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Sobre Afganistán, lean a Engels

Por Martín Granovsky

En diez años tuvieron 10 mil muertos y 50 mil heridos. Pero con 650 mil veteranos de guerra, el trauma afecta a todos rusos. Aún les cuesta superar los diez años de combate en Afganistán, entre 1979 y 1989, y sobre todo asimilar la derrota, que se adelantó en solo dos años a la implosión de la Unión Soviética.
Por eso ahora, mientras la KGB entrega discretamente a los Estados Unidos datos sobre Afganistán y Osama bin Laden, los militares retirados ofrecen consejos. El general Boris Gromov, que comandó la retirada de Afganistán, acaba de dar su recomendación en pocas palabras: “Lean Afganistán, de Federico Engels”. “Si los miembros del Politburó lo hubieran hecho, es poco probable que hubiesen tomado la decisión de intervenir en 1979”, opinó.
El general no dijo más, pero tampoco hacía falta. Engels lo había escrito en 1857.
Afganistán era, según el gran amigo de Carlos Marx, una monarquía con límites. “La autoridad del rey sobre sus valientes y turbulentos súbditos es personal y muy insegura”, contó Engels.
“Los afganos son una raza brava, vigorosa e independiente; se entregan únicamente al pastoreo o faenas agrícolas, menospreciando los oficios y el comercio, que dejan gustosos a los hindúes y otros habitantes de las ciudades”, escribió. Tienen una sola diversión: “Para ellos, la guerra es un entretenimiento y un descanso de sus monótonas ocupaciones laborales”.
En el siglo XIX, el país no era una potencia sino un territorio difícil de conquistar, y un buen lugar para esconderse. “Los derechos de hospitalidad son tan sagrados entre ellos que un enemigo mortal que se haya acogido a ella, aunque sea por estratagema, está a cubierto de toda venganza y puede incluso reclamar la protección de su anfitrión contra todos los demás peligros”, anotó Engels.
Los británicos intentaron dominar dos veces Afganistán, en 1840 y 1841, primero, y en 1842 después. Fracasaron. En buena medida, por culpa del general Elphinstone, un irresoluto que según Engels era fiel a la secuencia que fijaba Napoleón para una derrota segura: orden, contraorden, desorden. Y en parte porque, en ambas ocasiones, las tropas anglo-indias fueron liquidadas en los estrechos desfiladeros de las montañas afganas.
Fragmentos del artículo de Engels pueden consultarse en Acerca del colonialismo, una recopilación editada en Moscú en castellano. Hay una versión inglesa en Internet, en el site http://marxists.org/archive/marx/works. Al revés de libros como Del socialismo utópico al socialismo científico o El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, en Afganistán Engels no realizó ningún descubrimiento. Basado en el relato de un general inglés sobre la guerra colonial, escribió el trabajo por encargo de The New American Cyclopaedia. Era una de sus formas de obtener dinero para vivir, continuar la producción intelectual y compartir las experiencias de un proceso que él mismo llamó, en su discurso a la muerte de Marx, “la emancipación del proletariado moderno”.
Suena iluso convertir un artículo de Engels en una teoría sobre la guerra que viene tras el ataque a las Torres Gemelas. Al mismo Engels le hubiera disgustado la pretensión.
Entre los Estados Unidos y los talibanes hay mayor diferencia tecnológica que entre los ejércitos angloindios y los afganos del siglo XIX. Conviene no repetir, tampoco, los pronósticos sobre el poderío irakí anteriores a la Guerra del Golfo de 1991, que demostró la inutilidad de las baterías antiaéreas, los misiles Scud y la Aeronáutica de Saddam Hussein.
Hasta donde se sabe, Washington no se propone tomar Afganistán sino emprender acciones en tierra luego de ablandar desde el aire las posiciones del gobierno. Si no produce bajas civiles no perderá el apoyo de Europa ni el de Rusia, China e Irán, tres países que odian a los talibanes, y hasta puede ganar la aprobación silenciosa de los regímenes árabes a los que acecha el islamismo violento.
Pero todo cambiaría si transforma en doctrina de guerra un análisis de otro veterano, Evgueni Zelenov. “Afganistán no es Irak ni Yugoslavia”, dijo a Le Monde de París. “No es una planicie ni un desierto, sino un conjunto de montañas solo abarcables por armas prohibidas, químicas o biológicas.”
Una vez que George W. Bush decidió la peor respuesta –la guerra en lugar de la presión diplomática; el castigo que caerá inevitablemente también sobre miles de afganos que sufren, ya, el propio castigo del régimen talibán– las dudas del resto del mundo, incluso de sus aliados, apuntan a dos incógnitas. Una es cómo conservará la actual aprobación internacional a medida que se aleje del momento en que los aviones se estrellaron contra las torres y el Pentágono y produjeron siete mil muertos. La otra es cómo saldrá de Afganistán sin haber hecho aún más inestable la situación del Asia central.
“Su odio indomable al poder y su amor a la independencia individual es lo único que les impide hacerse una nación poderosa”, escribió Engels sobre los afganos del siglo XIX. Y agregó: “Pero esta misma irregularidad e inconstancia los hace vecinos peligrosos y susceptibles de dejarse llevar por el viento del capricho o arrebatar por intrigantes políticos, que excitan habilidosamente sus pasiones”.

 

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