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FRANÇOISE GIROUD, FEMINISTA, PERIODISTA, EX MINISTRA DE LA MUJER
“Soy una feminista un poco especial”

Participó de la Resistencia contra los nazis, fue guionista de Renoir, cofundadora de �Elle� y de �L�Express�, que dirigió. Entró en la política de un modo peculiar: el presidente derechista Giscard D�Estaing creó el Ministerio de la Mujer y se lo ofreció. Desde ese puesto legalizó el aborto y limpió los códigos legales de barreras contra las mujeres. Autora de 28 libros, explica cómo ve el feminismo, por qué detesta a los políticos y cómo es la vida a los 84 años con las pasiones intactas.

Por Sol Alameda

–Leyendo su biografía se ve que ha tenido una vida llena. Incluso llena de aventuras, empezando por su lucha en la Resistencia.
–Sí, pero ya tenía 25 años. Mi primera aventura fue trabajar a los 14. Y fue una suerte, porque me permitió ganar tiempo. Cuando una empieza a trabajar a los 14, tiene recorrido mucho.
–¿Y qué hacía a los 14 años?
–Mi padre murió y nos dejó sin nada, así que tuve que empezar a trabajar, pero quería tener un oficio; no quería entrar de vendedora en una tienda. ¿Qué podía aprender a los 14 años? Taquimecanografía. Fue una decisión acertada. Entré a trabajar en una librería.
–La Resistencia contra la ocupación nazi sí fue una gran aventura.
–Fue una aventura enorme, pero, al mismo tiempo, no tiene nada que ver con lo que la gente imagina, no nos paseábamos con granadas en los bolsillos ni estábamos todo el tiempo haciendo saltar trenes por los aires. Hubo gente que lo hizo. Pero la Resistencia, a fin de cuentas, era un trabajo muy monótono, llevar y traer mensajes todos los días, esconder a alguien que se había tirado en paracaídas. No era nada apasionante. Era monótono y peligroso; por supuesto, nos podían detener en cualquier momento. Era una sensación rara y difícil de transmitir.
–Después de la guerra, trabajó en cine. ¿Era esa su vocación?
–Obtuve el Gran Premio del 2º Festival de Cannes, con Jacques Bécquer, por Antoine et Antoinette, pero por entonces ya me dedicaba al periodismo.
–Y acabó dejando el cine. ¿Por qué?
–Trabajé con Renoir como script en La grande illusion, pero le diré una cosa: el oficio de guionista es el más frustrante que existe. La película nunca es lo que uno querría escribir, por muy bien que uno se entienda con el director. De hecho, todos los guionistas de cine sueñan con ser directores. Y yo, después de la guerra, con la experiencia que tenía, ya debería haber sido directora. Pero era impensable para una mujer. Años después, un productor muy conocido me lo propuso, pero le dije que ya era demasiado tarde.
–Ahora no tendría ese problema. Desde que usted tenía 25 años, la situación de la mujer ha cambiado en Occidente.
–Si se compara con mis 25 años, es fantástico lo que ha cambiado todo.
–¿Piensa que usted ha contribuido a ese cambio en la mujer francesa?
–Sí, y es algo que me hace sentir muy orgullosa. Tuve la suerte de que me dieran los medios para ello, y la suerte de coincidir con la época de Valéry Giscard d’Estaing, que decidió emprender esas reformas...
–Antes de ese momento político, a comienzos de los años cincuenta, creó la revista Elle. ¿Qué pensó que podía hacer con Elle en aquel momento?
–Elle la creó Hélène Lazareff, y ella la dirigía. Yo estuve a su lado. Ella acababa de volver de Estados Unidos. Sabía hacer una revista y me lo enseñó. Además, tenía unas ideas concretas sobre lo que debían hacer las mujeres. Quería una mujer libre e independiente, pero lo principal era que fuera bella y capaz de atrapar a un hombre –de preferencia, rico– y conservarlo. Esa era su visión de las mujeres.
–¿Así que era para encontrar maridos que se creó Elle?
–Sí. Pero tengo que decir que hicimos mucho bien a las mujeres, porque les enseñamos a lavarse, a cuidarse –las francesas no se cuidaban nada–, a lavarse el pelo... Había una categoría de mujeres muy elegantes, pero la francesa normal y corriente no tenía ni cuarto de baño. Ayudamos a que tuvieran una buena imagen de sí mismas y la revista tuvo mucha influencia. Recuerdo un reportaje de investigación que se titulaba: ¿Las francesas son limpias? Respuesta: no. Tuvo un efecto terrible, pero fue útil.
–En ese tiempo, ¿pensaba como una feminista?
–El feminismo como tal no existía. Sólo había pequeñas batallas. Tenía una idea fija: enseñar a las mujeres que hablar de libertad no queríadecir nada si no podían ganarse la vida. Que la libertad empezaba por la independencia profesional. Y que la independencia profesional empezaba por los estudios. Esa es una convicción que sigo teniendo: los estudios superiores son lo que ha permitido todo lo que ha ocurrido desde entonces, lo que ha hecho que progresen las mujeres. Todo dependen de los estudios. La verdad es que se convirtió en mi obsesión, sobre todo teniendo en cuenta que yo no había estudiado.
–En el libro que escribió junto a Henri Lévy usted dice: “Mi feminismo no tiene su origen en las dificultades con los hombres. No tengo ninguna cuenta pendiente”.
