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El orden de la vida
Por Martín Granovsky

Siempre será un misterio por qué algunas personas son sensibles dentro de la indiferencia, solidarias en medio del egoísmo, valientes cuando lo natural es el terror, audaces frente a la complicidad. Cuando ocupan un cargo en un gobierno o en la Justicia, las explicaciones aparecen con sencillez. Para eso están las relaciones de fuerza, los intereses o, como se hubiera dicho en marxismo primitivo, lo históricamente necesario. Si las cosas deben pasar, los individuos serán un accidente incapaz de detener el rumbo de la historia. Naturalmente, sería muy tonto despreciar las lecturas de poder, que son como el álgebra de la política. Pero no agotan el misterio del comportamiento personal. El derecho internacional de los derechos humanos avanza a una velocidad extraordinaria. ¿El ritmo habría sido igual sin Baltasar Garzón? Y Garzón, ¿habría sido el mismo sin el empuje de un abogado como Carlos Slepoy impulsando la acusación popular en Madrid? Y la acusación, ¿cuánto debe a muchos dirigentes de derechos humanos de la Argentina que comenzaron a contracorriente pero nunca se regodearon con la falsa superioridad del fracaso?
Uno de esos misterios acaba de visitar Buenos Aires por invitación del director de la Biblioteca Nacional, Francisco Delich, a sugerencia del periodista Héctor Timerman, que la conoce desde que ella presionó a los militares por la liberación de su padre. Es una mujer de 70 años, erguida en su metro ochenta, de pelo rojizo y piel blanquísima, ojos transparentes, tan seria que puede levantar una copa de vino tinto delante de un buen bife y pedir una máquina de fotos para inmortalizar el instante, “porque mi médico me ordenó que lo hiciera”, todo dicho con una voz que cuesta escuchar de lejos. Sin embargo, Patricia Derian está acostumbrada a ser cortante. A comienzos de la dictadura, cuando visitó la Argentina tres veces como responsable de derechos humanos del presidente norteamericano James Carter, el dictador Jorge Videla, al hablar con ella, temblaba, contó, “como un pajarito”. Emilio Massera debió recordarle la historia de Poncio Pilatos, tras mentir que la Armada no torturaba pero el Ejército y la Aeronáutica sí. Y el ministro del Interior Albano Harguindeguy la asoció al “terrorismo”. La dictadura se irritó tanto con la presión de Derian que por un momento algunos militares se volvieron antiimperialistas y otros indujeron a los medios amigos a presentar a Derian como “señorita”, quizás una forma primitiva de descalificarla como una solterona que, para colmo, casada y tres hijos, no era. Derian fue quien impulsó la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, que provocó la gran fisura en la represión militar. Años después, en 1985, cuando declaró en el juicio a las juntas, los defensores militares repudiaron su presencia dejando la sala. “¿No la vio a la Patri dando vueltas esta tarde por Plaza de Mayo?”, intentó ironizar José María Orgeira, que entonces defendía a Roberto Viola y años después representaría, siempre con la misma sutileza y el mismo éxito, al juez Francisco Trovato.
La Patri, en verdad, ya estaba acostumbrada a pelear. “Soy una sureña”, acostumbra repetir, quitándose de encima cualquier explicación que indique una intolerable presencia de bronce en sangre. El sur eran las casas de madera con galería y un trato más rústico, y sobre todo la lucha que dejó incompleta la guerra de secesión de 1865, que dio a los negros la libertad pero no la igualdad. Derian militó duramente por los derechos civiles de los negros en los ‘50 y los ‘60. ¿Por qué ella, una muchacha blanca de clase media en el Sur de los Estados Unidos? De chica fue a una escuela católica, rigurosísima, y debió formarse como una scout femenina, un cuerpo no racista, leyendo el ejemplo de santas y santos.“Nunca me creí una de ellos, pero entendí para el resto de mi vida que los valores importan.” Pero lo principal fueron sus experiencias. Una vez, su tía notó que le habían robado las alhajas de plata. Segura de que había sido la servidumbre negra, tomó a Pat de la mano y corrió con ella al barrio de la gente de color. “Cuando llegamos me impresionó que no hubiera veredas. Y jamás pude olvidar la forma en que entraba a las casas: era una tromba, sin golpear, como si por naturaleza nos pertenecieran.” Después vino la experiencia como enfermera en un hospital donde los negros estaban separados de los blancos y, cuando llovía, en las salas para negros había que detener las goteras abriendo paraguas. A los negros no los llamaban señor o señora como a los blancos sino solo por su nombre, a menos que tuvieran un título como el de reverendo.
“Allí, ése era el orden de la vida y muy poca gente se cuestionaba ese orden”, se explica Derian aún hoy. Pero también de ese modo explica su renuncia al hospital y la decisión de hacer política para frenar al ultrarracista George Wallace en el Partido Demócrata. O su incorporación, ya a mediados de los ‘70, a la campaña presidencial de James Carter, ese gobernador de Georgia que se negaba a recibir a los empresarios que habían donado demasiado dinero para que no le cobraran personalmente el aporte en futuras influencias.
Cuando Carter fue electo presidente, pareció lógico que Derian lo acompañara en derechos humanos. Carter convertiría el área en el centro de su política exterior, en buena medida por convicción y en buena medida porque así se proponía desgastar el poder soviético. El puesto, en el Departamento de Estado, no existía. Luego de dos meses, Derian lo hizo existir. Su fórmula era simple: plantear las cosas abiertamente, como en el sur, y presionar al staff diplomático con sus contactos políticos directos. También, pelear sin vueltas, por ejemplo con un personaje que la torpedeaba desde fuera del gobierno, como Henry Kissinger, y otro que la torpedeaba desde adentro, como Terence Todman, que antes de ser el próspero empresario argentino que es en la actualidad fue un diplomático norteamericano siempre ocupado en preservar los lazos de Washington con los militares de la dictadura. Un episodio memorable de la batalla entre Derian y Todman fue la venta de helicópteros a la Argentina. Todman usaba argumentos estratégicos: no se puede romper la relación con las Fuerzas Armadas y la policía. Derian contraatacaba con motivos humanitarios: los helicópteros serían utilizados para arrojar prisioneros al río.
Toda su vida Derian estuvo convencida de que la fuerza de gente como ella residía en que tipos como los asesinos racistas del sur o los militares argentinos tenían miedo. “Por eso los argentinos fueron a la guerra de Malvinas: querían permanecer en el poder porque incluso ellos sabían que cuando torturaban, secuestraban y robaban bebés no estaban haciendo lo correcto.” Derian recuerda que, en las entrevistas, los funcionarios de la dictadura siempre negaban que en la Argentina fuese posible un juicio de Nüremberg. “Lo negaban, justamente, porque sí era posible.”
Todo se resumiría en una lucha constante alrededor de una palabra: justicia. “Justicia es lo que ellos no querían y es, a la vez, lo que la gente quiere. Temo sonar demasiado simple, pero es así.”
Y eso que, cuando dijo eso, Pat Derian ignoraba que la Justicia terminaría buscando a Alfredo Astiz casi un cuarto de siglo después de su crimen. Casi 25 años después de que Massera intentara despistarla en una oficina de la Escuela de Mecánica de la Armada. Justo a ella, que un día supo de qué lado estaba el miedo. Y ya que estamos, ¿no será eso lo que hace que algunos, en este mundo, sean distintos?



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