 supervivientes y familiares de las víctimas. Esta es la historia del monstruo.
Timothy McVeigh sale de la corte de Noble County, Oklahoma, dos días después
del atentado. Lo habían detenido por conducir sin matrícula en el auto que tomó segundos después de la explosión.


Por Enric González *

Terre Haute no es un agujero negro, aunque algunos jueguen con su nombre, “Tierra Alta” en francés, y lo llamen “Territable Hole” (Terrible Agujero). Es una plácida ciudad de Indiana, junto a la frontera con Illinois; relativamente próspera, muy fría en invierno y tórrida en verano, en la que viven 60.000 personas y cuyo mayor acontecimiento solía ser el Covered Bridge Festival, un pequeño mercado estival de artesanía como hay cientos en Estados Unidos. Se trata de un lugar amable y poco interesante. Pero sobre Terre Haute se cierne una tormenta de proporciones cósmicas, una tragedia histórica envuelta en un carnaval grotesco. Timothy McVeigh, soldado y terrorista, patriota y asesino, debe morir mañana en Terre Haute. Decenas de miles de personas se agolparon en la ciudad; los más, para festejar la exterminación del monstruo; algunos, para honrarlo como mártir. Todos los desgarros y contradicciones de la sociedad estadounidense convergen sobre Terre Haute, condenada a ser un agujero negro. Esta ciudad se convirtió en un micropunto de infinita densidad que absorberá las luces y las sombras del país más poderoso del planeta.

La bandera

Bill McVeigh es un hombre decente, cristiano, y nunca se ha quejado de su suerte. Trabajó toda la vida en la empresa Harrison, que fabrica radiadores para los coches de General Motors, y desde su jubilación organiza bingos y competiciones de bowling para ancianos. Después de separarse, vendió su casa y compró otra más pequeña en Lockport, muy cerca de la fábrica, donde se instaló con el pequeño Tim. Lockport está en el extremo noroeste del estado de Nueva York, muy lejos de Manhattan y muy cerca de Buffalo y de las cataratas del Niágara. Es una zona industrial habitada por obreros blancos, lo que llaman white trash (basura blanca); un mundo de horizontes estrechos e inviernos casi eternos.
Las notas de Tim eran correctas, algo inferiores a lo que le correspondía por su elevada inteligencia. Se interesó por los ordenadores cuando aún pocos lo hacían, se estrenó como pirata informático cuando la palabra modem sólo era conocida por los técnicos, le encantaban los animales y la naturaleza, y no se perdía un capítulo de sus dos series favoritas, “Star Trek II” y “La casa de la pradera”. Ambas reflejaban lo que debía ser el universo: una comunidad de hombres libres y sinceros, dispuestos siempre a enfrentarse al mal.

Las armas

Tim McVeigh no quiso estudiar, pero tampoco ingresar en la monotonía de la fábrica de radiadores. Obtuvo una licencia de armas, practicó hasta convertirse en un tirador excepcional y se empleó como guardia de seguridad de alto nivel. Solía, por ejemplo, escoltar los cargamentos de oro y billetes de la Reserva Federal de Buffalo. Las armas le gustaban cada vez más y compraba la prensa especializada, y a través de esta revista, como Soldier of Fortune, descubrió libros. El que más le gustó se llamaba Cabalgar, disparar y decir la verdad. El que más le impresionó fue Los diarios de Turner, de Andrew MacDonald, seudónimo de William Pierce, líder del Partido Nazi Americano.
Los diarios de Turner es la historia de un ciudadano que, agobiado por las leyes coercitivas y la reglamentación contra las armas del gobierno federal, coloca un camión-bomba ante el cuartel general del FBI en Washington e inicia con ello una “guerra de liberación”. Se trata de una obra de tintes racistas, muy antisemita y favorable a Adolf Hitler, que hoy circula profusamente por Internet y se ha convertido en la Biblia de los movimientos neonazis. Al joven McVeigh le fascinó la posibilidad del caos en Estados Unidos, por una guerra civil o un desastre nuclear. Sería el mejor ambiente para alguien como él, fuerte, valiente, habituado a defenderse por sí mismo y a valerse con pocos medios en plena naturaleza.
A falta de caos, optó por alistarse en el ejército. Le entusiasmaba Rambo, y pensaba que la infantería iba a proporcionarle aventuras y combates cuerpo a cuerpo. El 24 de mayo de 1988 vistió por primera vez el uniforme y pronto hizo amigos. Los mejores se llamaban Terry Nichols, al que apreciaba mucho pese a que consumía marihuana y anfetaminas (McVeigh no fumaba, no bebía y no se drogaba), y Mike Fortier.

