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OPINION
Por Mario Wainfeld

EL FALLO DE LA CORTE SUPREMA QUE LIBERA A MENEM Y DERRAMA A FUTURO
Los favores recibidos creo habértelos pagado

Un retroceso palpable.
La percepción común y el análisis de la sentencia. Los sinsentidos de la Corte. Un invento sobre asociación ilícita. Falsedad ideológica: a pedir de Menem. Una amenaza a magistrados y medios. La lógica política de lo ocurrido.

¿Cuánto habrá retrocedido la sociedad argentina, cuánto se habrá degradado su precaria calidad institucional, cuánto ha progresado en su incubación el huevo de la serpiente con el fallo de la Corte Suprema del 20 de noviembre? Claro, la decadencia ética, los agravios a la moral de la gente del común no se cuantifican así como así y los alcances de sucesos como el del martes se dejan leer cabalmente en años. Pero es ineludible consignar que la democracia argentina ha sido herida gravemente, por la acción conjunta de los dos partidos mayoritarios y de la Corte que amañaron sus dos líderes máximos, dos hombres de luenga edad que gobernaron para mal este país, que ya deberían haber tenido el buen gusto de jubilarse y que siguen presentes en la escena pública, dañando a la democracia a la que tanto deben y por la que casi nada de bueno hacen.
La gente de a pie registró con claridad la gravedad del fallo, aunque ignore sus detalles. Entiende bien lo acontecido, tal como interpreta el pueblo los hechos: a grandes trazos, sin entrar en sutilezas técnicas. No le hace falta leer la sentencia para saber que le han robado un retazo de su dignidad, como ya le ocurrió con las empresas del Estado, la jubilación, la integración territorial, el derecho al trabajo y a la subsistencia digna, acaso con la Nación argentina misma.
Los pocos que hayan leído el documento habrán registrado que es notoriamente escueto para saldar una grave cuestión de Estado. No más de 9 carillas, a doble espacio, insume (si se lo despoja de prolegómenos formales) el voto de Augusto Belluscio que hizo mayoría. Una menos el voto, con fundamentos propios, de Antonio Boggiano. Podrían haberse escrito en menos: es proverbial la vocación de los jueces por optar siempre por la palabra más larga, por la menos comprensible, por la más cacofónica, por la ininteligibilidad. No es una carencia, sino un arma: el lenguaje esotérico es uno de los recursos del poder autoritario, no hace falta haber leído a Foucault para saberlo. Y los cortesanos, en su mayoría absoluta hombres de escasa versación –aún en lo que se supone que sea su especialidad, el derecho–, seguramente todo ignoran de Foucault. Pero de poder, de una determinada forma de ejercitar el poder, saben mucho.