–Soy una feminista un poco especial. Luché por las mujeres de todas las maneras posibles, pero nunca acepté el antagonismo con los hombres, que me dijeran que todo es culpa de ellos. Es una actitud absurda. Tenemos una situación nueva en el mundo, que consiste en que las mujeres tienen formación, se pueden ganar la vida, pueden tener hijos cuando quieran... Eso es lo que cuenta. Gracias a esa situación, estamos en condiciones de rechazar la dominación masculina. Hay pequeños grupos virulentos, pero, en general, las francesas nunca han caído en eso.
–¿Por qué?
–Porque históricamente ha habido una relación privilegiada entre los hombres y las mujeres, desde el siglo XVIII, desde la época en la que madame de Rambouillet creó su salón y se propuso educar a los hombres -que eran auténticas bestias y trataban a las mujeres como tales–, para lo cual invitaba a sus veladas a hombres y mujeres con la intención de que conversaran entre ellos y establecieran relaciones civilizadas. Ese fue el origen de todo. Los llamados “salones”, que tuvieron continuidad a partir de entonces en la sociedad francesa y que hicieron que hombres y mujeres se aficionaran a reunirse y hablar. Por eso en Francia no ha habido jamás clubes masculinos, como en Inglaterra; esa sensación tan impresionante, cuando se llega al país –por otro lado, tan civilizado–, de que los hombres y las mujeres no se relacionan.
–Y en su propia vida, ¿qué importancia ha tenido el amor?
–Muchísima.
–¿Cómo fue su historia con Servan-Schreiber y L’Express? Usted fue redactora jefe, después editora... Fue una historia muy hermosa, donde el amor y el trabajo iban juntos.
–Sí que fue una historia muy hermosa... Además, duró mucho tiempo, casi 10 años. L’Express fue una publicación muy especial, que creció a partir de la guerra de Indochina y luego durante la de Argelia es decir, durante el período de la descolonización, una etapa muy difícil para Francia. No era una revista de información, era una revista de combate, con un montón de problemas internos pero que mantenía una lucha en la que creíamos nosotros y los que nos rodeaban, de forma que fue una auténtica aventura.
–¿Le resultó fácil ser la que mandaba? ¿Qué decían los hombres?
–Nunca he tenido problemas especiales con los hombres en mi trabajo. En aquella época tenía un equipo, de hombres y de mujeres, y trabajamos con gran naturalidad. En L’Express impulsé la carrera de muchos jóvenes periodistas, hombres y mujeres, en especial periodistas políticos, una especialidad que entonces no existía.
–¿Creía que la prensa puede cambiar la sociedad?
–Cambiar la sociedad es mucho decir, pero cambiar muchas cosas del sistema político francés, sin duda. Nunca he sido aficionada a las utopías. Nunca he creído que se pueda cambiar a los hombres, transformar el mundo. Y eso, a pesar de que pertenezco a una generación que se entregó en cuerpo y alma, que abrazó el comunismo, los idealismos, la convicción de que se podía transformar el mundo. Pero yo siempre mantuve cierta distancia. Antes de la guerra, cuando tenía la edad en la que podría haberme visto arrastrada, me resistí siempre que intentaban convencerme -especialmente Renoir–, porque no me lo creía. El Partido Comunista me parecía una iglesia y no soportaba los dogmas ni las obligaciones. Nuncacreí que pudiéramos transformar el mundo, pero creo que todos los días se pueden cambiar cosas. He sido una reformadora.
–Después, abandona el periodismo para dedicarse a la política. ¿Pensó que en la política podía hacer más cosas por la sociedad?
–Cuando Giscard me propuso entrar en el Gobierno la descolonización había terminado y, con ella, la gran batalla de L’Express. Habíamos entrado en la rutina. Me aburría. Así que me gustó.
–Usted había apoyado a Mitterrand en campaña, pero aceptó la oferta.
–De hecho, le dije a Giscard: “Acuérdese de que voté por Mitterrand, y piense que volvería a hacerlo”. Pero una cosa era la política en general, y otra, la cuestión de las mujeres. Desde L’Express había animado el debate sobre la aprobación del aborto, y antes sobre la píldora, cuando estaba prohibida. Cuando empecé a hablar con Giscard, quise saber cuál era su intención para ver si podía sentirme justificada al aceptar la oferta o si estaba cometiendo una traición. Lo primero que me dijo fue: “¿Conoce a Simone Veil?”. Le respondí que sí, y siguió: “Bien, porque tengo la intención de confiarle la elaboración de una ley sobre el aborto. ¿Cree que es capaz de defenderla?” “Desde luego”, le contesté. “No tengo ninguna duda”. Pensé que el principio no estaba nada mal, si empezaba por el aborto... Me dije que aquel hombre sabía lo que quería. Y me apoyó en todo momento. Sabía que, si dejaba de respaldarme, yo no podría hacer nada porque tenía a todos los ministros en contra, a todo el mundo. Lo único que permitió que se pudieran hacer avances en favor de las mujeres fue su voluntad. En aquella época, la voluntad del presidente de la República era muy importante.
–Llama la atención que una persona de derecha, como él, fuera quien impulsara la ley del aborto.
–Es que la Iglesia, en Francia, ya no tiene ningún peso. No es que estemos en contra, tampoco; simplemente, su opinión no cuenta.
