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Por J.M. Pasquini Durán

Estados Unidos conoce bien Afganistán porque, en primer lugar, la Central de Inteligencia (CIA) tiene antiguas relaciones con grupos radicalizados del islamismo, desde la época en que para la Casa Blanca el �imperio del mal� tenía sede en Moscú. Entre ellos, el que dirigía el jeque egipcio Omar Abdul Rahman, vinculado con agentes de la inteligencia norteamericana desde los años 80. Cuenta el periodista italiano Alberto Negri, del matutino empresario Il Sole 24 ore, que Rahman fue indagado y después arrestado como inspirador del primer atentado contra las torres gemelas del World Trade Center (en Da mujahidin ad arditti dell�Islam). Negri sostiene que gran parte de los detenidos en esa ocasión eran ex combatientes de la �guerra santa�, auspiciada por el director de la CIA William Casey, contra los ocupantes rusos en Afganistán. Durante esos años, recuerda Negri, los camiones pagados por los norteamericanos que traficaban armas en la frontera con Pakistán �no viajaban jamás vacíos entre Peshawar y los valles donde combatían los mujahidin: de ida transportaban armas y cuando regresaban a Pakistán pasta de heroína. Según una estadística de la organización internacional, en 1979 en Pakistán casi no existían heroinómanos, pero al fin de la guerra ya eran dos millones�. Los talibanes que hoy gobiernan esos territorios y �amparan a los terroristas de Bin Laden�, según versiones de Estados Unidos, no nacieron de un repollo ni los depositó la cigüeña en ese lugar. 
Hasta la noción de fundamentalismo apareció por primera vez en 1910 en los escritos de autores protestantes de Estados Unidos que se oponían a cualquier reconciliación con la modernidad y querían regresar a la vida comunitaria y primitiva del cristianismo originario. En posteriores versiones francesas, el mismo término se aplicó al integralismo, o sea en sus términos la lectura intransigente de los textos sagrados. Autores árabes tradujeron estas nociones con el vocablo �usúlíya�, según explica el sociólogo Abdennour Bennatar (en Islam, islamismo y democracia), con la pretensión de identificar a las sectas extremistas que intentan forzar una vinculación del Islam con la violencia, pero sin ninguna intención de regresar a interpretaciones religiosas puristas. Son terroristas fanáticos, de la misma estirpe que los racistas blancos que volaron el edificio federal en Oklahoma o de la de aquel israelí que asesinó a balazos al primer ministro Rabin de Israel. �Seguramente el Islam, una gran religión que nunca perpetró el tipo de Holocausto contra los judíos que sí implementó Europa, está distorsionado cuando se lo trata como un manual para ataques suicidas�, escribió en estos días Thomas Friedman, columnista del New York Times.
Aun así, los islámicos tendrán que aportar su esfuerzo para aislar a los terroristas que se escudan en sus creencias para justificar actos criminales como los que acaba de presenciar, atónito, el mundo entero. La sociedad argentina sabe, en carne propia, que no es una misión fácil. ¿Cuántos dirigentes que hoy lamentan la tragedia hicieron o dejaron hacer para que los terroristas de Estado locales, después de masacrar a un número de personas equivalente al de todos los trabajadores de las Torres Gemelas, fueran perdonados y gozaran de libertad? ¿Cuántos hogares en Nueva York, Washington y tantas otras ciudades habían tomado conciencia real, antes del martes 11, sobre lo que significa llorar por familiares o amigos desaparecidos, víctimas del terrorismo? Las crónicas neoyorquinas relatan que, con toda razón, algunas familias demandan aunque sea los cadáveres para darles sepultura, igual que tantas Madres de Plaza de Mayo, y que el alcalde de esa ciudad, Rudolph Giuliani, les pide paciencia, a menos de una semana de la tragedia. ¿Qué podría decirles a las Abuelas argentinas que buscan desde hace más de dos décadas? Si supieron del terrorismo que voló la sede de la mutual judía AMIA en Buenos Aires,también sabrán que nadie, de tantos miles de hogares en este país periférico, jamás cedió a la tentación de la venganza ni de la justicia por mano propia, aunque tampoco contaran con gobiernos o tribunales confiables, librados poco menos que a su propia suerte y a su decisión de imponer la verdad, el castigo merecido a los criminales y un destino mejor para todos. Aún así, por supuesto, nadie puede confortarse en el dolor ajeno sin violar la propia decencia. Todavía más: ante la posibilidad del crimen de la guerra, casi todo lo demás perdió sentido y las intrigas político�electorales como las especulaciones económicas quedaron suspendidas ante un horizonte de semejante incertidumbre.
