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REPORTAJE EXCLUSIVO AL MULLAH FAZAL UR RAMAL, JEFE DE LA OPOSICION PAQUISTANI “Musharraf no tiene ninguna legitimidad”

Doce mil personas se manifestaron ayer en la ciudad paquistaní de Queta, fronteriza con Afganistán, en el contexto de una serie de protestas contra el apoyo del frágil gobierno del general Musharraf a Estados Unidos. Página/12 estuvo allí y entrevistó al líder de la oposición islámica.

Por Eduardo Febbro
Desde Queta

El mullah Maulana Fazlur Rehman sabe que la fe puede llevar muy lejos. Este líder político y religioso a la cabeza del partido islámico más potente de Pakistán, el Jamiat-ulema-Islam, saltó al primer plano internacional tras el conflicto con Afganistán. Las manifestaciones callejeras que diariamente se llevan a cabo en ciudades populosas como Rawalpindi, los llamados a la huelga general, los afiches más duros contra EE.UU. y el apoyo más inalterable al régimen talibán emanan de su autoridad. Fazlur Rehman es un hombre de espíritu y de acciones políticas concretas. Ha unido el cielo con la tierra. La religión traducida en poder terrenal. El mullah es un interlocutor inevitable del mundillo político paquistaní. Se lo conoce tanto por su radicalidad como por su habilidad política. Al igual que sus seguidores, Fazlur Rehman aborrece a EE.UU. Sin embargo, no rehúsa responder el inglés. Se expresa con dificultad en el idioma del enemigo y cuando no entiende muy bien una pregunta o se queda corto en la respuesta recurre a sus adjuntos. Hoy, entre todos los grupos islámicos, el partido Jamiat-ulema-Islam es el más incómodo y, a su manera, el más útil en estos momentos de crisis. Muchos presienten en él uno de los pocos puentes que aún quedan abiertos para encontrar una “solución de compromiso” con los talibanes. En esta entrevista con Página/12, Rehman detalla, en inglés y en urdú (la lengua oficial de Pakistán junto con el inglés), su posición frente a la crisis con Afganistán y la actitud del gobierno paquistaní.
–Su partido no deja de reiterar su apoyo al régimen talibán. ¿Hasta dónde va ese apoyo?
–Hoy estamos reunidos junto a nuestros hermanos afganos. En el caso de que se produzca un ataque contra nuestros hermanos de Afganistán estaremos al lado de ellos. Sea el que fuere el país o la gente que ayude a EE.UU. estaremos en contra de todos.
–El presidente Pervez Musharraf ha dicho recientemente que el régimen de los talibán tiene los días contados. ¿También están en contra de Musharraf?
–El general Musharraf no tiene una personalidad muy potente. Cuando dijo esas cosas estaba vestido con uniforme. Sin embargo, cuando no se pone el uniforme no es capaz de hacer declaraciones. Tiene miedo y está a favor de EE.UU. Esa es la única razón por la que se anima de decir cosas así.
–Usted siempre dice que Musharraf fue manipulado por los norteamericanos.
–Por culpa de la presión de EE.UU. Musharraf perdió toda línea política.
–Para usted, Musharraf parece carecer de legitimidad.
–Efectivamente. Musharraf no tiene ninguna legitimidad en Pakistán. Es un presidente inconstitucional. Nosotros tenemos una opinión bien forjada sobre sus posiciones oficiales. Por eso hemos venido a manifestar aquí, porque nuestro gobierno acaba de hacer pública la política que va a aplicar, es decir, una política a favor de EE.UU.
–Los líderes religiosos como usted piden que se aplique en Pakistán las mismas reglas islámicas que en Afganistán. ¿Es ésa su línea?
–Efectivamente, nosotros queremos eso. Pero hay que decir que nuestro caso es distinto al de Afganistán.
–¿Usted siente que la población paquistaní apoya a los talibán por los mismos criterios que usted?
–Puedo decir que el gobierno está a favor de un lado y el pueblo a favor de otro distinto. El gobierno está aplicando las resoluciones de las Naciones Unidas antes de tiempo.
–El régimen talibán está al borde de varios abismos. ¿No cree usted oportuno entablar una rápida negociación antes de un drama mayor?
–Creo que los talibán están moralmente fuertes. Ellos lograron construir una nación donde se aplican las leyes del Islam y de la Sharia. Nuestro deber y el del mundo entero consiste ayudar a la construcción de Afganistán. El problemas mayor radica en que, a través de su política, EE.UU. y el mundo occidental no aceptan las layes del Islam. Creo que son los enemigos del Islam y no de Osama bin Laden o los talibán.
–¿Hasta qué grado estaría usted dispuesto a sacrificarse por Afganistán?
–Nosotros queremos la paz, no la guerra. Pero si Estados Unidos nos impone la guerra estamos listos para defendernos.

