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RODRIGO GRANDE, DIRECTOR DE “ROSARIGASINOS”
Rosario, en clave de tango

La película, que se estrena el jueves, es la historia nostálgica del reencuentro de dos ex presidiarios encarnados por Ulises Dumont y Federico Luppi. �Habla de Rosario, pero es universal�, dice Grande.

Por Ana Bianco

Con Rosarigasinos, el joven director y guionista Rodrigo Grande intenta cerrar un círculo que inició hace cinco años, a los 22, con la escritura del guión. El círculo acaso jamás hubiese cerrado de no mediar la intervención del veterano director José Martínez Suárez, que lo puso bajo su ala en carácter de producto. El término rosarigasino fue inventado por presos de la Unidad Penitenciaria 6 de la calle Zeballos, en Rosario, para encriptar mensajes frente a los guardiacárceles. Esa forma de lunfardo de Rosario se extendió rápidamente en las calles, y Alberto Olmedo se encargó de popularizarlo fuera de la ciudad con sus personajes televisivos. La película, rodada en seis semanas en Rosario y localidades cercanas como Funes, Carmen de Sauce y Bigand, recrea los bares de la ciudad, el Anfiteatro, la cárcel, la cancha de Newell’s Old Boys y el Puerto.
La historia se centra en la amistad entre Tito y Castor, que acaban de pasar treinta años en la cárcel de Rosario y tienen la ilusión de reencontrarse con sus amigos, volver a actuar y resolver algo pendiente que cambiará sus vidas. Federico Luppi es Tito, un cantor de tangos de cuarta; Ulises Dumont Castor, su acompañante en el bandoneón. Ambos fueron considerados los mejores actores en el último Festival de Mar del Plata. María José Demare (autora, junto al director, de la letra de dos tangos), Francisco Puente, Gustavo Luppi, Enrique Dumont (como sus padres en la juventud) y Emilio Bardi completan el elenco. Con Félix Monti como director de fotografía y Adolfo Aristarain como productor asociado, el film se estrenará en Buenos Aires pasado mañana
–¿Cómo le surgió escribir el guión?
–El núcleo de la historia puede tener algún contacto con mi partida hacia Buenos Aires para estudiar cine. No quería irme de Rosario. La necesidad de hacer cine me obligó a moverme. En Buenos Aires sentí que los vínculos con mis amigos empezaron a desdibujarse, a pesar de que nos separan sólo trescientos kilómetros. Me hubiera gustado dejar en pausa, volver y retomar. Me di cuenta que en un montón de anécdotas y vivencias no estaba, no era partícipe y me las contaban como alguien ajeno. Ese dolor me permitió sentir un poco lo que sienten Tito y Castor, la necesidad de reencontrarse con los amigos y la negación de los treinta años que pasaron. La fantasía de encontrarlos como ellos los dejaron. La vida de los amigos cambió, la de ellos no, porque estuvieron treinta años congelados dentro de la cárcel.
–Castor y Tito son dos marginales. ¿Cómo los imaginó?
–En los tres cortos que filmé los personajes no tenían ninguna profesión. El más cercano a la legalidad puede haber sido en mi primer corto Martínez Suárez, que hace un director de cine retirado. Me atraen esos personajes. Tito y Castor funcionan como El Quijote y Sancho Panza, como esos dúos que se entienden sin hablar, como un matrimonio viejo. Tienen códigos propios ante la presencia de un tercero en la mesa.
–Definir a la película como “netamente rosarina”, ¿no es limitarla?
–La película es totalmente rosarina, tanto como Amarcord es totalmente de Rímini... salvando las distancias, claro. Son películas que hablan de una época y de un lugar preciso. Cuando uno cuenta algo que es sumamente personal puede volverse universal desde ese punto. Al tratar de filmar pensando en todos los públicos se corre el riesgo que se convierta en una película lavada y sin expresión. El ser humano es igual en todos lados. Rosario, al estar más estancada por la situación del país, un poco más marginal, está más cercana a los personajes de la película y se puede asemejar al resto del mundo. El sentimiento de soledad de la gente está en cada uno, y es lo que llevan los personajes adentro. Además de filmarla en Rosario, hice hincapié en que era rosarina porque así la siento más mía. Pero Federico e Ulises me dijeron que les atraía el guión porque era universal, y ahí me empecé a dar cuenta de eso.
–¿El tono de la película es cercano a su generación?
–Siempre pienso en el espectador cuando escribo. Ese retorno después de 30 años era un tiempo lógico para dar idea del paso del tiempo y qué ocurrió en Argentina, las cosas que cambiaron, la manera de sentir, la moral y los códigos. Tal vez esa ilusión que los viejos nos venden bien de que antes era mejor. En la generación de Federico y Ulises el concepto de la amistad es más fuerte. El código de honor, no fallar, no traicionar, es mucho más fuerte. Hoy está todo muy confundido. La cultura se desvalorizó hasta el punto de hacernos sentir mal por manejarnos con esos códigos perdidos. Si me tildan de antiguo, me gusta ser antiguo. Me gusta el cine que conmueve, me aburre el cine pretencioso e intelectual que en vez de contar una historia muestra el lucimiento de un director.
–¿Cuánta influencia del tango hay en la película?
–Los personajes y sus historias pueden ser una letra de tango. Tito es cantor de tangos y Castor es bandoneonista. La primera media hora transcurre como una película tanguera, luego adquiere un rumbo hacia la tragicomedia, el policial. Tito canta tan mal como Federico. Luppi da en la tecla cantando mal, es perfecto. Los tangos los escribimos con María José Demare. En el corto Juntos, in any way lo hice cantar a Briski y Ulises era el bandoneonista. Con esta película Federico se arriesgó al ridículo: no compone a un galán, aparece con panza y bordea el patetismo. Era un gran riesgo, podía dar un estrereotipo que a él no le fuese, finalmente está más cercano a Goyeneche. Tito es antipático, hace cosas no muy queribles, y sin embargo es querible todo el tiempo. Demare me aseguraba como Morocha a una mujer que ha vivido y desde su quietud observa cómo están las cosas. Le dio vida propia al personaje.

 

 

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