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Los jueces de la servilleta
Por Osvaldo Bayer

En la Argentina no hay democracia. De ahí provienen todos sus defectos. Y no hay justicia. Sin justicia no podrá haber democracia jamás. El episodio de la servilleta de Corach dejó al desnudo a nuestras instituciones. Cada político tiene su juez; el poder tiene sus jueces. En nuestro país se cometieron horribles crímenes, como matanzas de obreros, como secuestros de miles de personas, como persecución de docentes e intelectuales, quema de libros, como robo de pertenencias y todo se olvidó o se perdonó. Se hicieron en el poder grandes fortunas de la noche a la mañana; torturadores y asesinos de dictaduras pasaron a ser gobernantes en la democracia. Todo está permitido. Pero guay que seas pobre y de izquierda, ahí sí que vas a encontrar todo el peso de la ley. El caso de Emilio Alí no tiene parangón en el mundo: cinco años de prisión por pedir alimentos en un supermercado para los hambrientos, por ejemplo. Es un caso que va a pasar a la historia de nuestra justicia y pasarán décadas y allí donde se estudien ciencias jurídicas, una y otra vez se tomará como ejemplo: en un país donde los del poder se hacen fortunas en pocos meses y la isla Caimán es el actual centro más distinguido de la cultura argentina, se niega la extradición de criminales indescriptibles como Astiz, o donde las mentes más perversas de la humanidad “con detención domiciliaria” se pasan jugando a la lotería de cartones o rezando a la Virgen Desatanudos en sus hogares atendidos por sus amantes, esposas e hijos solícitos, se mete preso a un luchador de derechos humanos por pedir comida para la “negrada” muerta de hambre.
Hace semanas ocurrió un hecho en Buenos Aires que concitó la indignación de la “gente de bien” y la Justicia argentina, acompañada por la siempre fiel Policía Federal, corrió presta a poner los puntos sobre las íes, no sea que nuestra democracia pierda su virginidad. En un auto iban dos jóvenes por el centro de Buenos Aires y, de pronto, explotó un artefacto de escaso poder explosivo compuesto exclusivamente con pólvora negra común y sin elementos de expansión, es decir, proyectiles y esquirlas. Diego Quintero, de 21 años, sufrió heridas de consideración en un brazo y otros lugares del cuerpo y Carlos Bértola, de 26, escoriaciones y problemas en los ojos y los oídos. Bértola acompañó en todo momento al herido Quintero y no trató de huir. La policía trasladó al herido Quintero al Hospital Argerich, donde quedó en terapia intensiva y le fue amputado el brazo derecho más arriba del codo. El juez Canicoba Corral ordenó, por su parte, el traslado del otro detenido, Carlos Bértola, a la comisaría 3ª. Y aquí comienza el via crucis de Bértola: lo interroga el comisario titular mientras es castigado duramente por un grupo de agentes durante varias horas. Quieren saber si el detenido es hijo de padres desaparecidos durante la dictadura militar, dato que –aquí sí se actuó con rapidez– ya sabían los policías al llegar el detenido. Le tiraron de los cabellos para que dijera si sus padres eran montoneros, lo que al mismo tiempo provocaba gestos de matones en los uniformados. Volvían a su época de gloria. Pese a que posteriormente los organismos de derechos humanos hicieron las denuncias de malos tratos, el juez no se tomó el trabajo de poner en claro este más que cobarde delito policial.
Mientras tanto, Diego Quintero, en el Hospital Argerich, seguía en grave estado como consecuencia de la hemorragia sufrida durante el traslado.
