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Artes plasticas
Mostrar la obra

Buscar los materiales, aislarse en un estudio, olvidarse de todo o recordarlo, hacer la obra. Y después exponerla y ver cómo la ven los otros. Sobre ese placer íntimo se explica Nora Iniesta, que expone actualmente en Bellas Artes.

Por Marta Dillon

Una pequeña mujer rodeada de sus cosas en la amplia sala de un museo. Feliz como quien está donde desea, un pez en el agua, una margarita bajo el sol, un resto de humedad en el labio de un amante. Para aquella mujer en ese museo es el momento del placer. Como una espía observa a quienes pasan por la sala, le gusta adivinar en las miradas lo que ven de ella misma. De ella en sus obras. ¿Podrán advertir en las piezas el círculo de sus obsesiones, la búsqueda de arqueóloga que dio con esa ficha de dominó, el olor de la niñez en las figuritas de brillantina? Es lo que quisiera Nora Iniesta, detrás de los collages, los objetos, las carbonillas, detrás de treinta años de obra que se exponen ahora en el Museo Nacional de Bellas Artes. Al menos así es como ella mira la obra de otros: “Mirando ese mundo privado, obsesionada por ver, por involucrarme con quien lo hizo porque estoy segura de que su vida pasa por eso que muestra, por su arte”. Es un acto reflejo, de reflejo. Porque es su propia vida la que gira sobre el eje de su trabajo. “A veces me doy cuenta de que estoy loca, que aunque tenga que pagar diez cuentas, hacer mil cosas, mi único pensamiento es ese material que me falta, que cierre lo que estoy haciendo. Pero hay una cosa de bálsamo en esa obsesión, de baño placentero que te estimula, que te da ganas de seguir, ¿si no por qué lo haría? Las necesidades, las malas críticas, hay cosas que parecen decirte que tenés que tomar otro rumbo. Y sin embargo vuelvo y me emperro en esa tarea imposible de transmitir, para buscar el placer de desarrollar algo que no existe, que empezás a plasmar y nunca sabés cómo va a terminar.”
En la incertidumbre, el placer del desarrollo se interrumpe. La artista sufre como sufre cualquier persona que no sabe lo que quiere, según la cita del escritor José Saramago, que Iniesta traduce en un “quedarse afuera”, como si el mundo la dejara en una de sus vueltas en el vacío y ella perdiera el ritmo. “Ahí es cuando admiro, cuando todo lo que veo me da envidia y me parece que cualquiera es mejor que yo.” En esos intervalos es cuando ella mira lo que otros hacen, y a pesar del sufrimiento de la envidia, se permite el placer de rodearse de otras obras, obras que jamás podría producir. Y sólo cuando abandona el resentimiento vuelve la sorpresa como una cadencia conocida, como el primer tono de una canción que se tararea sin esfuerzo. “Me dejo llevar y aparece eso insospechado, como un disparador.” Puede ser un pequeño objeto en una vidriera, un botón, una ficha, el sonido de la carbonilla sobre el papel, un espejo, una foto. De esas partes sueltas arma un todo. Necesita de esos primeros pasos para caminar, lo suyo es el ensamble, la combinación, reunir lo que para ella está separado. Por eso en esta retrospectiva de treinta años no eligió ni una sola pintura, sólo objetos y collages. “Aun cuando no esté trabajando, estoy buscando, ando como rumiando la calle hasta que alguna sorpresa me atrapa y me hace volver a idear lo que no sé exactamente qué será.”
Ahora que está mostrando su placer en reconocerse en obras que hizo hace tiempo y pispear la mirada de los otros. El Museo Nacional de Bellas Artes fue la última sorpresa, “es maravilloso encontrarse de pronto con el gran público, en cualquier galería, que es el hábitat natural de los artistas,pasan entre cinco y veinte personas por día, en general gente más o menos conocida. En este monstruo que es un museo, que no cierra nunca y que es gratuito, te encontrás con que pasan por fin de semana más de seis mil personas, totalmente anónimas, que te confrontan de otra manera con lo que hacés”. De otra manera es no poder preguntar, no poder adivinar si alguien más ve lo que ve ella, recuerdos de su infancia vueltos presentes, una búsqueda en el pasado como un atleta que toma impulso hacia atrás para correr hacia adelante con más fuerza. “Siempre pienso en lo que va a pasar, lo vivido ya fue. Por eso fue tan importante bucear en treinta años de historia personal, porque me reafirma en lo que soy, en quien soy.” Y viendo lo conseguido se aplaca un poco esa incertidumbre que la devora entre muestra y muestra, entre trabajo y trabajo. Cuando no sabe lo que quiere y piensa que ya no hay nada que hacer, que la inspiración se acabó. Aun cuando siempre termine volviendo. Tal vez para conjurar esa sombra que según Iniesta la persigue, es que en su taller tiene tres tableros y en cada uno una pregunta abierta, un trabajo distinto. “No siempre una quiere encontrarse con lo que está haciendo, por eso abro distintos frentes y por eso muchas veces me cuesta ir al taller. Pero es como un descanso sumergirme en mi mundo privado, creo que de eso se trata, de tener un mundo propio con sus propias reglas y elementos. Es una tarea solitaria la del artista, pero en esa cocina es donde encuentro el placer, donde me sumerjo para creer que aunque sea por breves instantes voy a parir eso que tanto quiero.”

