Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira


UN PERFIL REVELADOR E HIPERCRITICO DE
PAUL O'NEILL, SECRETARIO DEL TESORO DE LOS EE.UU.
Un retrato íntimo del hombre de aluminio

Iba a ser el �hombre serio�
del gobierno de Bush, pero su
labia no para de crear sobresaltos.
El secretario, que fue tan duro en la negociación con Argentina, es, según
la prestigiosa revista norteamericana �The Nation�, un �filósofo� de la evasión de impuestos y un ávido
de pagar lo menos posible.

Líos: Comunicó sus fuertes objeciones a los rescates financieros del FMI, pero se vio obligado a retractarse y apoyar los nuevos a Turquía y Argentina.

Por William Breider

Se suponía que Paul O’Neill iba a ser el “adulto” del gabinete de Bush, el hombre con los sólidos conocimientos del gobierno por sus largos años en Washington y la industrial de un exitoso CEO. En cambio, suena más al Tío Plimplín, moviendo las encías para hacer extraños diagnósticos sobre cómo debería funcionar el mundo. Algunos (incluyendo muchos reporteros y editores) hacen como que no escuchan sus delirios. Sólo que, Dios nos proteja, el hombre es secretario del Tesoro. Las excursiones verbales de O’Neill recuerdan a un ex presidente conocido como Gipper, cuyas legendarias observaciones (“los árboles son los mayores contaminantes”) parecían graciosamente despistadas, hasta que quedó en claro que Ronald Reagan era peligrosamente sincero.
¿Hay que reformar la Seguridad Social y el seguro médico? O’Neill se pregunta en voz alta si realmente hacen falta. “Hay un concepto que me resulta muy atractivo”, declaró. “Los adultos sanos deberían ahorrar lo suficiente todos los meses para poder proveer para su propio retiro y para el caso, para su salud y sus necesidades médicas.” Si no, explicó al Financial Times, la gente mayor simplemente le transfiere sus problemas al resto de la sociedad. El 18 de junio, el secretario fue a Wall Street a conseguir el apoyo de los financistas para su cruzada. Las empresas de brokers y los bancos reunirán 20 millones de dólares para avisos de televisión que vendan la privatización de la Seguridad Social. Al paquete se lo llama “reforma”, pero las ideas de O’Neill indican que el objetivo final es la destrucción.
¿Los riesgos del poderío nuclear? “Si dejamos de lado Three Mile Island y Chernobyl, el historial de seguridad de la energía nuclear es realmente muy bueno”, explicó. ¿Salvo eso, señora de Lincoln, disfrutó de la obra de teatro?
¿Impuestos a las grandes empresas? Una trampa ridícula, se queja O’Neill. No reduzcan los impuestos a las ganancias de las empresas, ¡anúlenlos! ¿Cómo? ¿Abolir el impuesto a las ganancias de las grandes empresas? “Por supuesto. En la lógica económica, no hay motivo de tener un proceso falso como si de alguna manera un individuo humano no pagara los impuestos que están incluidos en el precio de los bienes y servicios.” ¿Qué hay de los impuestos a las ganancias de capital de las empresas? “Si trabajaran en la forma teórica más satisfactoria, si no hubiera ningún impuesto a las empresas y las corporaciones, con seguridad las empresas y corporaciones no pagarían impuestos a las ganancias al capital. Por lo tanto no habría ninguna necesidad de bajar las tasas porque no habría tasas para nada.”
¿Drogas para el tratamiento del sida en Africa? Una perdida de dinero, le sugirió al New York Times un anónimo alto funcionario de la Tesorería, porque los africanos no tienen el “concepto del tiempo” que se necesita para tomar las píldoras en los intervalos de tiempo recetados. Ampliamente se aceptaba que O’Neill era la fuente anónima. Se salvó sólo porque otro funcionario de Bush, el nuevo administrador de la Agencia Internacional de Desarrollo dijo lo mismo con nombre y apellido. Muchos africanos, le explicó Andrew Natsios al Boston Globe, no pueden decir la hora porque solo conocen la mañana, la tarde y la noche (además, no tienen reloj). Así que ¿como podrían tomar los remedios en hora? La Red de Acción Religiosa, Acción Africana y la Coalición GAP de Salud mandaron airadas protestas al secretario de Estado Colin Powell y también al secretario del Tesoro. La respuesta evasiva de O’Neill los enojó aún más.