Pese a eso, el juez Canicoba Corral ordenó el traslado de la víctima hasta su juzgado, en Comodoro Py, para someterlo al interrogatorio. Este es un hecho de clara deshumanización que, en cualquier país civilizado, hubiera provocado la inmediata investigación y el reemplazo del juez. Sin embargo éste se toma tiempo para interrogar al detenido herido y luego ordena su traslado a la enfermería de la cárcel de Villa Devoto. Basta leer el informe del perito médico nombrado después para darse cuenta de que se actuó con una desaprensión y crueldad que hace nacer la duda sobre la ecuanimidad de dicho juez: “En la visita como perito de parte, al detenido Quintero en el hospital de la cárcel de Devoto he podido comprobar que no se disponen de las condiciones sanitarias mínimas indispensables para brindar atención médica adecuada. El estado del detenido es potencialmente grave con compromiso de vida si no recibe inmediatamente el tratamiento médico que requiere. En dicho lugar no se disponen de los elementos necesarios para que conducta terapéutica alguna pueda ser efectiva. No cuentan con condiciones de esterilidad, siendo los guantes y las gasas para protección del personal. Describir el sitio donde duermen y pasan el día los detenidos no es el motivo del peritaje, pero valga como resumen que ninguna persona, independientemente del delito que haya cometido, debe soportar convivir con cucarachas”. Esto, en la Argentina 2001. El hermanísimo del Presidente y a la vez ministro de Justicia, Jorge de la Rúa, no se ha tomado el trabajo de ir en su supercoche a pegar una mirada a la cárcel de Devoto, apenas a 40 minutos de su despacho.
El abogado defensor de los detenidos, doctor Eduardo Soares, en su informe, describió así la vergonzosa situación del detenido herido: “En Devoto estuvo casi un mes en las peores condiciones de salubridad y asepsia. Se trata de un pabellón abierto donde conviven más de treinta internos carente de lo más elemental para atender una herida mediana. La mugre, cucarachas y ratas se observan desde la puerta de ingreso. Quintero necesitaba de curaciones diarias que en un hospital común sólo las practica un cirujano. Incluso al principio, en Devoto, el médico del penal se negaba a curarlo por la complejidad de las heridas y debía requerirse a un especialista que nunca venía. El enfermero del penal lo curaba sólo con azúcar porque era el único elemento disponible”. El juez Canicoba Corral ni se inmutó. Los próximos párrafos parecen ya sacados de una novela del realismo mágico. “Los viernes, el enfermero le dejaba a alguno de los presos el así llamado material de curación para que ‘si puede y quiere’ le cambie las vendas y le intente curar el brazo.”
Para algunos, Don Torcuato; para los juzgados ya de antemano, ratas, cucarachas y azúcar. Todo esto en Buenos Aires, en democracia. Pero la llamada opinión pública se movilizó indignada con el dedo acusador: por ejemplo, corrió la voz mentirosa de que la madre del herido, cuando lo visitó, delante del juez incitó a su hijo a seguir con la lucha violenta, cosa que es una miserable mentira. La madre, como toda madre, le llevó a su hijo palabras de aliento para superar el momento de su estado físico. Pero radios, diarios y TV repitieron las calumnias durante días. Ya eso sólo serviría para condenar al muchacho. La pacata sociedad argentina no soporta madres que acarician a sus hijos de izquierda atentadores del “orden” constituido. Más todavía, cronistas afanosos de figuración creyeron ver entre las cosas que se llevó la policía de la casa del acusado una gorra con las siglas supuestamente “terroristas” MST, pero luego se comprobó que se trataba de una gorra del Movimiento de los Sin Tierra, del Brasil. Por declaraciones de los padres del detenido, la policía en el allanamiento se llevó la colección de contratapas que Osvaldo Bayer publica en Página/12. (Bueno, allí sí las autoridades pueden tener razón y juzgar sin más como subversivos tanto al lector como al autor.)
En principio, el juez tituló la causa “tenencia de explosivos”, que es excarcelable. Pero luego, sin que mediara elemento o prueba nueva que lo justificara, cambió la imputación acusándolos de “tenencia de explosivos con el fin de contribuir a la comisión de delitos contra la seguridad común y causar daños”, delito éste que no es excarcelable. ¿Qué prueba tenía el juez para esto? Ninguna. No causaron daño a nadie, sólo a sí mismos. Pero, claro, son pobres y de izquierda. Al general Bussi, asesino, torturador y ladrón, le permitieron gobernar Tucumán. Pero a estos jóvenes, cárcel agravada por tener un petardo. Así en nuestra Argentina de hoy. No nos extrañemos que de seguir así tendremos a Bussi presidente; Patti, ministro de Justicia, y a Rico, titular de Cultura de la Nación.
Justicia. Me invade la vergüenza, doctor Canicoba Corral.



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