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LAS PRIMERAS BATALLAS DE LA PRESIDENCIA CONTRA EL CONGRESO
Los derechos son la víctima civil

La administración Bush tuvo su primer choque de guerra con el Congreso. Temas: la información y la ley antiterrorista.

Habla el senador republicano Trent Lott, líder de la minoría en la Cámara alta.
En el centro, el líder demócrata, Tom Daschle, partidario de votar tal cual la
ley antiterrorista.

Por Matthew Engel *
Desde Washington

El presidente George Bush tuvo su primera gran confrontación con el Capitolio desde los ataques del 11 de setiembre. Había atacado furiosamente a los miembros del Congreso por supuestas filtraciones a los medios sobre las operaciones antiterroristas y amenazó con no dar más la información reservada que reciben de la Casa Blanca. Se retractó, pero sólo después que le dijeron que sus planes eran ilegales y que el presidente estaba obligado a mantener a los comités del Senado y de la Cámara de Representantes “total y actualmente informados”. Ayer a la mañana, durante la reunión regular de desayuno con los cuatro principales legisladores, los líderes de los dos partidos tanto en el Senado como en la Cámara de Representantes, se llegó a un acuerdo con una fórmula para salvar las apariencias. Entretanto, se demoraba la votación de una ley antiterrorista que daría amplias facultades al Estado, tan amplias que muchos temen que peligren los derechos civiles de los ciudadanos norteamericanos. Los mismos cuya representación se ve viciada si se le niega información a sus representantes.
La información reservada continuará, pero todos estarán en guardia. “Todos los senadores y congresistas fueron notificados que deben tener cuidado”, dijo Trent Lott, el líder republicano en el Senado. “Uno puede o no estar de acuerdo, pero se tiene la obligación de ser cuidadoso”. Bush estaba furioso con varios informes de los medios de la semana pasada, que él estaba convencido de que sólo podían haber provenido de miembros del Congreso. El informe del New York Times de que el presidente estaba especialmente furioso por un informe del periódico rival, el Washington Post, que decía que los funcionarios de inteligencia habían dicho que había una gran probabilidad que Al-Qaeda lanzara pronto otro ataque sobre blancos de Estados Unidos. Lamentablemente para el presidente, los congresistas afrentados pueden ser poderosamente irritantes. Un senador, Ted Stevens, el decano de los republicanos del poderoso comité de compras, dijo que no apoyaría ningún presupuesto si no se le decía cómo se iba a utilizar el dinero.
La disputa es sólo una señal de la creciente frustración que se siente en el Congreso, supuestamente una rama igual del gobierno, en un momento en que el presidente tradicionalmente asume enorme cantidad de poder y, en esta ocasión, está apoyado abrumadoramente por el público. El clima representa un enorme cambio con respecto a la situación del 1O de septiembre, cuando la administración enfrentaba problemas políticos en varios frentes. Los miembros de ambas cámaras se han estado moviendo para reafirmar su propia autoridad, especialmente sobre detalles legislativos. Los demócratas han estado empujando con éxito para tener mayor control sobre la seguridad de los aeropuertos, contra los instintos del sector privado de la administración.
Mientras, el proyecto de ley antiterrorismo presentado por el fiscal general, John Ashcroft, se topó con problemas inesperados, especialmente en el Senado. Un solo senador liberal, Russ Feingold de Wisconsin, demoró el proyecto exigiendo cuatro enmiendas claves. Sus cambios evitarían que el FBI tuviera acceso a los informes personales y prohibiría las búsquedas secretas de los hogares de los sospechosos. “Es esencial que se preserven las libertades civiles”, dijo Feingold, “de otra manera los terroristas ganarán sin disparar otro tiro”.

* De The Guardian de Gran Bretaña Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

 


 

LOS ATAQUES, SUFRIDOS POR LOS AFGANOS DESDE LA CAPITAL DE EE.UU.
En el frente del Kabul de Washington

Por Gabriel A. Uriarte
Desde Washington D.C.

