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Falacias
Por Sandra Russo

“La revolución sospechosa” se tituló la columna que este miércoles, con la firma y la prosa del peruano Mario Vargas Llosa, publicó La Nación. ¿De qué revolución hablaba en estos tiempos en los que esa palabra yace añeja, más como un vino picado que como un brandy? De la que sin haberla proclamado llevan adelante, según el escritor, los miles de jóvenes y adultos que desde Seattle a Génova encarnan una protesta visible e incómoda contra la globalización. A lo largo de toda su columna, Vargas Llosa sostiene, sin detenerse a explicar por qué, que el movimiento antiglobalización lo que quiere desarticular no es la globalización tal como nos ha sido impuesta –o sea como una farsa, como una ilusión de panteísmo político y cultural que se derrama inevitable en todos los rincones del planeta–, sino “la democracia neoliberal”, a la que nombra así apenas una vez en su nota: el resto de las veces asimila sin pudor ni complejo a la democracia neoliberal con la democracia.
Es muy común en los sofistas, en los políticos tradicionales y en los intelectuales enamorados de sí mismos admitir como al pasar lo inadmisible, hacer de lo inadmisible una oración subordinada que da paso, en sus discursos, a otra en la que ellos prefieren poner el acento, para imponer así la lógica de su propio pensamiento a quien lee o escucha. Así, por toda autocrítica, el Vargas Llosa abogado defensor de la democracia neoliberal admite que “queda, por supuesto, en pie el hecho de que el sistema democrático es muy imperfecto y de que, aun en los países en los que ha avanzado más, está todavía muy lejos de haber solucionado todos los problemas”.
Claro que la democracia neoliberal no es la democracia, o al menos no es la única posibilidad democrática: creer eso o empeñarse en hacérselo creer a todo el mundo es el primer ardid de la globalización, el primer chantaje. Porque eso es mentira. Es como acusar de estatistas o algo peor (porque han logrado, sí, que la palabra estatista tenga el peso de un insulto) a quienes en la Argentina se escandalizan, se avergüenzan y se indignan por cómo han sido hechas las privatizaciones, con qué desdén por lo colectivo, con qué desidia y con qué imbecilidad han sido hechas las privatizaciones.
Es un truco del pensamiento hegemónico el dar por cierto que hay una única vía y que quienes descarrilen tienen mala intención o son bobos funcionales. En ese sentido, lo de la “revolución sospechosa” es un hallazgo: saca del sótano la palabra revolución y la une a la sospecha: ¿Qué traman esos jóvenes que insisten en cuestionar a la Organización Mundial de Comercio? ¿No es sospechosa la ira que los agita, no es sospechoso su consenso?
Ese mismo truco se impuso este miércoles aquí mismo, donde a la globalización se le ha corrido el velo y ha dejado ver, por fin, tras una década de disfraces y eufemismos, su cara monstruosa, que no es otra que la de sostenerse sobre una mayoría sacrificable, que no es otra que la de ser viable sólo a costa de la inviabilidad de millones de vidas concretas: tras haber comprobado que no tuvo la repercusión esperada la turbia adhesión de Mario Firmenich al movimiento piquetero, ahora los funcionarios de Trabajo y de Interior lograron que el foco se corriera a la presunta “extorsión” de los beneficiarios de los planes Trabajar, mientras no faltan los verdaderos idiotas útiles, que son los pobres de mañana que se quejan de que los pobres de hoy los molestan cortando rutas. Muchachos: para la picazón burguesa hacen falta burgueses.
Quiso la casualidad que esta semana me encontrara dos veces con la palabra revolución. El otro día mi hija me pidió que la ayudara a leer El Principito. Le leí un capítulo al azar, el del rey que reinaba solitario en su asteroide y que tenía el buen tino, a sabiendas de su debilidad y de su escasa majestad, de dar órdenes razonables. “Si yo le pido a mi puebloque se tire al mar, el pueblo hará una revolución. Pero, ¿quién se habrá equivocado, mi pueblo o yo?, reflexionaba el rey, que a diferencia de Vargas Llosa era realista: daba por sentado que el equivocado, en el caso de pedirle a un súbdito su propia destrucción, habría sido él.



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