Por
Marta Dillon
Una
pequeña mujer rodeada de sus cosas en la amplia sala de un museo.
Feliz como quien está donde desea, un pez en el agua, una margarita
bajo el sol, un resto de humedad en el labio de un amante. Para aquella
mujer en ese museo es el momento del placer. Como una espía observa
a quienes pasan por la sala, le gusta adivinar en las miradas lo que ven
de ella misma. De ella en sus obras. ¿Podrán advertir en
las piezas el círculo de sus obsesiones, la búsqueda de
arqueóloga que dio con esa ficha de dominó, el olor de la
niñez en las figuritas de brillantina? Es lo
que quisiera Nora Iniesta, detrás de los collages, los objetos,
las carbonillas, detrás de treinta años de obra que se exponen
ahora en el Museo Nacional de Bellas Artes. Al menos así es como
ella mira la obra de otros: Mirando ese mundo privado, obsesionada
por ver, por involucrarme con quien lo hizo porque estoy segura de que
su vida pasa por eso que muestra, por su arte. Es un acto reflejo,
de reflejo. Porque es su propia vida la que gira sobre el eje de su trabajo.
A veces me doy cuenta de que estoy loca, que aunque tenga que pagar
diez cuentas, hacer mil cosas, mi único pensamiento es ese material
que me falta, que cierre lo que estoy haciendo. Pero hay una cosa de bálsamo
en esa obsesión, de baño placentero que te estimula, que
te da ganas de seguir, ¿si no por qué lo haría? Las
necesidades, las malas críticas, hay cosas que parecen decirte
que tenés que tomar otro rumbo. Y sin embargo vuelvo y me emperro
en esa tarea imposible de transmitir, para buscar el placer de desarrollar
algo que no existe, que empezás a plasmar y nunca sabés
cómo va a terminar.
En la incertidumbre, el placer del desarrollo se interrumpe. La artista
sufre como sufre cualquier persona que no sabe lo que quiere, según
la cita del escritor José Saramago, que Iniesta traduce en un quedarse
afuera, como si el mundo la dejara en una de sus vueltas en el vacío
y ella perdiera el ritmo. Ahí es cuando admiro, cuando todo
lo que veo me da envidia y me parece que cualquiera es mejor que yo.
En esos intervalos es cuando ella mira lo que otros hacen, y a pesar del
sufrimiento de la envidia, se permite el placer de rodearse de otras obras,
obras que jamás podría producir. Y sólo cuando abandona
el resentimiento vuelve la sorpresa como una cadencia conocida, como el
primer tono de una canción que se tararea sin esfuerzo. Me
dejo llevar y aparece eso insospechado, como un disparador. Puede
ser un pequeño objeto en una vidriera, un botón, una ficha,
el sonido de la carbonilla sobre el papel, un espejo, una foto. De esas
partes sueltas arma un todo. Necesita de esos primeros pasos para caminar,
lo suyo es el ensamble, la combinación, reunir lo que para ella
está separado. Por eso en esta retrospectiva de treinta años
no eligió ni una sola pintura, sólo objetos y collages.
Aun cuando no esté trabajando, estoy buscando, ando como
rumiando la calle hasta que alguna sorpresa me atrapa y me hace volver
a idear lo que no sé exactamente qué será.
Ahora que está mostrando su placer en reconocerse en obras que
hizo hace tiempo y pispear la mirada de los otros. El Museo Nacional de
Bellas Artes fue la última sorpresa, es maravilloso encontrarse
de pronto con el gran público, en cualquier galería, que
es el hábitat natural de los artistas,pasan entre cinco y veinte
personas por día, en general gente más o menos conocida.
En este monstruo que es un museo, que no cierra nunca y que es gratuito,
te encontrás con que pasan por fin de semana más de seis
mil personas, totalmente anónimas, que te confrontan de otra manera
con lo que hacés. De otra manera es no poder preguntar, no
poder adivinar si alguien más ve lo que ve ella, recuerdos de su
infancia vueltos presentes, una búsqueda en el pasado como un atleta
que toma impulso hacia atrás para correr hacia adelante con más
fuerza. Siempre pienso en lo que va a pasar, lo vivido ya fue. Por
eso fue tan importante bucear en treinta años de historia personal,
porque me reafirma en lo que soy, en quien soy. Y viendo lo conseguido
se aplaca un poco esa incertidumbre que la devora entre muestra y muestra,
entre trabajo y trabajo. Cuando no sabe lo que quiere y piensa que ya
no hay nada que hacer, que la inspiración se acabó. Aun
cuando siempre termine volviendo. Tal vez para conjurar esa sombra que
según Iniesta la persigue, es que en su taller tiene tres tableros
y en cada uno una pregunta abierta, un trabajo distinto. No siempre
una quiere encontrarse con lo que está haciendo, por eso abro distintos
frentes y por eso muchas veces me cuesta ir al taller. Pero es como un
descanso sumergirme en mi mundo privado, creo que de eso se trata, de
tener un mundo propio con sus propias reglas y elementos. Es una tarea
solitaria la del artista, pero en esa cocina es donde encuentro el placer,
donde me sumerjo para creer que aunque sea por breves instantes voy a
parir eso que tanto quiero.
