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LA ESTRECHA RELACION ENTRE LOS REHENES DEL BANCO Y SUS CAPTORES
Querido secuestrador

�Eran buenos pibes�, dicen todos. En las cinco horas que duró el encierro del Banco Itaú,
de Flores, se tejió una particular relación entre víctimas y victimarios. Aquí, un rehén cuenta aspectos increíbles de ese vínculo, como el diálogo entre el ladrón y una estudiante que pidió permiso para ir a dar un parcial, o las pizzas que fueron �una comida de amigos�. Expertos en el manejo de estas situaciones explican por qué se identifican los rehenes con sus captores.

Por Horacio Cecchi

“Tomá, tomá cien pesos por la cuenta que te va a venir de celular”, escuchó Rodrigo que le decían. Quien le hablaba tenía dos armas y lo mantuvo encerrado junto a otras 70 y pico de personas, el lunes pasado, durante cinco horas y media dentro de la sucursal Flores del Banco Itaú. La situación no era normal. Por las armas, por el encierro compulsivo, por el ejército de policías que los rodeaban. Pero para Rodrigo y para muchos de los rehenes, lo anormal era el “gesto amable”, la insospechada oferta de hacerse cargo de la cuenta. Suficiente para establecer algún vínculo. Estrategia de supervivencia, síndrome de Estocolmo, identificación con el agresor llaman a ese mecanismo los especialistas. Episodios semejantes barnizaron la estancia dentro de la sucursal. Una chica pidió salir porque tenía un parcial. Otro rechazó una oferta para ser evacuado como enfermo cardíaco. Las diez pizzas encargadas por el asaltante se transformaron en una “comida entre amigos”. Habían logrado olvidar lo que los tenía allí dentro. “Con él estaba todo bien”, repitió Rodrigo durante la entrevista exclusiva mantenida con Página/12, menos de 24 horas después de los hechos. “Si me hubieran dado a elegir, creo que hubiera preferido quedarme. El nos tenía confianza. Yo tenía más miedo de la policía”.
“Llegué al banco a las 10.30; se había caído el sistema y nos pedían que volviéramos más tarde. Por eso se juntó tanta gente”. A las 11.15 estaba de vuelta, formando la fila de la caja más distante de la puerta de entrada. Alrededor de las doce menos cuarto, Rodrigo vio un bulto saltando los vidrios del cajero más próximo a la calle. “Pensé que era un cliente que estaba recaliente por la tardanza y quería cagar a trompadas al cajero”.
Error o negación: había comenzado el asalto. “¡Subieron los vidrios!”, escuchó gritar al que saltaba, mientras otro con un cronómetro gritaba: “¡Vamos, faltan 15 segundos!”. Esa segunda voz, Rodrigo la escucharía durante las próximas cinco horas y media. Pertenecía a Ricardo Romero, “el que parecía el líder de la bandita”. El miércoles anterior, el Itaú había levantado los vidrios de las cajas unos 30 centímetros, después de un robo a una sucursal cercana. El ladrón, al volver de las cajas, se enganchó con el último centímetro de vidrio y cayó al piso.
“Ahí perdieron diez segundos, los que le faltaron para que nos los agarraran”, conjetura Rodrigo. En esos diez segundos, un patrullero detuvo al tercero. Y empezaron los tiros. Desde dentro abrieron fuego. Al parecer, la policía respondió, a juzgar por los agujeros que contó Rodrigo en las paredes internas, durante los 330 minutos siguientes.
Una estudiante en apuros
“Nunca supe que había una herida. De haberlo sabido, todo hubiera sido diferente. Nos tiramos todos al piso. Al principio, todo fue un caos, se escuchaban gritos, mujeres llorando. Pero enseguida se vino un silencio tremendo. Fue media hora terrible. Nadie se animaba a respirar. Yo me había tirado al piso, cubriendo a dos mujeres. Una era una cajera, de pelito cortito, que se la pasó llorando. Yo trataba de calmarla. ‘Es la tercera vez que asaltan mi banco’, decía ella. Era un problema, porque cada vez que le miraba la cara al pibe, se ponía a llorar”.
