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El mundo de nuestros hijos
Por Barbara Lee*

Los terroristas que atacaron los Estados Unidos cometieron una brutalidad sin precedentes en nuestro país. Mataron a miles de inocentes, incluyendo a los pasajeros y a las tripulaciones de cuatro aviones.
Igual que todos en mi país, yo estoy asqueada y enojada por los ataques. Igual que ellos, creo que deben adoptarse todas las medidas para poner a los ejecutores frente a la Justicia. Debemos evitar, en el futuro, cualquier agresión como la del martes 11. Esa es la máxima obligación de nuestros gobiernos federales, estatales y locales y en este punto estamos unidos como nación. Se equivoca groseramente toda nación, grupo o individuo que no comprenda esto o crea que toleraremos ataques de tal nivel de ilegalidad y agresión contra la vida civilizada.
La semana pasada, imbuida del dolor y la compasión por los que murieron o quedaron heridos, y enfurecida con quienes cometieron el crimen, me enfrenté a la solemne responsabilidad de votar si autorizaba o no a la nación a ir a la guerra. Algunos pensaban que la decisión del Congreso era solo simbólica. Que había sido concebida para mostrar un alto grado de resolución nacional. Pero yo no podía ignorar que la votación daría autoridad explícita, en el marco de la concesión de poderes de guerra y de la Constitución, para ir a la guerra. Era un cheque en blanco al presidente para atacar a cualquiera que estuviera involucrado en los hechos del 11 de setiembre. En cualquier país. Sin tener en cuenta nuestra política exterior de largo plazo, nuestros intereses económicos y de seguridad nacional. Y sin límite de tiempo.
Al darle al presidente poderes tan amplios, el Congreso subestimó las dimensiones de su propia declaración. Por eso, me pareció que yo no podía apoyar el otorgamiento de facultades tan extensas al Ejecutivo para hacer la guerra. Hacerlo equivalía a poner más vidas inocentes en riesgo.
El presidente tiene autoridad constitucional para proteger a la nación de otros ataques, y con ese objetivo movilizó a las Fuerzas Armadas. El Congreso debería haber esperado el desarrollo de los hechos para actuar recién después, con plena conciencia de las consecuencias de nuestra acción.
Antes de votar escuché a miles de mis electores. Muchos, una mayoría, aconsejaron prudencia y cautela. Pidieron que estableciéramos bien los hechos y asegurásemos que la violencia no engendraría más violencia. Entendieron las consecuencias impredecibles de acercarnos imprudentemente a la guerra. Les agradecí su apoyo.
Otros pensaron que yo debía votar a favor de la resolución presentada por el Ejecutivo, por razones simbólicas, por razones geopolíticas o porque creían verdaderamente que la opción militar era inevitable. Sin embargo, no estoy convencida de que el voto afirmativo proteja y preserve los intereses de los Estados Unidos. Debemos desarrollar nuestra inteligencia y traer a la Justicia a quienes cometieron los crímenes. Debemos movilizar, y mantener, una coalición internacional contra el terrorismo. Finalmente, tenemos la oportunidad de demostrarle al mundo que las grandes potencias pueden elegir en qué frente pelean, y que nosotros escogemos evitar las acciones militares innecesarias incluso cuando sufrimos pérdidas humanas extraordinarias y disponemos de otros medios de proteger a la nación.
Debemos responder, pero el tipo de respuesta determinará qué mundo heredarán nuestros hijos. No disiento con la intención del presidente de librar al mundo del terrorismo, pero pienso que tenemos muchas maneras de alcanzar ese objetivo. Medidas que hagan germinar nuevos actos de terror no darán cuenta de las fuentes del odio ni aumentarán nuestra seguridad.
El propio secretario de Estado Colin Powell enumeró con elocuencia las distintas formas de llegar a la razón del problema. Económicas, diplomáticas, legales, políticas, y también militares. Una carrera para lanzar precipitadamente un contraataque militar entraña el gran riesgo deque muera más gente inocente, hombres, mujeres y niños. Y yo no podía votar por una resolución que –creo– puede llevarnos a un final así.

* Representante (diputada) del distrito de California que incluye Oakland, Berkeley y Alameda. Votó sola en contra de conceder poderes bélicos especiales a George W. Bush, en oposición a 420 legisladores de la Cámara baja.
Envió esta nota a pedido de Página/12.

 

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