El
secreter
Abstinencia
Mujer abstinente
es carne de diván, rara avis de ginecólogos, bicho
bolita de compañeros de trabajo, incógnita de familiares,
autocrítica constante, diafragma reseco muerto en el botiquín
del baño, ateísmo involuntario por un nunca verle
la cara a Dios (frase espantosa si las hay, ésta de verle
la cara a Dios), pero todo el mundo la utiliza sin percartarse
de que para el Kamasutra es la posición más vulgar
y primitiva. En aciagas épocas de gobiernos de facto, las
urnas permanecen sepultadas bajo las armas. Los votos son recuerdos
de unos pocos que alguna vez introdujeron una papeleta en el poco
erótico orificio llamado boca de urna.
(María Rita Figueira, en Mundo marido, editorial Sudamericana.)
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sobre
gustos...
Por Adriana Meyer
Timonear
Era una
mañana demasiado destemplada para el mes de marzo: nublada
y oscura, ventosa y fría. Supuse que la aventura programada
se suspendía. ¡Por supuesto que salimos!,
fue la enérgica respuesta del capitán. Cuando llegamos
a la Marina Punta Chica, de donde zarparíamos, empezó
a lloviznar. Dos hombres de treinta y pico completaban la tripulación.
Ya era tarde para abandonar la comitiva. En la partida, disfruté
del breve gualdrapeo de las velas hasta tensarse, como un respiro
profundo. Y recordé el lenguaje musical de la navegación:
botavara, barlovento, spinaker, genoa, adujar, ceñir, driza,
escota. Mi experiencia náutica se limitaba a unas pocas salidas
al Río de la Plata y al Atlántico, en barcos más
pequeños que aquel Holland de 35 pies creado por Carlos Ancarola,
capitán de ese cruce, arquitecto, regatista, y constructor
y diseñador de veleros. Pasadas las boyas y los barcos hundidos
navegamos hacia la costa uruguaya. El viento y la lluvia nos castigaban
cada vez más fuerte pero habíamos entrado en calor.
Me estaba empezando a divertir. El capitán trataba de minimizar
la importancia de las condiciones climáticas. Le tenía
confianza, sabía que no era un inconsciente. De hecho, estábamos
en medio de una leve tormenta, soportándola. Cuando el viento
llegó a los 27 nudos hubo que bajar la vela mayor y allá
fueron los varones del equipo. Pero no pudieron concretar la maniobra.
Se marearon y quedaron fuera de servicio por el resto de la travesía.
Miré al capitán algo espantada como diciendo ¿ahora
qué hacemos?. La vela quedó así, toda
desprolija a medio bajar, mientras el capitán trataba de
atarla un poco. Pero para hacer eso me pidió que tomara el
timón. Ya lo había hecho aunque en tranquilas tardecitas
saliendo del Delta. La estrategia era buscar un punto fijo en el
horizonte y mantener el rumbo, tratando que el barco no escore demasiado.
El viento y las olas tenían una fuerza considerable, y mis
brazos carecían de otro entrenamiento que no fuera un poco
de natación. Aun así, mantuve el rumbo y hasta pude
barrenar las olas. Se trata de la búsqueda del
equilibrio: sentir el barco, el agua y el propio cuerpo para lograr
una armonía de movimientos. Tenía la cara empapada
y el frío seguía ahí pero la estaba pasando
genial. Tras siete horas, la tormenta sólo dio tregua apenas
divisamos el puerto de Colonia, y el cielo nos gratificó
con un tardío sol tibio. Luego de amarrar, el capitán
dijo: Primero el placer, después ordenamos el barco.
Y sacó sandwiches de milanesa y cervezas. Al día siguiente,
el regreso transcurrió en una de las jornadas más
calurosas del fin del verano. Tomé sol para almacenar, pero
fue más aburrido.
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