Estos y otros destellos del pensamiento de O’Neill revelan la mente de un republicano de la edad de piedra, a pesar de sus progresistas declaraciones sobre seguridad laboral y el recalentamiento mundial. Como los desvaríos de Reagan, la virtuosa seguridad de O’Neill provoca hilaridad y alarma. Pero sería un error descartarla como inofensivas reflexiones de Plimplín. O’Neill refleja la perversa sensibilidad de algunos de los principales industriales, gente que no es sólo de derecha sino que maneja cosas. En su perspectiva peculiar sobre la sociedad, las peores injusticias son impuestas sobre los ricos y poderosos, y deberían erradicarse. Mientras las perspectivas de lograr esto no son prometedoras, los sermoncitos de O’Neill sobre el sistema tributario y otros abominaciones probablemente sean de ayuda a la agenda política de la Casa Blanca, haciéndole mimos a los intereses corporativos que quedaron afuera del primer recorte de impuestos y a los derechistas rabiosos. O’Neill dijo en confidencia que el presidente está “intrigado” por sus sorpresivos pensamientos. ¿Abolir la Seguridad Social? ¿Rechazar el impuesto a las grandes empresas? No puede ser en serio. Es lo que decían del Gipper.
Al principio, se pudo pensar que su facilidad de palabra era atribuible al inflamado sentido de privilegio de un empresario, un hombre acostumbrado a decir exactamente lo que piensa y a esperar que todos se inclinen ante su sabiduría superior. El presidente introdujo a O’Neill como una “voz firme” que calmaría los nervios del pueblo y de los mercados, pero lo primero que hizo O’Neill fue hacer girar a los mercados financieros (en la dirección equivocada) cuando dijo: “No buscamos, como se dice a menudo, una política de un dólar fuerte. En mi opinión, un dólar fuerte es el resultado de una economía fuerte”. Los especuladores saltaron, el dólar tambaleó, el euro remontó. El secretario del Tesoro tuvo que tragarse sus declaraciones y asegurar a los mercados que la se continuaba la política de dólar fuerte de la administración Clinton. Después comunicó sus fuertes objeciones a los rescates financieros del FMI, pero se vio obligado a retractarse nuevamente y a apoyar los vastos nuevos rescates que el FMI le dió a Turquía y Argentina.
Las críticas le dolieron al secretario. “Cometí el error de presumir que se podía hablar del tejido intelectual del tema (la cotización de la moneda)”, rezongó. “Es evidente que no se puede, por lo que no voy a tratar de nuevo.” Pero por el contrario, O’Neill continuó con sus esfuerzos por educarnos en temas complejos y claramente disfruta de su rol de provocador “intelectual”. Después de emitir una sarta de proposiciones inusitadas, le preguntó a su entrevistador: “¿Fui lo suficientemente revolucionario?”. En rigor, sus ideas no son tanto revolucionarias como retrógradas, parecidas a las del vicepresidente Dick Cheney sobre energía y medio ambiente. O’Neill está rescatando viejos conceptos de la edad de oro de la ideología republicana.
Su disquisición sobre los impuestos a las grandes empresas, por ejemplo, revive la proposición mítica –las empresas no pagan impuestos, los pagan los consumidores– que era muy popular entre los empresarios conservadores hace más de una generación (se originó a principios del siglo veinte, cuando se introdujo el impuesto a las ganancias). De tanto en tanto, algún economista conservador que ve la realidad desde su torre de marfil revive la teoría y deja revoloteando a los corazones corporativos, hasta que sus contadores les explican los hechos. Aparte de modestos dividendos, las grandes empresas no distribuyen sus ganancias entre los accionistas sino que se guardan el dinero para financiar nuevas inversiones (mejor que pedir préstamos a bancos o a los mercados financieros). Por lo tanto, si las ganancias corporativas no fueron tributadas en su fuente, se acumularían cada año como ingresos libres de impuestos (quizás es lo que tiene en mente O’Neill).