–Siendo ministra, además de la ley que despenaliza el aborto, ¿pudo hacer todo lo que se propuso?
–Sobre todo, hice limpieza en todos los códigos legales que había en Francia: el laboral, el de familia. Había un montón de cosas que estaban prohibidas a las mujeres. Había trabajos a los que las mujeres no podían acceder, fue bastante trabajo. Por ejemplo, las mujeres no podían ser meteorólogas. ¿Por qué? Porque es un trabajo que se hace al aire libre. Y la mujer debía permanecer en el interior... Como ve, era una norma muy sutil, muy inteligente. También creé delegadas del ministerio en cada región, exclusivamente al servicio de las mujeres, para que pudieran acudir a consultarlas por problemas burocráticos. Fue importante para las que procedían de un medio sencillo y se sentían perdidas en el papeleo administrativo. Una mujer acude con más facilidad a otra mujer que sabe que está ahí para ayudarla, y suele tener miedo de hablar con funcionarios que la van a recibir mal.
–¿Creó guarderías?
–Las guarderías son cuestión de dinero, no de decisión política. Es un asunto que ha planteado problemas en todos los países, hasta en la URSS. A los soviéticos se les pueden reprochar muchas cosas, pero este tipo de aspectos de la vida cotidiana los cuidaban. Pues bien, organizaron guarderías, para que las mujeres pudiesen trabajar. Pero como les salían muy caras, las suprimieron y, en cambio, dieron un subsidio a las madres para que se quedaran en casa. Yo ahora lucho para que modifiquen las condiciones de trabajo, que son lo que anula a las mujeres, el hecho de que salen demasiado tarde, más el tiempo de viaje... Pero hay que organizar el trabajo de forma que las mujeres puedan tener más flexibilidad de horarios.
–Usted lamenta que en la sociedad actual, por un lado, se atenúan los deseos, incluido el sexual, como si se instalara una especie de apatía. Por otro lado, sostiene que las nuevas tecnologías están transformando lasmentes, creando una sociedad menos crítica. ¿Cómo ve el futuro una persona de su edad?
–Hay algo que me parece muy inquietante, porque no sabemos qué resultados tendrá: la desaparición, más o menos total, de la autoridad. Comenzó en los años sesenta, en el Mayo del ‘68, esa explosión libertaria que se extendió a todo el mundo, que fue una cosa fantástica –yo estuve totalmente a favor– e hizo saltar por los aires los corsés en los que habitábamos. Pero esa desaparición de la autoridad ha hecho que, para utilizar términos freudianos, las personas ya no tengan un superyó, que en su infancia ya no asuman una serie de reglas que son normas comunes para la vida, lo que en términos analíticos se denomina superyó. Eso es lo que más llama la atención y lo más complicado en todas esas historias de niños que matan a otros niños, etcétera. Todo eso procede de una libertad que no es libertad, sino delincuescencia.
–Según usted, ¿adónde puede llevarnos?
–En un momento dado, puede desembocar en un fenómeno autoritario. Una vuelta al palo, a la violencia. De momento, en Francia ya hay una cosa que reclaman: seguridad. Pero la seguridad no es algo que se pueda comprar, es algo cada vez más difícil de garantizar, porque cada vez hay más personas que viven al margen de toda norma. Ya soy muy vieja y no lo verá, pero me intriga saber cómo va a terminar.
–Leí un artículo suyo dirigido a mujeres que quieran dedicarse a la política; eran advertencias y consejos de alguien que ya estuvo allí.
–Sí, era a propósito del cupo femenino. A grandes rasgos, les decía a las mujeres que ser diputada es una vida muy dura, y que no hay que hacerse ilusiones sobre lo que se puede lograr en el Parlamento. Se aplaudió mucho el cupo, se dijo: “¡Qué maravilla, las mujeres en la Asamblea!”. ¿Pero qué van a hacer las mujeres en la Asamblea? Los hombres no hacen nada. En este sistema que tenemos, no es tan importante entrar en el Parlamento. Está bien, es mejor que no entrar, pero el poder no está ahí. El poder está en la economía y la ciencia.
–¿Habría hecho carrera política si no la llaman para ser ministra?
–Nunca. Nunca habría querido hacer carrera política, presentarme a elecciones. Es un oficio terrible, la política. Hay que hablar todo el tiempo, hablar con personas aburridas, hablar, hablar, y no se hace nada. Todo el tiempo hay que convencer a alguien, discutir con alguien... a mí me resultaba insoportable. Estaba acostumbrada al periodismo, a reaccionar con rapidez. Toda aquella palabrería era lo opuesto a mi temperamento.
–No le gusta la política, ni, supongo, los políticos.
–No. Conocí a algunos a los que aprecié porque eran personas de gran envergadura. Cuando los políticos tienen gran categoría, son personas extraordinarias. Pero son casos contados. Esto también está relacionado con la pérdida de autoridad. Ahora, en Europa, no existe una gran cabeza que sea capaz de llevar adelante la unión. No queda nadie con la categoría suficiente. Mitterrand y Kohl fueron el último gran dúo. Giscard d’Estaing y Schmidt habían sido una pareja similar. Y antes de ellos, De Gaulle y Adenauer. Pero ahora no sé qué hacen.
