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Desgarrones
Por Juan Gelman

Heinrich Heine es todavía un incordio en la cultura alemana. Para este poeta del amor –tal vez el más notable desde Petrarca en Europa– había dos Alemanias: la oficial, ese “mohoso país de filisteos” y la real, “la grande, la misteriosa, la por así decirlo anónima Alemania del pueblo alemán”. La primera lo llevó al exilio en París –voluntario al principio, obligado después– durante los últimos 25 años de su vida; la segunda no termina de aceptar al vate incómodo. Heine lo sabía. En el prefacio de “Retorno a casa” –un largo poema publicado en 1844 que hunde lanzas en el nacionalismo militante, el separatismo, el odio a Francia y la fascinación por la Edad Media imperantes en su país– anuncia que escucha ya “tres denuestos con olor a cerveza: ‘calumniador de nuestra bandera, despreciador de la Patria, amigo de los franceses a los que les entregaría el Rin’. Cálmense, señores: respetaré y honraré vuestra bandera cuando ésta lo merezca, cuando ya no sea una frivolidad vana y abyecta... Amo a mi patria tanto como ustedes”.
Así era. “Pensar en Alemania de noche/me tiene despierto hasta el amanecer,/no puedo cerrar los ojos y dormir/por las ardientes lágrimas que lloro”, había confesado en “Pensamientos nocturnos”. Pero en el poema sobre los hambreados tejedores de Silesia no vaciló en maldecir “a la patria traidora,/donde gobiernan la vergüenza y el deshonor,/donde cada flor se detiene en el capullo,/donde la descomposición y la decadencia alimentan a los gusanos en el lodo”. HH era mal recibido en Alemania por su pluma crítica, la autoironía antirromántica que imprimió a su lirismo un sabor y un saber de hoy, el genio satírico, la prosa lúcida sobre oscuridades de la filosofía y la historia alemanas, y desde luego el hecho de ser judío. Lo era y además lo parecía.
Otras culturas lo acogieron en vida, fue admirado y editado en Inglaterra y Rusia, Francia le abrió un espacio particular. “Si Alemania no lo quiere, lo adoptamos –sentenció Alejandro Dumas–. Desgraciadamente, Heine ama a Alemania más de lo que ésta se merece”. La censura germana vetaba sus escritos y la policía de Prusia tenía órdenes de captura listas para cuando apareciera. Desde su fallecimiento en 1856, a los 59 de edad, hasta la fecha sus compatriotas –a favor o en contra– no pudieron ignorarlo. Los intentos de erigirle monumentos en Alemania a fines del siglo XIX y comienzos del XX fracasaron, a veces tumultuosamente. El nazismo lo desapareció en antologías donde sus poemas se atribuyeron a cierto “autor desconocido”. En la posguerra II lo despedazó la Alemania dividida: la del Este le mochó la ironía y el ejercicio de la duda, convirtiéndolo en un clásico escolar del realismo socialista; la del Oeste lo incorporó a su batallar anticomunista despojándolo de la lucidez con que había desnudado los nuevos ámbitos políticos, intelectuales, económicos y financieros del capitalismo en ascenso, cuya dimensión casi ningún contemporáneo supo medir como él. Sigue siendo difícil valorar a Heine en Alemania. Hasta las consideraciones favorables a su persona y obra parten implícitamente de una actitud anti-antisemita, como la que sostiene el famoso ensayo de Theodor Adorno. Y eso no es justo, aunque se explica.
La posición ideológica y política de Heine era compleja y pareciera la de quien carga en sus espaldas la caída del muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética. HH cuestionaba el poder, pero no se constituía en Amigo del Pueblo. Compartió el socialismo utópico de Saint-Simon, enjuició implacablemente la recortada democracia francesa bajo la monarquía constitucional de Luis Felipe y la reacción posnapoleónica alemana, publicó poemas de sátira política en “Vorwärts”, el periódico de Carlos Marx. Pero más que en la doctrina, estaba interesado en un futuro revolucionario de alegría y sensualidad, y poco le preocupaba la formainstitucional de ese futuro: le importaba el movimiento interior de una sociedad libre. “Pensaba con el corazón”, dice su biógrafo Fritz J. Raddatz, “sentipensaba” diría Eduardo Galeano. A este adelantado de la sensibilidad poética del siglo XX se aplica cabalmente una definición de Marx: la crítica no es una pasión del cerebro, es el cerebro de la pasión.
El escepticismo de Heine acerca de las políticas revolucionarias excluyentes y sus dudas por la inconsistencia y la apostasía en ese campo nunca opacaron la admiración del autor de “El Capital” por el autor de “El libro de las canciones” que inspiró la creación de más de dos mil lieder de Schumann, Schubert y tantos otros compositores. Marx lo prefería claramente a Hermann Freiligrath, poeta oficial del partido, quien después de componer no malos versos revolucionarios terminó escribiendo el himno de los patrones de la industria. En “Atta Troll, sueño de una noche de verano”, Heine satiriza la pomposidad y la inopia de la poesía política de la época. La suya es otra cosa.
Pasó los ocho años finales de su vida en un “colchón ataúd” –dijo–, afectado por una parálisis gradual del sistema nervioso. Estaba medio ciego y sólo podía mover la pluma, pero escribió aún poemas de amor y también poemas políticos. Explicó que su pecho era “un archivo de sentimientos alemanes”. Desde su muerte ha pasado casi un siglo y medio y no se conoce otro caso de un gran poeta tan resistido en su país natal.



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