“El pibe”. Así lo llama Rodrigo. Ni asaltante, ni su nombre, Ricardo. Simplemente, “el pibe”, con algún trazo quizás de afecto, quizás de admiración, quizás sin poder desprenderse aún de aquel sueño como protagonista junto al presunto héroe al que le tocó el papel de malo de la película.
Rodrigo cubrió con la espalda a la chica y le pidió que no lo mirara. Ahora recuerda que incluso “el pibe” intervino: “¿Cómo te llamás?”, lepreguntó Romero a la chica. “Julieta”. “Bueno, Julieta, tenés que estar tranquila. Si vos llorás, todos se ponen nerviosos.”
Poco a poco, los ánimos se distendieron. Según el relato de Rodrigo, mucho tuvo que ver la actitud de “el pibe”. “Estaba muy tranquilo, para nada drogado. Dentro de la situación, fue muy amable. Es una mentira todo lo que dijeron después, que nos había amenazado. Jamás nos apuntó con sus armas. Los únicos que nos apuntaron fueron los policías cuando entraron. Al principio, se sentó al lado mío y me dijo: ‘A veces se gana, a veces se pierde. Hoy me tocó perder’. Ahí me di cuenta de que se iba a entregar y me tranquilicé. Nunca me voy a olvidar de esa frase”.
A partir de entonces, cada uno de los 70 y pico de rehenes comenzó a poner en marcha sus mecanismos de supervivencia. Los especialistas los llaman “identificación con el agresor” (ver aparte), o síndrome de Estocolmo: consiste en establecer un vínculo con aquel que amenaza la vida. Algunos como Rodrigo lograron ponerlo en práctica. Otros no.
Enseguida alguien, “una mujer que estaba con el marido”, se ofreció como mediadora. “Era una chanta, no medió nada. Lo único que hizo fue salir y entrar dos o tres veces, hasta que no volvió más. Nos cagó, lo cagó al marido, prefirió quedarse afuera y nos dejó adentro”.
–¿Para qué se iba a quedar?
–No sé. Estaba el marido. Yo lo que quería era que se fueran todas las mujeres. Estaban histéricas, que sacara a los que tenían problemas de salud, a los chicos y los viejos. Quería que quedáramos cinco hombres, porque sabía que así todo iba a salir bien”.
Después de salir la primera tanda de rehenes, Rodrigo los contó a todos. “Eramos 68. No sé si fue una estrategia del pibe o si le salió así, pero estuvo bárbaro. Empezó a dejar salir. Ellos empezaron a pedir ideas para escapar. A un flaco que estaba muerto de miedo, cerca mío, se le ocurrió: ‘¿Y si salimos todos y ustedes en el medio, así no les pueden hacer nada?’. Yo lo quería matar. Lo miré y con los ojos le decía: ‘Callate, boludo. Nos pueden matar a todos’. Por suerte, no habló más.”
Yo me quedo adentro
La tensión, el intento por mantener la calma, por apartarse de una realidad brutal expresada en el encierro y en las armas, provocó situaciones absurdas para cualquiera. Menos para ellos. Como la de una jovencita que inició un diálogo con el asaltante. La chica pidió salir. “¿Por qué?”, preguntó Romero. “Tengo un parcial”, explicó ella. “¿Estudiaste?”, se interesó él. “Más o menos”. “Y dalo otro día”. Entonces, la chica abrió tímidamente otra línea: “¿Vos estudiás?”. “Y... algo, pero me va mal, por eso me dedico a esto”. Al rato, “el pibe” la dejó salir.
Antes, el mismo Romero había decidido salvar a su socio del entuerto. “A lo mejor –admite Rodrigo– porque era más chico, porque estaba limpio y él habrá pensado me la banco yo”. Se inició entonces el cambio de personalidad. “Al chico que estaba atrás mío, y que tenía la misma talla, le pidieron que se cambiara toda la ropa. Integra. Los mandó atrás de un mostrador. ‘Por lo menos, si me hubiera dejado esas Nike. Valían 190 dólares’, me dijo después el chico, medio con una sonrisa.”