–Usted dijo que los políticos en su mayoría tienen unas relaciones miserables con las mujeres, y que se conforman con las que tienen más a mano. Pero visto desde fuera, parecería que las posibilidades de seducir de un gran político son enormes.
–Bueno, en el caso de Mitterrand, en todo caso, sus historias fueron demasiado buenas... Digamos que a los políticos no les cuesta conquistar a las mujeres, porque el poder fascina a las mujeres. Pero tienen una vida terrible, hasta las diez de la noche en reuniones, encerrados en sus despachos. No es una vida que favorezca el desarrollo de grandes amores. He conocido a muchos políticos, y no he visto a ninguno que tuviera una vida amorosa feliz. Una vida amorosa movida, sí, caótica, a veces con un montón de mujeres, pero ninguno con una vida estable y feliz.
–Entonces, ¿ésta no es la época mejor que le ha tocado vivir?
–No, soy demasiado vieja.
–Antes decía que el amor ha sido importante en su vida. ¿Podríamos hablar un poco más de esa cuestión?
–Yo viví o, mejor dicho –no vivíamos juntos–, pasé 10 años de mi vida con Jean-Jacques Servan-Schreiber en la aventura de L’Express; una aventura de ese tipo es un acontecimiento muy importante para la vida de una persona, y lo fue también para él. La historia se terminó, y siempre es triste romper una relación así. Después, en la segunda parte de mi vida –tenía ya más de 40 años–, tuve la suerte de conocer a un hombre adorable, un editor al que yo llamaba mi “profesor de felicidad”, porque sabía vivir feliz. El me enseñó muchas cosas; era una persona que amaba la vida, que disfrutaba con todo, mientras que yo vivía pendiente de la urgencia y la actualidad. Con él viajé, hice de todo, y, en definitiva, viví 20 años. Como ve, fueron dos historias muy diferentes, porque en ésta yo me sentía protegida, arropada...
–En algún lugar decía usted que es evidente que la conducta de las mujeres de hoy cambió y se preguntaba si también cambió su biología, su modo de entender el erotismo, sus sueños, su forma de ver el mundo.
–Es que no sabemos cómo cambiarán algunas cosas, a causa de la genética. Leo todo lo que se publica y no hay nadie capaz de hacer una previsión. De momento, no se pueden tener hijos con reproducción asistida si no es con los óvulos de una mujer. Es decir, la mujer es necesaria. El hombre no, porque su esperma se puede recoger en cualquier momento. Ahora bien, ¿cuánto durará esta situación? Acabarán por encontrar un medio de crear niños sin los óvulos de una mujer. Cuando las mujeres dejen de tener hijos, es evidente que las cosas cambiarán. Cambiará la sociedad, su situación, sus deseos.
–De momento, lo que sí sabemos es que las mujeres a los 30 o 40 años, quieren seducir, ser madres, ocuparse de sus hijos. Pero a los 50 ya no les interesa seducir, ya no tienen hijos en casa, y entonces empiezan a pensar en el poder.
–Eso está ocurriendo. La generación de mujeres que tienen 50 años ahora está haciéndose con el poder. No el poder político, porque todavía no han llegado a eso, pero sí en las grandes empresas, las instituciones científicas... Es la era de la conquista para las mujeres. Desde el momento en el que, si se puede decir así, se liberan de los hijos, del peso y la inquietud de los hijos. Es decir, a partir de los 50 años. Y, como la esperanza de vida no hace más que prolongarse, 50 años, en el momento actual, es una edad a la que las mujeres pueden empezar a reinar. Mientras que los hombres, por el contrario, están mucho más impedidos.
–Dígame cómo se encuentra usted ahora. En alguna entrevista decía que es difícil señalar un sueño, pero que le gustaría parar de envejecer.
–Cuando envejecemos, envejecemos. Tengo 84 años, qué le voy a hacer: me canso, tengo ciática... pequeñas molestias que no son ni siquiera problemas de salud, sino los síntomas de una máquina que ya no funciona a la perfección. Si pudiera soñar con algo, sería con ese impulso, esa fuerza vital. Dicen que sí conservo esa fuerza vital. Dicen que sí conservo esa fuerza en la escritura. De forma que, en mi trabajo, estoy tranquila. Ahora bien, si se trata de perseguir al autobús...
–Los hombres sufren una especie de turbación ante la adquisición de la libertad por parte de la mujer actual.
–Se sienten inestables. Es una cosa difícil de vivir. Hay que comprender que todo lo que les han enseñado de generación en generación ya no vale. Pero no les han dado ningún otro manual de instrucciones para relacionarse con las mujeres. Y eso es lo que tienen que descubrir. Estoy segura de que lo descubrirán. Por lo menos, es la esperanza que debemos tener; que los jóvenes, hombres y mujeres, encuentren un manual de instrucciones para relacionarse. Será una nueva etapa de la civilización. Es más, creo que ya empieza a ser así. Pero se sienten desestabilizados y, sobre todo, tienen miedo a la rivalidad.
–¿Su vida le permite sentirse satisfecha?
–He hecho lo que he podido. No podía hacer más con lo que tenía. El otro día he recibido una carta de un chico de nueve años, que me decía: “¿Podría atreverme a enviarle mis poemas? Se lo he preguntado a mi abuela, y ella me ha dicho que sí”.