La guerra

El joven cabo llegó al desierto saudita a mediados de enero de 1991. Fue asignado a la torreta de un vehículo Bradley, un blindado mixto de ataque y transporte de tropas, y ganó los galones de sargento unos días antes de que comenzara la invasión de Kuwait. La batalla terrestre duró sólo cuatro días, pero supuso una lección muy dura para el sargento McVeigh. Había viajado a Arabia Saudita convencido de que Saddam Hussein era un matón que abusaba de un país débil, Kuwait; una vez en acción, entre el rugido de los blindados y los helicópteros Apache, sintió que estaba del lado de los matones, en el bando equivocado. Aquello le pareció “una cacería de pavos, una carnicería” en la que las tropas iraquíes eran exterminadas sin posibilidad de defenderse. También le indignó que sus mandos mintieran, que dijeran a la prensa y al resto de la tropa que varios compañeros suyos habían muerto durante un asalto de las fuerzas de Saddam, cuando él sabía que había sido “fuego amigo”, uno de los muchos errores a los que asistió; que negaran haber matado a mujeres y ancianos, cuando él sabía que sí lo habían hecho. ¿No estaban allí en nombre de la verdad y la justicia? Acabó repartiendo alimentos entre sus enemigos aunque estuviera prohibido.
Tim McVeigh fue uno de los primeros en regresar, porque sus mandos lo recomendaron para el ingreso en las boinas verdes, la unidad más selecta del ejército más poderoso del mundo. La posibilidad lo ilusionaba, pese a sus dudas sobre la honorabilidad militar, y más cuando, por primera y última vez en su vida, fue tratado como un héroe. Los desconocidos lo saludaban, no lo dejaban pagar en los restaurantes, las chicas se lo disputaban en los bares. Fue el mejor momento de su vida.
La breve felicidad concluyó al fracasar en las pruebas de acceso a los boinas verdes. A finales de 1991, con cuatro condecoraciones en el pecho, presentó su renuncia y abandonó el ejército.

Waco

Tim McVeigh intentó volver al hogar del padre y a los turnos de la seguridad privada, pero no pudo. Compró un coche y se dedicó a lo que mejor conocía, las armas. Vagabundeó por todo el país, de feria en feria, vendiendo ropa militar, libros de supervivencia y camisetas. Las ferias de armamento, un acontecimiento típicamente norteamericano en el que se comercia con armas blancas, fusiles de asalto y material relativamente pesado, le permitieron conectarse con la red de Patriotas, Milicias, Supervivientes y demás organizaciones de un magma en que se mezclan nazis, libertarios y pirados, gente unida por su desconfianza hacia Washington. “Un hombre armado es un ciudadano; un hombre desarmado es un súbdito”, solía decir McVeigh. Esa frase resume el sentimiento de una parte de la población estadounidense, habituada a identificar el revólver y el fusil con la rebelión que les permitió librarse del poder británico y, en definitiva, con la libertad.
Ese magma humano, siempre tendiente a la paranoia, vivía en estado de alerta desde que empezó a hablarse de “nuevo orden mundial”. Puede parecer extraño, pero muchos estadounidenses creían –y creen– que existe una conspiración entre Washington y la ONU para crear un gobierno planetario que les arrebatará las armas y, una vez estén indefensos, la libertad. El asalto del FBI a una granja en Ruby Ridge, en el que un francotirador federal mató a un niño, fue interpretado como la señal de que las hostilidades entre los “aspirantes a esclavos socialistas y los hombres libres”, por utilizar las palabras de McVeigh, habían comenzado.
Y entonces ocurrió Waco.
No es posible exagerar el trauma que provocó en la sociedad norteamericana el brutal asalto de las fuerzas federales a la granja de Waco (Texas), donde se había atrincherado la secta davídica de David Koresh. Tim McVeigh fue uno más entre los miles que viajaron a Waco durante los casi dos meses de asedio a la granja, para protestar contra la intrusión de los federales. El 19 de abril de 1993, los agentes del Departamento Federal de Tabaco, Alcohol y Armas atacaron frontalmente la granja, con artefactos incendiarios, bombas de gas y ametralladoras. Más de 80 personas murieron, entre ellos mujeres y niños asfixiados por el incendio. Bill Clinton tardó años en reconocer que aquello había sido “un grave error”. McVeigh lloró. Los políticos de Washington habían declarado la guerra a los ciudadanos. Y juró venganza.