En el disfraz debía participar también una rehén, “la pobre temblaba de miedo”, recuerda Rodrigo. Tenía que pasar como la madre del asaltante que saldría con ella. Durante un rato, el flaco estuvo memorizando la dirección, el nombre del hijo. A ella le vaciaron el bolso y lo llenaron con toda la plata. Y salieron”.
Pasado el mediodía, Romero pidió pizza y cigarrillos para todo el mundo. “Está todo pago”, los animaba. Pidió nueve grandes de muzzarella y una de morrones para él. Comió seis porciones. “Cuando salga de acá –le confesó a Rodrigo–, me van a meter en un cuadrado de dos por dos y me voy a morirde hambre”. “Yo sabía que se iba a entregar”, dice ahora Rodrigo. Cuando finalmente llegó la pizza, todos se abalanzaron. “Eramos 28, contándolo a él”, explica Rodrigo. “Fue como una comida entre amigos”.
En algún momento, el negociador le indicó a Romero que había tres rehenes con problemas del corazón. “Uno ponele que se llamaba Pedro, el otro Antonio y el otro Miguel. ‘¿Hay algún Pedro?’, preguntó el pibe. ‘Sí, yo’, levantó la mano uno. ‘¿Tenés problemas de corazón?’. ‘Sí’. ‘Salí’, le ordenó. ‘¿Hay algún Antonio?’, siguió con la lista. ‘Sí’, le contestó otro. ‘¿Tenés problemas del corazón?’. Y el flaco le contestó que no. Después reaccionó y le dijo que tenía otro problema de salud y lo dejó salir. El tercero, Miguel, prefirió quedarse. Había dejado su plata y sus documentos entre unos muebles y se quedó hasta después de comer la pizza, porque en el revuelo agarró sus documentos y su plata. Se comió sus porciones y después dijo: ‘Terminé’. ‘Bueno, salí’, le contestó el pibe”.
La demora de Miguel no hubiera sido necesaria. “Cuando empezó todo, todo el mundo escondió anillos, plata, documentos. En un momento, el pibe se avivó y dijo: ‘No queremos la plata de ustedes. Nos vamos a llevar lo del banco, que no le cuesta nada porque tiene seguro’. Apenas dijo eso, empezó a haber movimientos, los anillos volvieron a los dedos, cada uno agarró la plata que había escondido en algún lado.”
Desde la perspectiva de los rehenes, incluyendo a Rodrigo, las cinco horas y media que pasaron allí dentro fue un modelo de organización. “Encargaba a cada uno una tarea. Los tenía entretenidos con eso. Al gerente le encargó que acompañara a los que salían hasta la puerta. Había un chino que era el encargado de dar fuego cuando alguien quería fumar. Otro, un empleado del banco, era el que traía el agua. Estaba tan nervioso que no la embocaba en el vaso y mojó todo el piso.”
–¿Y a vos de qué te encargó?
–Conmigo hablaba. Me pedía mi celular y después me lo devolvía. Lo usó tantas veces que me dio cien pesos del botín. “Tomá, por la cuenta que te va a venir”. Yo lo miré al gerente. No sabía qué hacer. Me quemaban y se los devolví. También le tiró cien al pibe que le cambiaron la ropa: “Para que te compres ropa nueva”. En un momento me tiró el celular y me dijo: “Tu vieja me tiene podrido. Tomá, hablable y tranquilizala”.
“A otro le encargó acompañar a los que iban al baño. El baño estaba abajo y el pibe no los seguía.” Hacia el final, todo llegaría al absurdo cuando el mismo Romero miró a todos y preguntó: “¿Y ahora, yo, cómo hago para ir al baño?”. Rodrigo le señaló un cenicero de pie. “Entonces él lo agarró, le sacó la tapa y lo llevó atrás de un mostrador. Hasta esa dignidad tuvo de ocultarse”.
“Después nos explicó: ‘Voy a poner las armas en el mostrador, voy a levantar las manos y me voy a entregar. Ustedes van a pasar horas declarando. Discúlpenme por la pérdida de tiempo y el mal rato”.
Después, el pibe desapareció por la puerta de vidrio.