POR QUE FRANÇOISE GIROUD

Por S. A.

Serena, de mirada profunda

No se puede ser feliz todo el tiempo es el título del último libro de esta mujer que ha brillado durante años en la sociedad parisiense. Como ella dice, condujo su vida desde los 14 años, cuando tuvo que ganarse el sustento tras la muerte de su padre. En cine trabajó con Jean Renoir, en 1936; en periodismo, primero participó en el nacimiento de la revista Elle, en 1950, y en 1953 fue cofundadora de L’Express y su directora hasta 1974, cuando entró en política por la puerta grande. Giscard d’Estaing le confió la jefatura de un ministerio recién creado, el de la condición de la mujer. Fue entonces cuando se despenalizó el aborto en Francia y se llevaron a cabo transformaciones legales que tendían a la igualdad entre sexos. Giroud tiene ahora 84 años y ha escrito 28 títulos. Son conocidos su biografía de Alma Malher y Les hommes et les femmes, una conversación con el filósofo Bernard-Henri Lévy, de 1993. Giroud es hoy una anciana serena, de mirada profunda. Podría mostrar toda la inteligencia que lleva dentro, pero lo que trasluce es una bondadosa sabiduría. Los adornos de su salón son de Picasso, Braque o Matisse. Y muchos libros. Escribe una columna semanal, sobre televisión, en Le Nouvel Observateur. Y, eso sí, se siente vieja. De pronto se sintió vieja al cumplir los 80. Hasta entonces había vivido tanto que no se dio cuenta de que los años pasaban volando.

 

 

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