A cambio de rechazar la tasa corporativa, el gobierno podría en principio obligar a las empresas a distribuir sus ganancias entre sus accionistas, algo que nadie quiere en el mundo de los negocios. Alternativamente, en teoría, con propósitos tributarios las ganancias podrían atribuirse a los accionistas individuales, para que cada uno pague sus impuestos a las ganancias. Pero eso sería una pesadilla contable tanto para los contribuyentes como para el gobierno, ya que la agitación diaria de la bolsa de valores cambia continuamente la propiedad de las acciones y esto reduciría cualquier obligación tributaria a fracciones pequeñas en movimiento. Pero la falacia más fundamental en el razonamiento de O’Neill es que el grueso de las acciones de grandes empresas en manos privadas ya están exentas de impuestos, porque están en algún tipo de refugio tax free: fondos de pensión, fundaciones, fondos mutuos. Los propietarios no pagan ganancias por sus tenencias. De hecho, el impuesto corporativo es la única astilla que le cae al gobierno de las ganancias corporativas, y ya está debilitado.
Los lobbies corporativos luchan con tanta fuerza por bajar la tasa de sus impuestos y destrozar el código llenándolo de agujeros por una razón muy simple: saben que es su dinero, no el de los consumidores. Quieren guardarse todo el que sea posible, y hasta ahora han tenido bastante éxito. En la década del 60, los impuestos a las grandes empresas rindieron el 35 por ciento del total del impuesto a las ganancias, pero esa proporción mermó a medida que se promulgaban más y mas respiros impositivos. Los extravagantes recortes de impuestos de Reagan en 1981 logró el nadir: los impuestos corporativos cayeron al 10 por ciento del total. Algunas de esas pérdidas fueron recuperadas por la reforma tributaria legislativa de 1986, que cerró muchas oportunidades de evasión, y los aportes de las grandes empresas aumentaron aún más cuando las ganancias subieron a comienzos de la década de 1990, hasta el 21 por ciento en 1995. Desde entonces, las corporaciones encontraron cómo ganar por dos vías: aumentando las ganancias y bajando las obligaciones tributarias. La participación de las grandes empresas en el total de la recaudación bajó en términos reales durante el reciente boom económico, al 17 por ciento en 2000.
Como CEO de la empresa de aluminios Alcoa, O’Neill no fue el peor de saqueadores, pero le fue mejor que a la mayoría en eso de burlar al recaudador. En 1996, Alcoa tuvo ganancias por 399 millones de dólares y no pagó nada. De hecho, cobró un reembolso por 17,6 millones de dólares del gobierno federal, una tasa impositiva del -4,4 por ciento, derivada de trucos contables no disponibles para el común de los mortales. En los tres años entre 1996 y 1998, Alcoa pagó una tasa de impuestos efectiva de sólo 15,9 por ciento sobre 1,700 millones de ganancias, menos de la mitad de la tasa establecida por ley del 35 por ciento e igual a lo que paga el trabajador común sobre sus ganancias. El hombre mismo, mientras tanto, ganó 59 millones en su último año en Alcoa, disfrutando de fabulosas opciones de acciones, uno de los ardides que Alcoa utiliza para reducir sus impuestos. ¿Así que por qué todo el gimoteo? No es por el dinero, en una cosa “intelectual”.
Burlar el código impositivo es un deporte que resurge nuevamente entre las grandes empresas de Estados Unidos, como fue documentado por Robert McIntyre, de Ciudadanos por la Igualdad Impositiva, en un alarmante estudio hecho público en octubre pasado (mayormente olvidado en medio del tumulto preelectoral). Entre las 250 mayores empresas, McIntyre encontró 41 que, como Alcoa, habían evadido totalmente sus impuestos durante uno o más años entre 1996 y 1998. Habían pagado menos de cero sobre ganancias de más de 25.800 millones de dólares y recibieron 3200 millones de dólares en reembolsos. En 1998, la lista incluía a Pepsi Co., Pfizer, J.P.Morgan, Enron, Weyerhaeuser, General Motors, MCI Worldcom y CSX. O’Neill tiene razón al decir que el código impositivo es una “abominación” que necesita reformarse. Sólo que está equivocado en la dirección.