La venganza

No le costó convencer a Nichols y Fortier para que le ayudaran. Ambos pensaban como él, aunque su obsesión fuera mucho menor. McVeigh se fijó como objetivo el edificio Alfred P. Murrah de Oklahoma City, porque albergaba numerosas oficinas federales y porque su fachada de cristal parecía especialmente vulnerable a una explosión. Y estableció la fecha del 19 de abril de 1995, el segundo aniversario de Waco. La hora, las once de la mañana. “¿Y toda la gente?”, preguntó Frontier cuando conoció el plan. “Piensa en la gente como si fueran soldados imperiales en La guerra de las galaxias”, respondió McVeigh. “Pueden ser individualmente inocentes, pero son culpables porque trabajan para el Imperio del Mal.”
McVeigh quería muchas víctimas. Era necesario. Equiparaba la acción que iba a emprender con la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima, que mató a 200.000 personas, pero “salvó muchas más vidas porque acortó la guerra”.
El 19 de abril de 1995, Tim McVeigh amaneció en su coche, como de costumbre. Y solo, como de costumbre. A última hora había decidido adelantar la hora de la venganza: debía producirse a las nueve de la mañana. Se puso tapones en los oídos y su camiseta preferida: en el pecho, bajo un dibujo de Abraham Lincoln, la frase “Sic semper tyrannis” (Así siempre a los tiranos), gritada por John Wilkes Booth al disparar contra el presidente vencedor de la guerra civil. Se sentó al volante de una furgoneta amarilla alquilada unos días antes, en la que, con ayuda de Nichols, había cargado 3500 kilos de explosivos, y condujo hasta el edificio Murrah. En el último semáforo encendió la primera mecha, de cinco minutos. Al aparcar encendió la segunda, de dos minutos. Salió de la furgoneta y caminó tranquilamente hacia la parte de atrás de un edificio cercano, donde estaría a salvo.
A las 9.02, la furgoneta estalló. McVeigh recuerda que la explosión lo despegó “varios centímetros” del suelo. No llegó a ver el edificio destruido; caminó hasta un destartalado automóvil que había comprado días antes por 250 dólares y se alejó del lugar. Dejó a sus espaldas 167 muertos, 19 de ellos niños de una guardería instalada en el edificio. La víctima 168 fue una enfermera que falleció mientras trataba de socorrer a los más de 500 heridos. En la guerra del Golfo habían muerto 148 soldados norteamericanos en combate. Oklahoma City fue, en ese sentido y en otros, como el psicológico, peor que una guerra. Algunos sobrevivientes se suicidaron después, incapaces de soportar sus recuerdos.

El juicio

Tim McVeigh, que circulaba sin matrícula, fue detenido horas después por un policía de tráfico y trasladado a una prisión rural en Nobel County para una verificación rutinaria. El FBI, mientras tanto, buscaba enemigos en el exterior. ¿Quizá los iraquíes? ¿O los de Bin Laden? Sólo un hombre, el agente especial Clinton van Zandt, de la Unidad de Ciencias del Comportamiento de Quantico (Virginia), intuyó inmediatamente la verdad. Van Zandt había sido jefe de los negociadores del FBI durante el asedio de Waco, y cuando se le pidió un perfil de urgencia de los posibles terroristas, comprendió que la clave estaba en la fecha. “Hablamos –escribió– de un hombre blanco, que actúa solo, o con otra persona. Tiene veintitantos años, tiene experiencia militar y es miembro marginal de alguna milicia. Está furioso por lo que ocurrió en Ruby Ridge y en Waco.”
El FBI tardó dos días en dar con McVeigh, retenido por errores burocráticos en la celda de Nobel County. McVeigh reconoció inmediatamente su culpabilidad a sus abogados, pero no aceptó confesar ante la policía. Quería que se molestaran en buscar pruebas. “Espero ser condenado, y espero que se me imponga la pena de muerte”, le dijo al psiquiatra. En efecto, el 2 de junio de 1997, el jurado lo encontró culpable, tras 23 horas de deliberación. Y se le condenó a muerte. Se convirtió en uno de los primeros condenados a una muerte por un delito federal, el de terrorismo en su caso, desde 1963. Terry Nichols recibió cadena perpetua. Mike Fortier hizo un pacto con el fiscal y fue condenado a 14 años.