Leyendo de cerca

Acaso lo que más sublevó a la gente común, la liberación de Carlos Menem, sea lo menos grave del fallo, si se lo aísla del contexto. Mirando en detalle la sentencia puede convenirse que mucho más incordiante es que virtualmente se cerrara la causa sobre venta ilegal de armas, se impidiera su elevación a juicio oral y público y se cerrara por vía de un úkase forense el camino a futuras investigaciones sobre corrupción estatal. Pero la percepción generalizada es, en lo central, aguda pues repara que lo que se consagró es mucho más que la impunidad de Menem. Es un bill de indemnidad, aun a futuro, para toda la corporación política.
Recorramos, a vuelo de pájaro, el histórico razonamiento de los cortesanos.
u Asociación ilícita: La Corte no se animó a determinar que es imposible que un staff de Estado se convierta en una asociación ilícita. Ese argumento banal fue esgrimido por las defensas y por algunos juristas afines, pero venía siendo erosionado en el debate público. Y la Corte, aún esta Corte, no se animó a consagrarlo. Al respecto se limitó a decidir que no había sido probada. Un criterio opinable, pero no letal para las instituciones, desde que se limita al caso en cuestión.
Pero el Tribunal no se privó de añadir un requisito asombroso para que se configure la asociación ilícita. El discurrir del correligionario Belluscio, al que adhirieron los compañeros Guillermo López, Eduardo Moliné O’Connor, Adolfo Vázquez y Julio Nazareno, añade una exigencia inédita: asegura que “el fundamento del tipo penal (exige) (...) que pueda producir alarma colectiva o temor en la población”. Un requisito que no está mencionado en modo alguno en el Código Penal ni ha sido mencionado por tratadista alguno ni por la misma Corte, como podría verificar el lector ávido que se interne en los sites que colectan fallos anteriores del Tribunal. Invento sin precedentes que se despacha en un par de párrafos y que impone un vallado duro de saltar a la figura que –en el pasado– puso en jaque a los emblemáticos del menemismo. María Julia, agradecida.
u Falsedad ideológica: Para completar sus designios la Corte derrumbó la posibilidad de que hubiera falsedad ideológica de los decretos que encubrían venta ilegal de armas. No tenía razones para hacerlo. Es más, tampoco era competente para decidir ese punto. Empecemos por esta objeción.
El Tribunal analizaba un recurso interpuesto por Emir Yoma, que no estaba acusado de incurrir en falsedad ideológica. El recurso, la apelación en este caso, limita el ámbito de decisión del tribunal, es como un universo cerrado que no debe transgredir. Si la Corte está tratando la situación de Emir, un delito presuntamente cometido por otras personas no está sujeto a su decisión.
Algunos juristas razonan que debía resolverse si pudo haber falsedad ideológica ya que, de lo contrario, no se podía derribar la figura de la asociación ilícita. El argumento es engañoso: si no hubo asociación ilícita ¿qué importaba desmenuzar la existencia de los delitos que, supuestamente, estaba enderezada a cometer?
O sea, nada añadía ni quitaba al recurso de Emir la consideración sobre la falsedad ideológica. Y, por ende, no debía ser tratada. La Corte la incluyó para cerrar la continuación de la causa y su futura elevación a juicio oral y público. Decidió sobre lo que no le concernía, en un encubierto per saltum como denunció el jurista Daniel Sabsay.
Pero, además, el argumento es inconsistente, como también señalara Sabsay y la propia defensa del general Martín Balza. Dice la Corte que no puede haber falsedad ideológica de un decreto ya que éste “no está destinado a demostrar nada más que la existencia de la orden misma. La falsedad ideológica, a la que algunos autores han propuesto llamar falsedad histórica, consiste en hacer aparecer como reales hechos que no han ocurrido”. El decreto, redondean Belluscio y sus adherentes, “no es un instrumento destinado a la prueba de los hechos”.
La distinción propuesta por el tribunal data de hace más de medio siglo. Distingue entre instrumentos “dispositivos” y “probatorios”, sólo los probatorios serían pasibles de falsificación ideológica. Los decretos, por principio, son “dispositivos”. Y es un principio general, válido, pero que requiere una interpretación dinámica, adecuada a los tiempos y modus del accionar presuntamente delictivo.
Si se sospecha que los decretos no eran una orden, sino un recurso para encubrir un envío no autorizado de armas, el argumento se desmorona. No hubo –o de mínima podría no haber habido– voluntad del Estado de remitir armas a Panamá, pudo haber ánimo de disfrazar el envío a Croacia o Ecuador. Los decretos tendrían entonces una dolosa intención probatoria y la disquisición legal se volvería inaplicable. No era un decreto, sino un simulacro de decreto tendiente a preconstituir prueba absolutoria.
Yoma podía haber zafado definitivamente sin este derrape de la Corte, pero Menem hubiera seguido siendo investigado. Por eso, excediendo su competencia y desbarrando argumentalmente, la Corte incursionó en ese viscoso terreno.
u El párrafo décimo: El párrafo décimo de la sentencia, el más lanzado a futuro, es su núcleo sólido. El Tribunal “llama a la reflexión a jueces y fiscales de las instancias inferiores”. Se atribula porque estos actúan con ligereza frente a una opinión pública “sea formada espontáneamente u orientada por los medios masivos de difusión” (una frase que, por su pobreza conceptual y su sesgo ideológico, podría haber parido Jorge Videla). Como un preceptor de una novela de Charles Dickens, puntero en ristre, la Corte les hace saber que les pegará en la mano si osan acercarla a ese fuego. Hay también una amenaza a los medios, ya que estamos.
No conforme con ese sosegate el tribunal añade dos conceptos que harán historia y le costarán caro a los argentinos. Caro en sentido estricto, económico y lato también. “Resulta irreparable el daño”, califica a lo decidido en instancias anteriores. Y tilda a esas sentencias como “caminos aparentemente vestidos de legalidad pero en definitiva ilegales”. En ambos casos, emparenta un fallo revocado por un tribunal superior –una derivación del principio constitucional de la doble instancia, un avatar común por demás– con un delito.
Una diferencia de criterios o de enfoques puede determinar dejar sin efecto una sentencia. Pero la Corte no endilga a la Cámara error o criterio equivocado sino específica intención de dañar (“dolo” en jerga forense), habilitando a los implicados a considerarse víctimas de un ilícito cometido por el Estado y, por ende, a reclamar su condigna indemnización. Emir ya está en eso y los letrados de Menem lo estudian. Unos millones pueden cambiar de mano. Para la comunidad argentina, será una libra de carne, para los supuestos damnificados tal vez equivalgan a un vuelto. ¿Aceptarán patacones?
El nefasto párrafo décimo se completa con un insulto a la memoria colectiva y al dolor de millones de argentinos de bien. Es cuando parangona la situación de Menem y Emir con “las represiones ilegales del pasado”. Menem fue juzgado por tribunales competentes, defendido por abogados que facturan con seis ceros detrás de algún otro número, se acogió al beneficio de la prisión domiciliaria y –tras menos de seis meses– fue liberado con una decisión que casi lo compara con Alfred Dreyfus. Es correcto y hasta estimulante que los principios garantistas se extiendan a todos y nadie debería afrentarse por las supuestas comodidades de su cárcel. Pero comparar a Don Torcuato con la ESMA es una obscenidad, máxime si lo hacen jueces que han consagrado buena parte de su jurisprudencia a garantizar la impunidad de los genocidas.

