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Llorar cuando el sol subía
Por Juan Gelman

En todas partes se cuecen habas con la cuestión indígena, pero en Australia durante mucho tiempo se cocieron habas solamente. Véase este testimonio recogido por la Comisión de Derechos Humanos e Igualdad de Oportunidades australiana en su informe de la encuesta nacional de 1995 sobre la separación de sus familias de niños indígenas y de las islas del estrecho de Torres. �Yo estaba en la oficina de correos con mamá, mi tía y mi prima. Nos metieron en una camioneta policial y dijeron que nos llevaban a Broome (puerto del noroeste del país). Metieron a las mamás también. Pero a los 15 kilómetros pararon y sacaron a las madres. Saltamos detrás de ellas, llorando y tratando de no quedarnos atrás. Pero los policías nos agarraron y nos tiraron de nuevo en la camioneta. Arrancaron y las madres perseguían el vehículo, corriendo y gritando detrás nuestro. Cuando llegamos a Broome, nos metieron en la cárcel a mi prima y a mí. Teníamos diez años solamente�.
Corría 1935 y las dos niñas fueron internadas en un orfanato para niños aborígenes de piel clara ubicado en Perth, a miles de kilómetros al sur. Eran víctimas de las políticas oficiales destinadas a arrancar a los vástagos de ascendencia europeo-indígena de sus familias y comunidades para absorberlos �se dijo primero� o asimilarlos �se dijo después� en la racista sociedad blanca. Finalmente, con la mezcla correcta, sus hijos iban a ser de piel más clara todavía, aptos para la cosecha local de blancos necesarios en un enorme país-continente de 8 millones de kilómetros cuadrados. Se estima que a lo largo del siglo XX unos 100.000 niños indígenas y de las islas del estrecho de Torres fueron así condenados al olvido de su origen y al quiebre de su identidad y filiación. John, uno de los 535 testimoniantes ante la comisión, recuerda: �Definitivamente, no me dijeron que yo era aborigen. Nos dijeron que éramos blancos... Dijeron que no podíamos hablar con nadie de color porque éramos blancos�.
Esos niños no sólo fueron despojados de padres y familia, también de lengua y de cultura. Fiona tenía 5 de edad cuando se la llevaron y reencontró a su madre sólo 32 años después. No pudieron hablarse directamente. �Una vez que nos quitaron esa lengua... Significaba que nuestra cultura había desaparecido, nuestra familia había desaparecido... Cuando finalmente pude comunicarme con mi madre gracias a un intérprete, me dijo que como me habían cambiado el nombre, nunca más había oído hablar de mí. Y cada sol, cada mañana cuando el sol subía, toda la familia lloraba. Lo hicieron 32 años hasta que nos volvimos a ver. ¿Quién puede imaginar lo que sufrió esa madre?�. En América latina, por ejemplo en la Argentina, no son pocas las personas que pueden imaginarlo y aun sentirlo.
Los aborígenes que habitaban el suelo de Australia desde 25.000 años atrás hicieron un descubrimiento horrible, diría Lichtenberg, cuando tropezaron con los descubridores holandeses en el siglo XVII. Y más cuando llegaron los conquistadores y colonizadores europeos, a quienes recibieron bien conforme a su creencia de que los blancos eran espíritus de los muertos que estaban de regreso. Los indígenas australianos sintetizaban su estar en el mundo con el concepto de �el soñar�, aunque no en el sentido corriente. �El soñar� nombraba el alba de los tiempos en que criaturas míticas formaron la Tierra, crearon las diferentes especies y regularon la vida y la cultura humanas. El despertar que trajeron los recién llegados no fue precisamente idílico: invadieron territorios, saquearon recursos naturales, mancillaron tierras sagradas y obligaron a los indígenas a ser mano de obra esclava del desarrollo colonial. Los que se rebelaban huían al monte y vivían en pequeñas comunidades, a la manera en que lo hicieron en �quilombos� o repúblicas libres los esclavos cimarrones en Brasil. Elpoder blanco los aplastó con una versión local de la conquista del Far West en Estados Unidos o de la Campaña del Desierto en la Argentina. Hasta 1880 eran frecuentes las matanzas despiadadas de aborígenes.
La Australia blanca y moderna se construyó a sí misma la fantasía de una colonización pacífica del continente, poblado por indígenas dispersos que iban muriendo, sí, pero de enfermedades propagadas por el europeo ante las cuales carecían de defensas. En la década de 1980 el historiador Henry Reynolds comenzó a desmontar esa fantasía: documentó las carnicerías de aborígenes perpetradas durante el siglo XIX. El informe de la Comisión de Derechos Humanos recorta aún más el mito: señala que a partir de 1937 el gobierno federal australiano incrementó el �traslado� de niños indígenas y aumentó así el número de adoptados por familias blancas. Esto ha cambiado, pero no la incomprensión de la sociedad blanca que hoy muestra otros rostros.
Los gobiernos laboristas de Australia de finales del XX comenzaron a escuchar el reclamo aborigen que demanda autonomía y respeto para sus usos y costumbres, así como la revalidación de sus títulos de tenencia de la tierra que durante mucho tiempo fueron negados con la ficción jurídica terra nullius (tierra de nadie): según los colonizadores británicos, cuando ocuparon el continente estaba habitado, pero nadie era su dueño. Sin embargo, los laboristas se limitaron a promover la aplicación de medidas en materia de salud, vivienda, educación y empleo, a fin de mejorar la situación de pobreza extrema que castiga a la mayoría de los aborígenes. No está mal, pero no basta: los indígenas no quieren asimilarse en la sociedad australiana, quieren integrarla en un pie de igualdad con los blancos sin perder sus raíces. Como ocurría en �el soñar�, cuando los seres míticos, los seres humanos y la naturaleza eran interdependientes y nadie estaba solo.



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