En la inmensa congoja que están viviendo los atacados, con la merecida solidaridad y la compasión de tantos, deberían saber, además, que los poderes de su país imperial, con toda la fuerza que simbolizaban ese centro de negocios y el Pentágono, fueron cómplices, instigadores y autores intelectuales de horrores similares en múltiples zonas del planeta. Para decirlo con palabras de Václav Havel, presidente de la República Checa: �La edad moderna euro�americana ha fijado el rumbo de la actual civilización planetaria o, si prefieren, de la civilización global. Sobre todo aquellos países que hoy forman parte de los más ricos y desarrollados. Por esta razón, no se los puede eximir de la obligación de reflexionar, de forma crítica, sobre los movimientos que históricamente han inspirado� (en Criterio, IX/2001). Sin darse tiempo a que el justificado dolor ceda el paso a la reflexión, como es la obligación de quien tiene a mano tan inmensos poderes de destrucción, el presidente George W. Bush parece decidido a imponer la ley del revólver. �¡Morir por la patria! ... No, eso es una simpleza. Incluso en el frente, de lo que se trata es de matar ... Morir no es nada, no existe. Nadie puede imaginar su propia muerte. Matar es la cuestión. Esa es la frontera que hay que atravesar. Sí, es un acto concreto de tu voluntad, porque con él das vida a tu voluntad en otro hombre�. Estas palabras constan en el texto de una carta escrita por un joven voluntario de la república social fascista de 1943-45 (cit. en Historia del siglo XX, de E. Hobsbawm). ¿Piensan igual los gobernantes de Estados Unidos, de la OTAN y de otros países que se ofrecen de voluntarios para lo que Bush Jr. llamó con ligereza �la primera guerra del siglo XXI�? Si es así, sépanlo: es un pensamiento fascista.
Los que se han propuesto matar al terrorismo con la fuerza bruta, por lo general han logrado convertirse en espejos de sus enemigos. No hay garantía de victoria por grande que sea la capacidad militar de que se disponga, como deberían haberlo aprendido en Vietnam, y encima hay un punto en que los límites morales de las sociedades obligadas a matar o morir terminan por destruir a los cruzados imperiales. Que lo digan los generales de la última dictadura argentina en el siglo XX que destruyeron a las fuerzas armadas en una guerra sucia, después de medio siglo de monopolizar la última palabra delante o detrás del trono republicano. Sin contar que hay millones de hombres y mujeres en toda la geografía del hambre que responsabilizan desde hace décadas a las riquezas succionadas por Estados Unidos por el atraso y la miseria de pueblos y naciones. Para agregar, quien arriesgue acciones bélicas a gran escala y sin objetivos claros ni plazos determinados, actuará en un mundo que dispone en oferta un número indeterminado de armas no convencionales, biológicas y nucleares, esperando al mejor postor. ¿Será ésta una operación de limpieza del mundo contra un puñado de grupos terroristas o el comienzo indebido de la tercera guerra mundial? Dejar la respuesta librada al azar de los acontecimientos es un extravío del sentido de humanidad, por lo menos. 
�Entonces, ¿qué se necesita para librar una guerra contra este tipo de gente?�, preguntaba Friedman. De otro modo, dijo lo mismo el Chicago Tribune: �Como nación hemos hecho nuestras elecciones. Aceptamos la vulnerabilidad como el precio de la libertad. Valoramos la justicia porencima de la venganza. Pero la justicia reclama castigo a la medida del crimen�. Ninguno de estos razonamientos hizo el menor caso a la reflexión crítica que demandó el presidente Havel ni a la historia moderna, ya que si lo hubiera hecho ya no podría invocar la sorpresa de la ingenuidad sólo porque esta vez el injustificable drama lo golpeó en su propia casa. Ninguna persona decente, por supuesto, podría aconsejar la impunidad, la pasiva resignación o el santo martirio de ofrecer la otra mejilla. Más aún, hay países como Italia que vencieron a sus terroristas cuando convencieron a las partes más conscientes de la ciudadanía, ante todo a la izquierda política y a los más desamparados, que ningún agravio era superior al derecho a la vida y que ninguna utopía de felicidad puede construirse sobre la muerte ciega. El problema, en esta ocasión, es que ningún imperio dejó de serlo por propia voluntad. Por eso, la suerte del mundo no puede quedar en las exclusivas manos del imperio norteamericano. Son las naciones aliadas, incluso Argentina junto con sus socios y amigos de América Latina, las que tendrán fijar los límites a los deseos de la mayor potencia en nombre de los intereses de la humanidad toda. O sea, agregar a las elecciones que cita el Chicago Tribune la otra imprescindible: aceptar las múltiples voces del único mundo como si fuera la propia y aceptar la idea de un mundo plural, más justo y más libre, no sólo para uno mismo sino para los demás. Havel lo aclaró en estos términos: �Las presiones civilizatorias de uniformidad y el hecho de que estemos cada vez más cerca unos de los otros suscitan la necesidad de subrayar nuestra alteridad, a cualquier precio, lo que suele desembozar en un fanatismo étnico o religioso. Aparecen nuevos tipos de criminalidad muy sofisticados, crimen organizado y terrorismo. La corrupción florece. El abismo entre los pobres y los ricos se ahonda; y mientras hay lugares donde la gente muere de hambre, en otros, el derroche se vuelve costumbre, por no decir obligación social�. De esto se trata, en efecto: construir otro mundo, en lugar de soñar con aventuras guerreras.


 

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