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Reivindicación del alcanzapelotas

Por Ricardo Plazaola

Seres humanos sociables como somos, todos alguna vez hemos alcanzado la pelota a un hermanito, un hijo o un vecino. La señora de al lado, sobre todo, también supo serlo tarde a tarde: doña, disculpe, ¿me alcanzaría la pelota?
Están los ball-boys espontáneos y los no espontáneos. Aquellos son los que, sin preverlo, pasan cerca del picado y justo les cae la redonda y la paran con gozo y con mayor o menor arte para devolverla.
Entre los no espontáneos figuran aquellos que merodean muy cerca del picado esperando que los inviten a jugar, o los que en la playa se ubican relojeando a la chica que juega a la paleta con el chabón.
Entre los que podríamos llamar profesionales, se destacan los de tenis y los de fútbol, unidos por una misma función y separados por mil y un detalles.
Los ball-boys de tenis son de un mirar de granadero, imparciales como un umpire, imperturbables como un poste de la red. Sus malabares son también matemáticos, puesto que deben tener siempre doce pelotas y no más, y doce deben ser las que se repongan cuando están gastadas. Expertos geómetras, cuando termina cada tanto deben hacer circular las pelotas por los lados y medio lados, de modo que siempre haya al menos tres a disposición del jugador que está al saque. Jamás se permitirán una preferencia, juegue quien jugare y donde fuese.
Los ball-boys del fútbol –los alcanzapelotas– son muy diferentes. Cada uno de ellos es dueño de una pelota, que lanzarán a la cancha cuando la que está en juego salga por su zona, pelota que, a su vez, deberán recuperar del foso o –si son tan amables– de las manos de los hinchas.
Los alcanzapelotas tienen otros permisos, sobre todo el de festejar los tantos del equipo local. Entre ellos hay jerarquías: el capo es aquel que alcanza la pelota en el arco del rival y podrá eventualmente subirse a la montaña de jugadores a la hora de festejar un gol, y quizá lo toque la gloria de una foto en el diario, abrazando al goleador.
Pero los futboleros no sólo alcanzan la pelota, como los del tenis: tienen una obligación eventual, que es desaparecer junto con las pelotas, cuando el equipo necesita hacer tiempo: ellos también juegan.
Cuenta una leyenda que un ball-boy de la especie de los improvisados se fue al infierno por afanarse la pelota. La historia es ésta: el muchacho iba a cuarto del único colegio de curas de Río Gallegos. El domingo, después de misa, los chicos de todos los grados se trenzaban en el gran patio del colegio en una decena de picados simultáneos y entreverados. Y uno de esos domingos, el muchacho, a la sazón relojeando un partido, vio que una pelota rechazada violentamente volaba más allá del muro. Con espíritu de ball-boy, abrió la puerta y fue a buscar la pelota a la calle. La encontró a pocos metros, justo entre dos autos, justo ahí donde un demonio certero lo tentó: estás solo, nadie te vio, es una número cinco casi nuevita, te cabe debajo de la campera.
Al domingo siguiente, antes de la misa, el muchacho se arrodilló en el confesionario y lo dijo: Padre, he pecado, me robé una pelota. ¿La pelota era de este colegio, hijo? El muchacho, pensando a la velocidad del rayo y ante el peligro de tener que devolverla, respondió contrito: No, Padre. Diez avemarías, hijo.
El muchacho, eso sí, se abstuvo de comulgar. Durante las noches de largos meses teologó sobre el calibre del castigo divino que le cabría a quien había pecado en el acto de la confesión, transformando un pecado venial en uno mortal que lo mandaba derecho al infierno.
Cuentan que a pesar del cansancio que traía del potrero en el que se lucía con su pelota, no se podía dormir, atormentado por su falta. Encontró la paz mucho después, ya maduro, y terminó perdonando él al confesor: después de todo, el cura sólo quería recuperar una pelota

 

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