La espera

Tim McVeigh pasó dos años en la Supermax de Florence (Colorado), la prisión más segura del país. Sus compañeros de galería eran Ramzi Yousef, que cumple 240 años por el atentado contra el World Trade Center de Nueva York en 1993, y Theodore Kaczynksi, más conocido como Unabomber.
“Quería esto desde el principio”, explicó a los autores de Terrorista americano. “Mi objetivo era un suicidio asistido por el Estado, y cuando ocurra, allá ustedes, hijos de puta. Mientras tanto, me lavan la ropa, veo la tele todo el día y no pago facturas. ¿Se puede llamar tortura a esto?”
McVeigh morirá habiendo conseguido, al menos en parte, sus objetivos políticos. El propio Clinton van Zandt, el agente del FBI que trazó el perfil del terrorista poco después del atentado, reconoce que el gobierno federal ha cambiado su forma de actuar tras el horror de Oklahoma City y trata de no avasallar a ciertos colectivos. “Con Waco comenzó una guerra, y Oklahoma City no sólo llevó esa guerra a nuevos límites, sino que le dio una dirección distinta”, dice Van Zandt. En palabras de McVeigh: “Cuando a un matón le rompen la nariz, deja de atreverse con los débiles”.

El fin

Casi 2000 periodistas y cámaras de todo el mundo se desplazaron a Terre Haute. Todos los hoteles en 80 kilómetros a la redonda están completos. “El campo de golf estará abierto a la prensa”, afirma Bill Burdine, director del Holiday Inn, el mayor hotel de la ciudad. El profesionalismo del hotelero es similar al que exhiben otros establecimientos como Magdy’s, el restaurante más reputado de Terre Haute: “Hubiéramos preferido que la gente viniera por otros motivos, pero estamos preparados para servir más de mil cubiertos en una noche”, dice Magdy Atwa, el dueño.
Las escuelas cerrarán, porque hay miedo. Se espera a docenas de miles de manifestantes de Amnistía Internacional, la Coalición Nacional contra la Pena de Muerte, la Unión Americana por las Libertades Civiles y otras organizaciones similares, y a miembros de las Milicias y de grupos de ultraderecha que ven a McVeigh como un héroe condenado al martirio. Mark Hartman, el jefe de la policía de Indiana, afirma que las fuerzas de seguridad “estarán preparadas para cualquier contingencia”. Tim McVeigh, 33 años, tiene derecho a pronunciar unas últimas palabras. Quiere recitar un poema de William Ernest Hendely titulado Invicto, famoso por un verso: “Soy el dueño de mi destino, soy el capitán de mi alma”.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

 

OPINION
Por Claudio Uriarte

Daños colaterales

El caso de Timothy McVeigh, el terrorista americano que en 1995 causó 168 muertos con la voladura del edificio federal Alfred Murrah en Oklahoma City, siempre reclamó poderosamente para sí la clásica asociación freudiana de lo siniestro como ambigüedad entre lo extraño y familiar. Después de todo, el hombre que años después describiría a la veintena de niños muertos en la guardería del edificio como “daños colaterales” era un ex héroe de la Guerra del Golfo. Y “daños colaterales” fue el latiguillo persistentemente empleado por la OTAN en su campaña de 1999 cada vez que su aviación y sus misiles impactaban en blancos civiles, tanto más escandalosos por inofensivos, en Yugoslavia y su provincia rebelde, Kosovo.
Pero la asociación va más allá de los antecedentes militares de McVeigh: el hombre de Oklahoma es mucho más que una versión magnificada del Taxi Driver de la película de Scorsese. Juzgado en una primera impresión, McVeigh resulta apenas otro ejemplar de lo que se denomina el lunatic fringe de la política estadounidense, su borde lunático, limpiamente separado del virtuoso mainstream (o corriente principal) por toda una confusa mitología paranoica, ultranacionalista y xenofóbica de acuerdo con la cual el gobierno federal había dejado de representar a los norteamericanos, y preparaba una invasión de las Naciones Unidas contra su territorio. Ante esta amenaza, cualquier acción era legítima. Pero esa separación entre el lunatic fringe y el mainstream empieza a parecer cada vez más borrosa cuando se considera el clima político reinante en Estados Unidos en la época del atentado. McVeigh hizo volar el edificio en 1995, es decir al año siguiente que una Revolución Conservadora encabezada por Newt Gingrich tomara el dominio de la Cámara de Representantes en las elecciones de noviembre de 1994, y depositara al ultraconservador y aislacionista Jesse Helms al frente de la poderosa Comisión de Relaciones Exteriores del Senado. La ideología de esa Revolución era sugestivamente próxima a la de McVeigh: intensamente anti-gobierno federal en lo interno, y mucho más intensamente antiinternacionalista en lo externo, incluyendo en primer término la demonización de Naciones Unidas. Helms decía que el Departamento de Estado tenía demasiados “desks” (u oficinas) dedicados a otras regiones y que, bajo él, la Comisión del Senado se convertiría en el “America Desk”. Lo escandaloso en McVeigh fueron los medios, el corolario final de las ideas de Gingrich y Helms.

 

PRINCIPAL