 


 

MILES DE MANIFESTANTES PRO TALIBANES EN PAKISTAN
Apuntando al presidente Pervez

Por E. F.

Cuando los periodistas que estaban parados en la puerta del hotel Islamabad vieron a la multitud de manifestantes islamistas avanzar por la avenida, ninguno pensó que 30 segundos más tarde los vidrios del hotel iban a volar en pedazos. Un férreo cordón militar y policial había impedido desde muy temprano que la prensa se acercara a la cabeza de la manifestación que el líder del partido islámico radical Jamiat-ulema-Islam había convocado en Queta para repudiar la política “pro yanqui” del presidente Musharraf. “Medidas de seguridad, imposible salir del recinto”, repetían los policías encargados de “proteger” a la prensa. En medio de esa discusión empezaron a pasar los primeros manifestantes, luego vino una segunda tanda, armada con palos que, en cuanto vio a un puñado de occidentales parados en la vereda, se les vino encima gritando “cómplices del demonio, cómplices del demonio”. Hubo una estampida rápida y unos cuantos palazos contra la vidriera del hotel Islamabad.
La tormenta pasó rápido y un flujo continuo de camiones, colectivos y bicicletas avanzó durante más de 20 minutos a lo largo de la avenida. “Norteamérica es una asesina, Pakistán, Pakistán”, gritaba la multitud agitando los puños a la altura de los hombros. Los colectivos estaban tan repletos que había gente hasta en el techo. Lo más extraño era ver a tantos niños subidos arriba de los camiones que miraban despistados cómo muchos corrían por las calles con las Kalachnikov al hombro gritando “Que vengan, que vengan, Afganistán será la tumba de las tropas norteamericanas”. A falta de tumba por el momento, la bandera norteamericana sufrió los avatares del fuego y los palazos. El rito final de este tipo de manifestaciones quiere que todo concluya con la bandera de Estados Unidos devorada por las llamas. Pero el odio que los radicales le tienen a EE.UU. es tal que los manifestantes no se contentaron con quemar la sacrosanta bandera. Una vez que los colores norteamericanos fueron un montón de tiras chamuscadas por el fuego, el sector “más juvenil” del islamismo extremo hizo una ronda en torno a los jirones y arremetió a palazos limpios contra los restos de la bandera: “Asesinos, asesinos, muerte al asesino”, gritaban turnándose en torno de las cenizas.
El partido radical islamista consiguió lo que buscaba: hacer una demostración de fuerza a 60 kilómetros de la frontera con Afganistán y en una ciudad donde las ideas radicales no dejan indiferente a la mayoría. Al día siguiente de que el presidente paquistaní declarara que Pakistán iba a “cambiar de política con respecto al régimen talibán”, los islamistas duros le recordaron que disponían de una fuerza de convocatoria política y religiosa que debía tomarse en cuenta. Jamiat-ulema-Islamia reunió algo más de 12.000 personas en un acto sabiamente calculado y que, para varios analistas, sirve tanto los intereses del gobierno como los de los islamistas. Mientras estos últimos muestran su peso de fuerza testimonial, el gobierno del presidente Musharraf puede mostrar la carta del desenlace violento que acarrearía una acción militar indiscriminada contra Pakistán. Un periodista local comentaba a Página/12 que “en esta historia de amor y de odio la pareja termina reconciliada. Con una manifestación semejante Musharraf puede agitar legítimamente ante los norteamericanos la ‘amenaza’ de los islamistas. Ellos, a su vez, miden sus fuerzas ante el gobierno y con los ojos de la opinión pública mundial puestos en ellos. Es un negocio redondo”.

