Por Hilda Cabrera
Ese viento implacable que parece
no dejar nada en pie se convierte en eje de la obra que hasta mañana
presenta el Grupo Humo Negro de Neuquén, en la pequeña sala
Orestes Caviglia del Teatro Nacional Cervantes. El nombre de este equipo
que dirige Sandra Monteagudo no surgió de una leyenda local ni
de una figura indígena, sino inspirado en el color del humo de
las chimeneas fabriles. La razón tal vez se halle en que, como
puntualiza la directora, San Martín de los Andes es el lugar
que elegimos para vivir, pero nuestra cultura es urbana. La actriz
María Luisa Peña se radicó allí dieciocho
años atrás; el actor Daniel Miglioli hace catorce y Monteagudo
hace cinco. No nacieron en el sur, pero la obra que trajeron al Cervantes
se ambienta de modo contundente en el llamado desierto patagónico.
De ahí la broma que se desprende de su título, Pradera en
flor, obra breve y premiada de Bernardo Cappa, quien temporadas atrás
actuó y dirigió en Buenos Aires este mismo texto y es autor,
entre otras piezas, de 24 horas, Sin zapatos taco aguja, Mercedes no es,
Decime te quiero y Aparecido.
La apuesta de Humo Negro en el coliseo de Libertad 815 (hoy a las 20.30,
mañana a las 20) cierra el Ciclo 2001 del Programa Federal, que
permitió al público porteño conocer, aunque sea mínimamente,
parte del trabajo que se realiza en algunas provincias. Antes de Humo,
se vieron montajes del Grupo Círculo de Tiza de San Juan y de la
Compañía Teatro Independiente La Huella de Córdoba.
En cuanto a Monteagudo, también actriz (aunque no en Pradera),
realizó obras en Buenos Aires junto al director Claudio Hochman,
integró el grupo Las Barbis con Mariana Briski, y participó
en programas televisivos de humor, como el popular De la cabeza.
En Pradera... aporta imaginación y melancolía a un texto
que es en sí mismo poético y deliberadamente alambicado.
Un ejemplo, entre muchos, es la respuesta que da el personaje de Ella
al hombre, cuando éste le pide que sea su novia: Una granada
de flores explota en mi pecho y se convierte en jalea, jalea de flores
que en mi sangre marea mis neuronas en la penumbra coloreada de luces
rojas y azules que se zambullen en mis ojos que lloran de emoción
un sí.
Tal como se lo propuso la directora, el viento no deja de ser protagonista
en esta pieza interpretada con fino humor agridulce. Monteagudo incorpora
unos viejos ventiladores, disponiéndolos de modo tal que el viento
y el olor a la arena seca que cubre el piso sensibilicen al espectador
y no sólo a los personajes. Estos son El y Ella, un hombre cuyo
destino parece ser cuidar una puerta, manteniéndola siempre cerrada,
y una mujer que, desafiando la ventolera, intenta infructuosamente plantar
un retoño de árbol. De modo que el público es también
receptáculo de ese viento, que aquí sopla sólo de
a ratos, para descanso de todos, pero que se dice filtra el
cuerpo como si fuera carcoma. Tampoco el espectador permanece ajeno a
lo que sucede entre este hombre y esta mujer que no se deciden nunca a
ser pareja, aunque fantaseen con el amor e imaginen viajar juntos por
mares y parajes extraños a esa estepa. Ocurre que los sueños,
como las palabras, se atascan, y amor y pensamiento quedan truncos.
Creemos que esta soledad del desierto patagónico podría
trasladarse a cualquier esquina del centro de Buenos Aires dice
Monteagudo, en diálogo con Página/12, luego de una función
en el Cervantes, porque la soledad en la que viven El y Ella es
la de aquellos que temen aferrarse a otra cosa que no sea lo que ya conocen.
El hombre se siente obligado a sostener la puerta contra la agresión
del viento, y la abandona sólo a ratos para acercarse a la mujer.
Para él, la puerta es su única referencia de vida, el objeto
en el cual termina su cuerpo. Está atemorizado, y prefiere no arriesgarse.
Como se dice en la obra, el amor y el deseo no pueden con el miedo. Estos
personajes se aferran a ciegas esperanzas, y éstas los mantienen
como muertos. Es también por ese terror al encuentro con
lo desconocido que la mujer, aunque activa, puesto que excava obsesivamente
el suelo arenoso con la ilusión de ver alguna vez crecer su árbol,
parece un ser sin futuro. Su ilusión es ridícula,
puntualiza la directora, que califica a su montaje de grotesco patagónico.
En Pradera..., las abstracciones del texto son contrapunteadas por los
elementos de la puesta, bien concretos, como los viejos ventiladores,
la puerta oxidada, una planta, la arena y los cantos rodados que la mujer
se coloca a veces en la boca para modificar el tono de su voz o lanza
con cierta violencia. Porque su intención es pegarle al horizonte,
sólo que por su mala puntería la piedra golpea a veces en
la destartalada puerta o hiere a su enamorado. A esta obra que retomará
sus funciones en San Martín de los Andes, en una sala de cuarenta
butacas, suficientes para una población de veinte mil habitantes,
de los cuales trescientos van al teatro se le sumará
en las próximas semanas un nuevo trabajo del Grupo. Esta vez el
tema es el derecho de los niños. La otra propuesta es la organización
de un festival que Monteagudo y su equipo, conformado por Miglioli, Peña
y el iluminador Diego Piterman, están promocionando ya para febrero
de 2002 en San Martín de los Andes. En la anterior, realizada este
año, lograron convocar a varios grupos patagónicos y de
Buenos Aires, y ofrecer al público de la zona (y turistas) trece
obras en apenas cuatro días.
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