Más allá de las grandes empresas, el secretario parlanchín parece referirse a algo mayor: a que la acumulación de riqueza no debería tributarse de ninguna manera. Es difícil decirlo con certeza, porque sus observaciones a menudo son elípticas hasta la incoherencia. Pero el nuevojefe del Tesoro vetó a su propio equipo y se retiró de una investigación hecha por la OECD sobre en paraísos fiscales offshore que permiten que los ricos escondan sus inversiones y evadan impuestos en su país. O’Neill repitió como un loro la línea derechista de que esta modesta reforma desalentaría las bajas tasas de interés en las islas del Caribe donde se guarda el dinero.
Aunque el secretario filosofa sobre temas de riqueza e impuestos, su conducta personal podría confundirse con la de un codicioso común y corriente. Cuando entró en funciones, O’Neill ignoró las reglas de conflicto de interés y decidió que no vendería sus acciones en Alcoa, el grueso de sus 62 millones de bienes. Cedió sólo ante el escándalo, pero el secretario vendió sus acciones muuuuuuuuy lentamente, mientras los papeles de Alcoa subían un 30 por ciento. Al contrario que la mayoría de nosotros, el hombre ahorró para su jubilación. Además ya percibe una pensión anual de 926.000 dólares de su antiguo empleador. La abolición del impuesto a la herencia le ahorrará a sus herederos de 30 a 75 millones de dólares, según estima McIntyre. Así que ¿quién necesita la Seguridad Social de todas maneras? O’Neill imagina en vez, un relativamente pequeño programa de bienestar, limitado a los verdaderamente minusválidos y punto.
Cuando habla de teoría impositiva, O’Neill usa un tono de indignación moral. “Hemos llegado al tema de pensar los impuestas a los ingresos y a la riqueza como si fueran dos cosas separadas”, dijo. “Yo creo que las personas deben pagar por períodos de ingresos, lo que significa sobre la cifra entre en un período particular del calendario.” Esto suena como que él piensa que la acumulación pasiva de riqueza a lo largo de muchos años de apreciar acciones y otros bienes no debería ser tributada, una linda forma de decir: Rechacemos los impuestos a las ganancias de capital en los individuos también, junto con el impuesto a la herencia. Otros interpretan estas observaciones como favoreciendo oblicuamente que un impuesto nacional a las ventas reemplace lo que pagan las grandes empresas, poniendo el total de la carga sobre los consumidores, que es donde él cree que debería estar.
La visión de O’Neill muestra cuánto ha caído el centro moral en la era conservadora. Hace una generación, se presumía que la renta ganada con el trabajo humano era moralmente más digna que la renta acumulada pasivamente por riqueza invertida. “La renta no ganada”, como se la llamaba entonces, pagaba más impuestos que la renta de salarios y jornales. La preferencia por el trabajo humano fue abolida en el recorte impositivo de Reagan y ahora O’Neill piensa en el próximo paso: privilegiar la riqueza con la total ausencia de impuestos.
¿Debe preocuparnos su cháchara? No mucho, piensa Bob McIntyre, un guardián crítico del código impositivo durante dos décadas. “Hacer estas cosas que él quiere costaría muchísimo dinero y ya quebraron al banco con el recorte de impuestos”, dice McIntyre. Y con los demócratas en mayoría en el Senado, los obstáculos políticos son ahora más formidables.
Sin embargo, el movimiento conservador-corporativo prospera siguiendo la visión de largo plazo de la política, hablando sobre las más improbables proposiciones año tras año, creando un marco de debate público donde el saqueo del Tesoro suena como una cruzada moral. Esta parece ser también la noble misión de O’Neill: batir el parche por la “reforma impositiva” falsificando groseramente la información. Las chances van en contra de una acción inmediata, por supuesto, pero su cháchara virtuosa marca el debate y debe ser refutada vigorosamente, ahora mismo, antes que envenene el clima de la comprensión pública. Hace diez años, mientras los demócratas se reían, los republicanos empezaron a hablar del “impuesto a la muerte” como algo para indignarse. Encontraron a campesinos y pequeños empresarios que tomaran el tema, aunque era obvio que sólo los muy ricos se beneficiarían. Este año, la larga agitación le dió frutos a George Bush,cuando se abolió el impuesto a la herencia, a pesar de su gran injusticia. Un montón de demócratas también lo votaron.

Traducción: C. D.

 

PRINCIPAL