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SANDRO PRESENTO “EL HOMBRE DE LA ROSA”, SU NUEVO ESPECTACULO
Las pasiones de un gran simulador

Ante un Gran Rex efervescente, el máximo ídolo de la canción en la Argentina ofreció su conocido juego de seducción, con canciones inmortales y guiños a �su� platea. Los actores Camero y Santoiani interpretaron una �obra teatral�, para que descansara.

Por Fernando D’Addario

Sandro es el dueño del orden y, por lo tanto, también maneja su transgresión. En su regreso a los escenarios, volvió a someter a su público a un delicioso juego maniqueo: expuso su deterioro físico, denunció el derrumbe de los viejos valores, pregonó un retorno a la moral de antaño e invitó formalmente a corromperla por un ratito, por él y sólo por él, un ángel de la perversión que ya parece estar más allá de los tiempos históricos y la evolución de las costumbres.
El, sin embargo, ante un Gran Rex que chilló, provocó y exploró todos los límites de la devoción, se mostró como el más idóneo garante de una época, de un modo de vivir. Un disparador de viejos sueños de esplendor. No cabía la posibilidad de una renovación para reavivar esas ilusiones. Debía ser el mismo Sandro de siempre, el que se burla de sus achaques para instalarlos en el terreno de la complicidad y, desde ese lugar, el de los defectos comunes, preservarse intacto para la imaginación de la gente. El espectáculo “El hombre de la rosa” demostró ser funcional a esas expectativas y fue una fiesta para las 3500 personas (en su mayoría mujeres) que asistieron al debut. No obstante, el show debió adecuarse a la realidad: Sandro no está para un recital continuado de dos horas. Está para un rato (en gran forma, eso sí) y acompañar en los entremeses. El montaje simultáneo de una “obra de teatro” (si es que se la puede denominar de esa manera), a cargo de Juan José Camero y Matías Santoiani, le permitió recuperar el aire perdido y, de paso, manifestar su mirada de la vida, una visión complaciente con el imaginario de sus fans. Mientras él permanecía acodado en el piano, con su capa negra y una rosa roja en el ojal, los personajes de la obra, un florista y un canillita, exhibían un arsenal de bondades barriales que, de tan puras, resultaban caricaturescas. Las apelaciones a cierto romanticismo naïf, a las virtudes espirituales y a un orden social perdido (el almacén arrasado por el hipermercado fue una de las imágenes utilizadas) fueron aplaudidas por la gente como si se vieran reflejadas en ellas.
Todo lo demás sería provisto por Sandro: la invitación a la trampa, la ruptura de las convenciones, el arrebato pasional. Es el único capaz de manejar esa dualidad, cada vez que invoca la figura del ovacionado Pipo Mancera (ex conductor de “Sábados circulares”, el programa de la familia en la década del ‘60) y segundos después ensaya su típica mirada perversa, esa que sacude las defensas vulnerables de esas señoras que le prometen sexo furioso, protección maternal, acompañamiento terapéutico, lo que venga.
Porque Sandro insinúa el 20 por ciento de lo que fue y, con eso sólo, ya reinventa un mundo. Cantó sólo catorce canciones, y nadie le pidió más. Hizo las que tenía que hacer (“si no las hago, queman el teatro”, dijo, ante una platea ya incendiada), como “Así”, “Penumbras” y “Porque yo te amo”, demostró su talento interpretativo en temas “ajenos” (pero muy propios) como “El día que me quieras” (“sos Gardel”, le gritaron, y a nadie le pareció un exabrupto, en ese contexto) y “Honrar la vida” y ofreció sus dotes actorales para el otro repertorio: el de su picardía para provocar a sus fans y reciclar frases que ya son tan inevitables como aquellas canciones (“Son como siempre, son insaciables... ¿Qué quieren de mí...? Soy un señor mayor”), porque cada vez queda más expuesto el hecho de que el ritual reserva para la música un cómodo segundo plano. Más emocionante que escuchar “Así” fue ver a Mónica, de Merlo, la mujer que ganó, ruleta mediante, la posibilidad de subir al escenario con Sandro, bailar con él, hablarle al oído. Le temblaban las piernas. “Es la primera vez que vengo a un teatro, y es para verlo a Sandro”, dijo. No olvidará jamás la noche del viernes 6 de julio de 2001. Tampoco la olvidarán sus compañeras de fila, en el pullman, que vieron cómo una de ellas (e igual que ellas, aunque la putearan y la envidiaran) las estaba representando en la fantasía colectiva.
En el Gran Rex también había hombres, escondidos en el recurso del pudor, frente a tanta energía sexual que les pasaba de largo. Uno se animó y gritó: “Roberto, cantá ‘Pasional’”. Dos filas más adelante, una mujer lo reprendió: “Ma’ que pasional ni pasional. Callate la boca, infeliz”. El hombre, prudente en virtud de la desigual relación de fuerzas, no emitió más opiniones hasta el final del show. Que fue todo de ellas. Que se sentían aludidas cuando Sandro cantaba “Te quiero tanto amada mía” y abrazaba a una mujer imaginaria bajo un cielo estrellado. Y eran las beneficiarias directas de esos espasmos que lo invadían cuando interpretaba “Tengo”, y de esos movimientos pseudo masturbatorios que regalaba en “Penumbras”. A cambio de eso, entregaron todo. Sandro les pidió en un momento que resoplaran, “así me llega más aire”. El resultado fue tan contundente que les pidió que pararan: “¡Se está inflando el teatro!”, dijo, con picardía.
Fue el primer fin de semana. Habrá más. Veinte shows asegurados, en principio, y la posibilidad de quebrar su propio record, de cuarenta shows en el Gran Rex. Pero el fenómeno excede las cifras, y supera las fronteras sociales. Para cierta intelligentzia, Sandro es reivindicable porque ya dio la vuelta de todo, porque es misterioso, bizarro, y sus ocurrencias arriba del escenario (desde los chistes malos hasta el vestuario y la escenografía), que serían tildadas de grasa en otro artista, provocan la misma justificación redentora: “Es un grande de verdad”. Podría inferirse que su grandeza es tan incuestionable que puede permitirse todas las libertades, incluso las del mal gusto. Pero para gran parte del público, Sandro no es bizarro: es parte de su vida afectiva.

 

 

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