En las cinco cuadras que se deben caminar por la avenida Pennsylvania antes de llegar al restaurant Afghan Kabob en el suburbio de Georgetown, uno pasa por cuatro restaurantes vietnamitas. Este detalle es la primera pista acerca de la aparentemente inexplicable calma que evidenciaba la comunidad afgana en Washington D.C. ante el inicio de los bombardeos sobre Afganistán, especialmente si se lo compara con la mentalidad de asedio de sus compatriotas en Nueva York. Washington está acostumbrada al exilio y los exilados. Capital de la república imperial, recibió sucesivas oleadas de refugiados huyendo de sus menos afortunadas intervenciones imperiales. Así, los residentes locales saben que, en general, se puede contar con que los dueños de los diferentes tiendas étnicas estarán invariablemente en contra del actual gobierno de su madre patria. Los afganos no son la excepción. Al contrario, hacen todo por confirmar la regla. Su Imam, Makdhoon Zia resumió que esta comunidad de unas 30.000 personas considera que los ataques son “un mal que puede producir un gran bien”.
La muy relativa ambivalencia de sus palabras era producto de una actitud más bien relajada hacia sus conciudadanos norteamericanos en Washington. Ningún afgano en Nueva York, por lo menos, se habría atrevido a calificar los ataques como algo malo, aun si después decía que podía traer algo bueno. Hay varias otras cosas que, en otra parte del país, podrían ser interpretadas casi como provocaciones. Las señales de afghan cuisine que se ven en la calle frente a sus restaurantes, sin las piruetas de sus equivalentes en Nueva York, que disfrazan sus menúes con descripciones tales como “comida persa y afgana” o incluso “del subcontinente indio”. Y esta honestidad no se limita a los lugares situados en el sofisticado Georgetown: en la carretera que conecta la ciudad de Alexandria, Virginia, y Washington D.C. se puede ver, entre propagandas de McDonald’s y Chevron, un orgulloso y bastante extenso cartel con “Restaurant Afgano, gire a la izquierda en la próxima salida”. Otra señal muy importante es que en estos lugares se pueden encontrar afganos sirviendo las mesas o atendiendo la caja, a diferencia de sus equivalentes neoyorquinos donde hay que atravesar un perímetro de mozos de todas las etnias excepto la afgana para llegar a los dueños del establecimiento. Por último, usar anotadores y manifestar curiosidad por la historia detrás de estos restaurantes no despierta la sospecha entre sus interlocutores de que uno es un incendiario en misión de reconocimiento antes de ejecutar una represalia por cuenta propia por el 11 de septiembre.
¿Pero quién podría sospechar de incendiario a cualquiera los comensales del Afghan Kabob a las siete de la tarde? Gordos y barbabos bohemios burgueses, bobos, saliendo con sus esposas en búsqueda de alternativas a la comida tailandesa, estudiantes universitarios con el mismo propósito, extranjeros intrigados por un lugar afgano en el medio de la capital del imperio, es la composición, demostrable empíricamente, de su clientela. Es imposible sospechar de agente de futuras turbas fuerzas racistas a un apacible señor de unos 50 años, de calvicie casi total, lentes gruesos y elegante pipa, cuya conversación incluye cosas tales como “creo que los extremos de dulce y picante en la comida afgana pueden explicar mucho de lo que pasa en ese país”. Es lo que piensan todos. Es justamente por eso que muchos vinieron al restaurant recién después de la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre. Hacerlo logra dos propósitos igualmente deseables para los “bobos” locales: primero, la expedición antropológica-culinaria a lo más profundo del alma afgana; segundo, registrar el desafío a las tendencias paranoides y xenofóbicas que se venen otras partes del país. Un estudiante explicó inocentemente que “nunca estuve antes en un lugar afgano... Es muy interesante y muy cool”.
Para los propios afganos, la situación es más matizada y menos agradable. Son ferozmente anti-talibanes, y esto es claro aun si se ignoran los carteles colocados en la puerta, que piden “la liberación del pueblo afgano del yugo talibán”. No, adentro hay más de una docena de posters con imágenes tales como mujeres cubiertas de velos, y debajo consignas (en verde, lo que por algún motivo parecer ser el color de las fuerzas nacionales anti-talibanas) de “liberen a nuestra gente”. Sin embargo, al hablar de “nuestra gente”, los afganos-norteamericanos de Washington están siendo sinceros de la forma más literal posible. .Tengo dos primos y un tío en Kabul... Usted debe entender que ahora mismo hay mucha gente inocente que está muriendo en Afganistán., explica Shardal, cuyos padres emigraron en los ochenta cuando era aún un niño. En el centro comunitario “Mustafa”, se instalaron teléfonos especiales para llamar a familiares en Pakistán, que quizá tengan noticias de otros en Afganistán. Es por este motivo que los afganos de la capital no pueden alegrarse por la probable caída de los talibanes y la solidaridad de los otros norteamericanos. Lo segundo es muy agradecido, pero sin el alivio de los afganos en otras ciudades potencialmente mucho más hostiles, como Nueva York. Lo primero es motivo de alegría, pero una alegría que se espera traerá antes muchas más ocasiones para la tristeza. Con la mirada fija y eligiendo con suma deliberación sus palabras, Shardal resumió pausadamente que “si me pregunta lo que pienso, creo que al pueblo afgano sufrirá una nueva masacre, después de las de los soviéticos, los talibanes, los paquistaníes.... Mi única esperanza es que sea la última”.

 

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