 


 

EMBAJADOR A ISLAMABAD
El talibán bueno

Por E. F.
Desde Queta

El embajador talibán en Pakistán, Abdul Salam Zaeef, maneja con precisión el arte de la paradoja lingüística. Según quien sea su interlocutor, Zaef niega saber hablar en inglés o reconoce que en ese idioma se siente cómodo. Ayer, durante la conferencia de prensa que ofreció en la ciudad de Queta, eligió la comodidad. Cercado por la amenaza cada vez más creciente de una acción militar cuyo alcance se desconoce pero cuya inminencia se hace más cercana, el gobierno talibán parece haberle encomendado al embajador la tarea de explicar una vez más su posición.
Aunque explicar sea tal vez un término inadecuado para traducir las idas y venidas del régimen. En Queta, Zaeef reiteró que su gobierno estaba dispuesto “a entablar negociaciones con Washington. Nosotros no nos comprometemos con la guerra sino con las negociaciones”, dijo antes de evocar la suerte de Bin Laden. El representante diplomático recalcó que los talibán no entregarían a Osama bin Laden mientras Estados Unidos no mostrara pruebas de su culpabilidad y reclamó el acceso a las pruebas que EE.UU. suministró a la Alianza Atlántica y a los demás países aliados acerca de la implicación de Bin Laden en los atentados de Nueva York y Washington. Zaeef aseguró que si bien pensaba que Bin Laden estaba siempre en Afganistán, desconocía no obstante su paradero. Seguidamente, el embajador dejó entrever la posibilidad de entregar a Bin Laden a un tercer país pero esa solución “pertenece al marco de las negociaciones... Tal vez un tercer país... Por el momento no sabría decir”. Lo más importante parece ser la cuestión de las pruebas, la cuales son, insinuó, “la mejor manera de resolver los problemas”.
Según sostuvo en un inglés siempre aproximativo, el pueblo afgano “necesita ayuda, alimentos y reconstrucción. Afganistán no necesita guerras”. Con todo, el representante diplomático recalcó que el régimen no se sentía amenazado y que los talibán no “capitularán nunca”.

 