El secreter
Abstinencia

Mujer abstinente es carne de diván, rara avis de ginecólogos, bicho bolita de compañeros de trabajo, incógnita de familiares, autocrítica constante, diafragma reseco muerto en el botiquín del baño, ateísmo involuntario por un nunca verle la cara a Dios (frase espantosa si las hay, ésta de “verle la cara a Dios”), pero todo el mundo la utiliza sin percartarse de que para el Kamasutra es la posición más vulgar y primitiva. En aciagas épocas de gobiernos de facto, las urnas permanecen sepultadas bajo las armas. Los votos son recuerdos de unos pocos que alguna vez introdujeron una papeleta en el poco erótico orificio llamado boca de urna.
(María Rita Figueira, en Mundo marido, editorial Sudamericana.)

 

sobre gustos...

Por Adriana Meyer

Timonear

Era una mañana demasiado destemplada para el mes de marzo: nublada y oscura, ventosa y fría. Supuse que la aventura programada se suspendía. “¡Por supuesto que salimos!”, fue la enérgica respuesta del capitán. Cuando llegamos a la Marina Punta Chica, de donde zarparíamos, empezó a lloviznar. Dos hombres de treinta y pico completaban la tripulación. Ya era tarde para abandonar la comitiva. En la partida, disfruté del breve gualdrapeo de las velas hasta tensarse, como un respiro profundo. Y recordé el lenguaje musical de la navegación: botavara, barlovento, spinaker, genoa, adujar, ceñir, driza, escota. Mi experiencia náutica se limitaba a unas pocas salidas al Río de la Plata y al Atlántico, en barcos más pequeños que aquel Holland de 35 pies creado por Carlos Ancarola, capitán de ese cruce, arquitecto, regatista, y constructor y diseñador de veleros. Pasadas las boyas y los barcos hundidos navegamos hacia la costa uruguaya. El viento y la lluvia nos castigaban cada vez más fuerte pero habíamos entrado en calor. Me estaba empezando a divertir. El capitán trataba de minimizar la importancia de las condiciones climáticas. Le tenía confianza, sabía que no era un inconsciente. De hecho, estábamos en medio de una leve tormenta, soportándola. Cuando el viento llegó a los 27 nudos hubo que bajar la vela mayor y allá fueron los varones del equipo. Pero no pudieron concretar la maniobra. Se marearon y quedaron fuera de servicio por el resto de la travesía. Miré al capitán algo espantada como diciendo “¿ahora qué hacemos?”. La vela quedó así, toda desprolija a medio bajar, mientras el capitán trataba de atarla un poco. Pero para hacer eso me pidió que tomara el timón. Ya lo había hecho aunque en tranquilas tardecitas saliendo del Delta. La estrategia era buscar un punto fijo en el horizonte y mantener el rumbo, tratando que el barco no escore demasiado. El viento y las olas tenían una fuerza considerable, y mis brazos carecían de otro entrenamiento que no fuera un poco de natación. Aun así, mantuve el rumbo y hasta pude “barrenar” las olas. Se trata de la búsqueda del equilibrio: sentir el barco, el agua y el propio cuerpo para lograr una armonía de movimientos. Tenía la cara empapada y el frío seguía ahí pero la estaba pasando genial. Tras siete horas, la tormenta sólo dio tregua apenas divisamos el puerto de Colonia, y el cielo nos gratificó con un tardío sol tibio. Luego de amarrar, el capitán dijo: “Primero el placer, después ordenamos el barco”. Y sacó sandwiches de milanesa y cervezas. Al día siguiente, el regreso transcurrió en una de las jornadas más calurosas del fin del verano. Tomé sol para almacenar, pero fue más aburrido.

 

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