 

LOS REHENES SEGUN EXPERTOS
Un síndrome que empezó en Estocolmo

Por H. C.
En 1973, un banco que no era el Itaú, sino una entidad financiera en Estocolmo, vivió una contingencia semejante. Asalto, bloqueo policial, toma de rehenes. El sitio se mantuvo durante tres días. El final fue de telenovela. Olsson, el asaltante, se entregó. Kristine, una de las rehenes, fue liberada como el resto. Tan sana y salva que apareció de la mano de su secuestrador, beso mediante. Un par de meses después, víctima y victimario eran un feliz matrimonio. Al mecanismo psíquico de identificación se lo llamó síndrome de Estocolmo. Tres psicólogas especialistas en situaciones de crisis describieron las estrategias inconscientes de sobrevivencia, el estrés del día después de los rehenes.
“La identificación de la víctima con su agresor no es algo nuevo. Ya se lo había estudiado a partir de Auschwitz”, sostiene Alejandra Bo de Besozzi, psicóloga del grupo de asistencia a familiares y víctimas del caso AMIA. “Para superar la amenaza a la vida o al dolor psíquico, se pone en marcha un mecanismo inconsciente que desmiente o desestima aquello que lo produce. Los que superan mejor el desorden postraumático son aquellos que establecen la escisión, la disociación entre esa realidad del arma, que representa a la muerte, y la posibilidad de establecer un vínculo con quien la tiene. En el caso del Banco Itaú, la chica que lloraba cada vez que veía el rostro del asaltante no podía disociar, y veía en esa cara el rostro de su propia muerte. En el caso de quien logró disociar para establecer cierta empatía con su victimario, aliarse con su agresor, probablemente aparezca con un desorden postraumático demorado y, dentro de tres meses, por cualquier motivo caerá en la cuenta. Es como el síndrome del “Gran Hermano”, esos chicos que después de estar frente a las cámaras durante un prolongado tiempo decían que les costaba caer en la realidad.”
Según Besozzi, “el rehén se alía con el agresor, porque lo que no puede controlar es el afuera, en este caso representado por la policía. Y es algo siniestro, porque tanto el rehén como el ladrón se sienten víctimas potenciales de los policías. El gatillo fácil es un fantasma en el inconsciente colectivo argentino”.
“Las consecuencias psicológicas del evento postraumático en las víctimas –sostiene María Luján Echeverría, psicóloga de la Cruz Roja, que participó en el operativo durante la toma de rehenes del Banco Itaú– dependerán del tiempo que dura el cautiverio y del tipo de estímulos. A mayor tiempo, mayor secuela. En este caso, el cautiverio puede considerarse relativamente corto. Pero también tiene influencia el grupo social e ideológico de los captores. En el caso del Itaú, los asaltantes tenían su ideología de por qué robaban y tomaban rehenes. Incluso uno de ellos (se refiere a Ricardo Romero) sostenía que buscaba 3 mil pesos para terminar la casita de sus padres. Depende de las características de los rehenes, para que adhieran o no a ese discurso”.
Según Besozzi, la adhesión a ese discurso podría ser bastante asidua en nuestro país: “El asaltante reparte plata y, en ese punto, víctimas y victimarios quedan todos involucrados por la exclusión social. Es muy fácil identificarse con ese discurso”.
Gabriela Trabazzo, además de psicóloga de una fuerza de seguridad, es coordinadora del Dacssi, un grupo de formación de especialistas en casos de tomas de rehenes, organizado por Héctor Yrimia en la Secretaría de Seguridad Interior. Trabazzo sostiene que existen dos momentos de peligro crítico: “El momento de la toma y el de la liberación. En el primero, el agresor tiene su ansiedad desbordada. En el segundo, el estrés vivido por el delincuente, el grupo táctico y el rehén puede generar respuestas impensadas”.
Echeverría coincide: “La toma es sorpresiva y violenta. El impronte angustioso o angustia señal prepara psicológicamente a la situación que se viene. Pero cuando ocurre tan rápido y violentamente, no aparece esa preparación, es más traumatizante. Provoca un estado de conmoción, de desestructuración yoica. La persona puede reaccionar paralizándose,huyendo o atacando. Son mecanismos de defensa. Todas las funciones mentales cognoscitivas, como la tensión, la voluntad, la espera perceptual, todo lo que tiene que ver con los sentidos, van a estar afectadas.”
Según Trabazzo, “cuanto más larga sea la toma, más posibilidades habrá de que se desarrolle el llamado síndrome de Estocolmo. El negociador lo que hace es tratar de provocar ese síndrome, estirando la negociación. Es un proceso inconsciente en el que participa tanto el rehén como el agresor. Entonces aparecen esas conversaciones de intimar, preguntas como ‘¿estudiás?, ¿tenés hijos?, yo también’. El rehén puede quedar tan identificado con el agresor que hace dudosa su versión de los hechos para el negociador”. Echeverría sostiene que “el captor somete a su víctima al punto de ser quien decide sobre su vida, está a merced de un otro todopoderoso. Pero si ese otro, además, es benevolente, pide consejo, como ocurrió en el Itaú, se torna menos temible. Es muy saludable lograr ver un ser humano en el captor, porque permite establecer el vínculo.”
“En el Itaú –agrega Echeverría–, el victimario se transforma en víctima. Somete no sólo física sino mentalmente. Vende su inocencia para provocar una buena declaración posterior sobre ellos. Manipula y seduce. Decía que robaba al banco porque tenía un seguro, pero les perdonaba lo de ellos. Una especie de Robin Hood, sin ningún sentimiento de culpa por la mujer herida. En el Itaú, además, al haber una cantidad de personas tan grande, se provocaron conductas de cohesión grupal y se generó un compromiso. Como el de la mujer que se ofreció como mediadora y que se enojó con la policía cuando le dijeron que no volviera a entrar. Estaba instalada en medio de esa película, donde perdía por completo la noción del riesgo que corría su vida”.
“Cada persona va a desarrollar el mecanismo de defensa que pueda y que le permita su estructura –sostiene Trabazzo–. Si uno es depresivo, es muy probable que repita esa estructura en una toma. La chica que logró disociar de la realidad y hablar del examen seguramente puede repetir esa conducta en otras circunstancias más cotidianas de su vida.”

 

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