El blanco verdadero del ataque

Por Fred Hallyday *
Cuando se analizan los hechos del 11 de septiembre la primera reacción es buscar una gran analogía histórica: Sarajevo en 1914, Pearl Harbour en 1941, Cuba en 1962. Pero ninguno de esos episodios cuadra con el tono peculiar del último ataque, a la vez el caso más espectacular de “propaganda con la muerte” jamás realizado, una destrucción icónica recortada contra el cielo celeste, algo capaz de lanzar una montaña rusa de angustia, miedo e incertidumbre.
Los gobiernos del mundo hablan, como es su deber hacerlo, de una guerra contra el enemigo, pero la acción de este enemigo no tiene un fin predecible. Sin embargo, no estamos frente a una guerra, una gran movilización con un fin estratégico y calculable. Tampoco es la primera guerra del siglo XXI: los habitantes de Grozny, Juba, Tetovo, Jaffna, Kabul, por no mencionar Jerusalén y Medellín, tendrían buenas razones para cuestionar esa idea.
Es posible que el 11 de septiembre haya sido un hecho único por su forma, por su impacto y por las cuestiones que sacará a la luz. Cuestiones que seguirán entre nosotros en los próximos años.
El primer tema es la causa del ataque. Por qué un grupo de hombres, la mayoría de ellos provenientes de la península arábiga, hizo lo que hizo. Las causas centrales hay que buscarlas en la génesis de una nueva crisis de Asia Occidental. En muchos países se ha producido un debilitamiento del Estado, si no directamente un colapso. En los ‘70 y los ‘80 el fenómeno se dio en Líbano. Más recientemente, en Afganistán y Yemen. En estos países, donde áreas significativas del territorio están fuera del control del Gobierno, o donde el gobierno busca animar a grupos armados autónomos como al-Quaida, arraigaron la cultura de la violencia y la demagogia religiosa. Esta situación se suma a otra más: conflictos históricamente distintos como los de Afganistán, Irak y Palestina se han venido conectando más y más en los últimos años. Tanto el nacionalismo secular (Saddam Hussein) como el islamista (Osama bin Laden) conciben como una sola cosa la causa de la resistencia contra Occidente y contra sus aliados regionales. Y, lo más importante, también han entrevisto una buena oportunidad para conectar las distintas crisis a fin de conseguir un apoyo suficiente para lograr su objetivo mayor: tomar el control de sus propios países.
El blanco mayor del 11 de septiembre no fue el poder norteamericano, y tampoco un mundo “civilizado” o “democrático” difícil de definir. El blanco estuvo constituido por los Estados del Medio Oriente. Bin Laden, con sus ideales regresivos en materia política y social, particularmente hostiles hacia las mujeres y a los musulmanes chiítas, es una amenaza contra esos Estados por encima de cualquier otra cosa.
La segunda cuestión general que resaltan los hechos del 11 es la de la violencia y su fenómeno relacionado, el “terrorismo”. En este punto es posible que comiencen a jugar dos discursos. Por un lado los ejecutores de este y otros actos de violencia sorpresiva contra civiles podrían decir que la violencia extrema se justifica cuando se persigue un objetivo político. Por otro lado, muchos Estados del mundo, de Medio Oriente o de cualquier otra región, como los rusos en Chechenia, podrían verse tentados de argumentar que la violencia excesiva queda justificada cuando se ejerce en defensa del Estado.
Todas las culturas y todos los Estados aceptan el principio de que es justo resistir la opresión. Todos permiten, como lo dice la Carta de las Naciones Unidas, la autodefensa de los Estados. Y no debe olvidarse que la palabra “terrorismo” surgió a la vida no para caracterizar la táctica de los rebeldes sino como un arma de la política estatal, en las revoluciones francesa y rusa. Sin embargo, hay un puñado de principios –algunos de ellos surgidos de discusiones históricas y otros que fueron incluidos en el derecho internacional, incluyendo las convenciones de Ginebra– que limitan el grado de violencia que pueden utilizar legítimamente los disidentes y los Estados. Pero las posibilidades de discutir los usos de la violencia se reducen cuando se habla de un choque de civilizaciones o de una presunta incompatibilidad de los valores islámicos y de los occidentales. Y no se trata solo de un producto de la hostilidad occidental hacia el Islam o de algún estigma impuesto a los musulmanes: hay gente en el mundo islámico, y en la comunidad musulmana en Europa occidental, que también se abrazó a este tipo de demagogia y la utilizó como línea argumental para presentar los hechos del 11 de septiembre.
La discusión no se resolverá invocando choques de civilización o hurgando en los textos sagrados en busca de citas a favor o en contra de la violencia o la resistencia. Todas las religiones tienen textos y antecedentes que legitiman la violencia, el terror y el sacrificio sin sentido de los individuos. Lo saben bien, en los tiempos modernos, entre otros, los católicos fenianos, los asesinos hindúes, los sionistas armados, los fanáticos budistas y los militantes islamistas.
Esa es también la razón por la que en los últimos años resultó insuficiente un proyecto lleno de buenas intenciones y que recogió el apoyo de mucha gente en Occidente y en el mundo musulmán: el “diálogo” entre credos y civilizaciones. La coexistencia es mejor que la guerra, sin duda, pero uno queda pegado en la red de la araña no bien admite que hay una diferencia fundamental entre las culturas y, a la vez, acepta implícitamente una mayor legitimidad en los ancianos con barba que las interpretan.
El marco para discutir estos temas –el conflicto entre Estados y las diferencias dentro de esos Estados– no es para nada cultural. Es universal, basado en el derecho internacional y en los principios de las Naciones Unidas. Este marco no hace ninguna distinción entre pueblos “occidentales” y de los otros, y esquiva el tipo de lenguaje exclusivista que han venido usando demasiados políticos y clérigos.
En estos tiempos muchos buscan analogías políticas e históricas, y bucean en los textos religiosos y en la literatura, desde Armagedón a Yeats. Pero quizás sea mejor iluminar las repercusiones globales del 11 de septiembre con una frase de John Donne: “Ningún hombre es una isla”. Parece un buen antídoto contra el sinsentido sobre el choque cultural que se escucha en Oriente y Occidente. Y sirve para dar el marco adecuado a una cosa que sí es segura: la nueva realidad afectará a todos los que están sobre la Tierra. Absolutamente a todos.

* Profesor de Relaciones Internacionales de la London School of Economics.
Columna publicada en el prestigioso semanario inglés The Observer.

 

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