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festival de cine de toronto.

LA VIGENCIA DE MANOEL DE OLIVEIRA
Auténtico maestro

El Festival exhibió �Vou para casa�, el nuevo film del realizador portugués de 93 años, en parte basado en la obra teatral �El rey se muere�, de Eugène Ionesco. Es maravillosa la labor de Michel Piccoli.

El portugués De Oliveira.
En diciembre cumple 94 años.

Página/12
en Canadá

Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto

�¿Para qué nací, si no es para siempre?�, se pregunta, sobre el escenario de un teatro de París, un rey andrajoso, vacilante, que parece haberse convertido en su propio bufón. Rodeado de una corte no menos patética, el rey se pregunta por las distintas etapas de su agonía: el miedo, el deseo de sobrevivir, la tristeza, la nostalgia, la resignación. Es significativo que para el comienzo de su nuevo film, Me vuelvo a casa (Vou para casa) -presentado en el Toronto International Film Festival� el maestro portugués Manoel de Oliveira haya recurrido al final de El rey se muere, la despojada obra teatral de Eugène Ionesco. A los 93 años (cumple 94 en diciembre), Oliveira está más activo que nunca, filmando una película tras otra, a un ritmo de un largometraje por temporada, pero no puede dejar de reflexionar sobre el tiempo que se escapa como arena entre las manos, sobre la fugacidad de la vida, sobre aquello que queda atrás en el camino y aquello que está por delante y que quizá nunca se llegará a conocer. El film fue exhibido el lunes: ayer el Festival se suspendió en una ciudad absolutamente alterada por los sucesos en Nueva York. 
Si el maravilloso Viaje al comienzo del mundo (su único film estrenado comercialmente en la Argentina, aunque muchos otros se conocieron en los festivales de Mar del Plata y Buenos Aires y en la Cinemateca) era una road movie por los paisajes de su infancia, un recorrido por la patria inasible de la memoria, guiado por la figura de un Marcello Mastroianni conmovedor, cercado evidentemente por el fantasma de la muerte, ahora en Me vuelvo a casa Oliveira hace de otro gran actor francés su nuevo alter ego para darle batalla al tiempo: Michel Piccoli. 
En uno de los mejores trabajos de toda su carrera, el protagonista de tantos films memorables �de Jean-Luc Godard, de Marco Ferreri, de Claude Sautet� se entrega a las órdenes de Oliveira para encarnar, precisamente, a un actor consagrado, a una leyenda del teatro francés, a quien una circunstancia trágica lo precipita a repensar su vida. Es él quien al comienzo interpreta al agonizante rey de Ionesco y a quien luego se ve en la piel de Próspero, el monarca en el exilio que imaginó Shakespeare en La tempestad y que con sus poderes mágicos intenta conjurar al mundo. Sin embargo, se diría que los placeres de ese actor tienen que ver con ceremonias más sencillas, más secretas que las del teatro, como la pequeña rutina de la lectura del diario en su café preferido de la Place Trocadéro, un ritual que comparte con tantos otros hombres anónimos y solitarios y que De Oliveira describe a la vez con simplicidad, humor y maestría. 
El punto culminante de Me vuelvo a casa es, sin embargo, el momento en que Piccoli pronuncia la frase que le da su título a la película, unas palabras que suenan como un acto de dignidad, de recompensa para sí mismo. Convocado de urgencia para el rodaje de una adaptación del Ulises de Joyce, a cargo de un presumido director norteamericano (interpretado por John Malkovich), el actor se ve sometido de pronto a una circunstancia similar a la que registraba Ingmar Bergman en En presencia de un payaso, cuando el veterano Anders Ek �que había sido el clown de Noche de circo� no alcanzaba a decir bien su letra. Aquí también el actor que encarna Piccoli sufre una y otra vez la violencia de una toma que se repite hasta el hartazgo, la humillación de sentirse amonestado por un director que exige una eficiencia mecánica. Y ese actor elige retirarse del estudio, con el maquillaje puesto, un poco como el rey de Ionesco, sabiendo que la muerte puede estar cerca, pero que mientras haya resistencia y rebeldía también hay vida.
Desde una perspectiva completamente diferente, el paso del tiempo también ocupa un lugar central en otra obra maestra presentada en el Festival de Toronto. Se trata de ¿Qué hora es allí?, el quintolargometraje del taiwanés Tsai Ming-liang. Conocido en Buenos Aires a partir de la retrospectiva que el año pasado le dedicó el Festival de Cine Independiente, Tsai vuelve a demostrar con su nueva película que es un realizador único, con un mundo propio, marcado por la soledad y el extrañamiento. El director de El río y Vive l�amour parte aquí, como siempre, de una situación mínima: un vendedor ambulante de Taipei (a cargo de su actor fetiche, Lee Kang-sheng) conoce a una chica que está por viajar a París y que le compra un reloj pulsera. Es apenas un encuentro fortuito, fugaz, pero que provoca en el vendedor una creciente obsesión, que lo lleva a modificar todos los relojes �primero los de su casa y luego los de los espacios públicos� como una forma de salvar las siete horas de diferencia entre las dos ciudades. 
Es notable la manera en que Tsai Ming-liang va construyendo paulatinamente un espacio poético entre París y Taipei, como si hubiera encontrado un agujero en el tiempo. Las soledades de ambos personajes parecen encontrarse una y otra vez, a pesar de la distancia, como cuando el vendedor, para combatir su insomnio, repasa en video Los 400 golpes, al mismo tiempo que su lejano objeto del deseo se cruza accidentalmente con el protagonista de aquel clásico de la nouvelle vague, Jean-Pierre Léaud. Como en The Hole, el film anterior de Tsai, que todavía espera su estreno en Buenos Aires, en ¿Qué hora es allí? la desesperación urbana no necesariamente está exenta de humor. 

 

 

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