La lógica política

La progresiva mímesis del gobierno actual con el que lo precedió es cada vez más palmaria. Esta semana agregó dos símbolos: la libertad de Menem y el anuncio del regreso de la Carpa Blanca. Cavallo es el mínimo común denominador. Por añadidura: la desocupación record sigue invicta, la distribución de la riqueza no ha variado el patrón impuesto en los ‘90.
La batalla contra la corrupción, una bandera que blandió Fernando de la Rúa en campaña, ya ha sido arriada sin pudor. El hermano del Presidente –quien por definición no debió ser jamás ministro de Justicia de un gobierno interesado en la transparencia– no hizo siquiera un ademán para limitar el despropósito de la Corte. Era su deber recusar a Nazareno y Vázquez, conspicuos amigos del ex presidente, quien supo revertir el viejo precepto del viejo Vizcacha e hizo jueces a sus amigos. Seguramente no hubiera logrado que los aliados de Menem dieran un paso al costado, pero al menos habría emitido una señal en pro de la decencia. El Presidente invocó la división de poderes para justificar el dislate. Aún quedan adulones que destacan la especial calificación intelectual de Fernando de la Rúa y su sapiencia técnica. Pues bien, en este caso o reveló ignorancia o argumentó de mala fe: el Estado era querellante en el juicio y estaba entre sus facultades, por no decir entre sus deberes. Recusar si había motivos suficientes, que sobraban.
En verdad, el Gobierno anhelaba la decisión. En las páginas 2 y 3 de este diario se relatan movidas, operaciones, entretelas más que reveladoras. El deseo oficialista tiene como principal ingrediente una lógica corporativa basada en el bipartidismo: los políticos jamás deben pasar por los tribunales. En la coyuntura se añade una errada lectura de la interna del PJ: en las tiendas delarruistas se fantasea con que Menem hará estallar las contradicciones internas del PJ, debilitándolo.
Una mezquina concepción de la política y un ansia de impunidad abonaron el camino. Raúl Alfonsín –capcioso siempre, pero algo menos sinuoso que el Presidente– predicó todo el tiempo contra la prisión de Menem. Sus operadores difundieron su “preocupación” en atentos oídos judiciales y el propio ministro de Justicia hizo saber que al Gobierno le convenía ver a Menem libre. Ahora hay quien dice que el fallo, por su proyección a futuro, a Jorge de la Rúa le pareció un “mamarracho”. Tarde piaste.

Con tinta limón

Lo ocurrido en esta semana desbarata acaso definitivamente un avance de las investigaciones sobre delitos de estado, que venía prosperando gracias al clima de época surgido cuando la mayoría de la sociedad se hastió del menemismo.
Pero ocurrió lo consabido. La defensa de la impunidad de la dirigencia y de la financiación ilegal de “la política” es un inciso del Pacto de Olivos escrito en tinta limón. A la hora de la verdad, peronismo y radicalismo cierran filas, con sus diversos estilos, en defensa de ese objetivo común.
A su modo, en distintos momentos hubo parlamentarios de rico discurso democrático convencidos de la necesidad de combatir la corrupción política sistémica. Los más conspicuos, claro, fueron Carlos Alvarez y Elisa Carrió.
Pero Chacho Alvarez privilegió unirse a la UCR para desalojar al menemismo a ser plenamente consistente con esa bandera. Y luego no se atrevió a mantener a fondo la batalla dentro del gobierno aliancista o fuera de él.
Elisa Carrió enriqueció la lid, denunciando con más detalle la matriz mafiosa del Estado y los pactos entre la dirigencia política y los poderes económicos. Pero se comió un par de operaciones desprestigiantes y no plasmó un armado político que estuviera a la altura de sus denuncias.
La desaparición –en alta proporción autogenerada– del Frepaso, la apenas discreta actuación del ARI y la magra presencia de la izquierda en las últimas elecciones facilitaron, sin duda, la decisión de la Corte que sabía que nada tenía que temer (casi ni que oír) de la mayoría de la corporación política. Se perdió una oportunidad de purgar siquiera parte de los vicios del sistema político, tal como ocurrió en el caso de las coimas senatoriales y como se corre el riesgo que ocurra en la investigación sobre lavado.
La atonía ciudadana, expresada en el cualunquista voto bronca, las dificultades de fuerzas alternativas para disputar el poder al bipartidismo permiten la perpetuación de un escenario en el que, como en “Titanes en el ring”, los luchadores principales simulan una pelea, pero en verdad integran una misma troupe.

 

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