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DE BUSH A VIDELA, EL JUEGO DE LOS SIETE ERRORES
Esto es América

Estados Unidos asiste a un retroceso de medio siglo en el respeto por las libertades cívicas y los derechos humanos. Una orden ejecutiva promulgada por Bush borra de un plumazo el estado de derecho y permite condenar y ejecutar a extranjeros mediante juicios secretos ante tribunales militares designados ad hoc por el presidente. Putin, Musharraf, Mubarak sienten que ha llegado su hora. Pero aun así, la reivindicación de dictaduras como la de Pinochet o Videla sigue pareciendo distante. Ese es, precisamente, el límite que aún los políticos más conservadores de Estados Unidos no parecen dispuestos a traspasar. Europa tampoco consiente juicios secretos.

Por Horacio Verbitsky
Desde Nueva York

El director ejecutivo de Human Rights Watch/Americas, el jurista chileno José Miguel Vivanco, regresaba de una visita a su familia en Santiago. En Miami abordó un segundo avión, de American Airlines, que debía conducirlo a Washington, donde vive desde hace más de una década. El comandante explicó que, de acuerdo con la ley de seguridad recién promulgada, en los últimos treinta minutos de cualquier vuelo con destino a la Capital Federal todo el pasaje debe permanecer en sus asientos. Agregó que si alguien desobedecía esa consigna, sería reducido por los marshalls que viajan de incógnito en cada vuelo. Pero además, la nave sería desviada hacia Dallas y volaría hasta allí custodiada por los cazabombarderos de la Fuerza Aérea, listos para derribarla ante cualquier emergencia. Vivanco se dirigió a un azafato y con minucia de abogado le explicó que muchos pasajeros de América Latina que embarcan en Miami no entienden inglés. Para evitar un incidente innecesario convendría que el mensaje también se leyera en castellano, sugirió. El comisario de a bordo lo miró con dureza y le preguntó: “¿Usted entendió?” Vivanco le hizo notar que estaban dialogando en inglés y que su inquietud se refería a aquellos pasajeros que no lo dominaban. “This is America”, respondió con desdén el empleado civil de una compañía aérea en crisis, a la que le beneficiaría que sus aviones no fueran desviados ni corrieran riesgos. Si esto ocurre con latinoamericanos, poco puede esperarse del trato que se dispense a quienes sean identificados por sus nombres o por sus facciones árabes. Más de diez mil de ellos han sido detenidos, por tiempo indefinido, sin proceso ni derecho de defensa.
Quien deduzca de esto que la seguridad ha sido reforzada, hará una inferencia indebida. En la estación central del ferrocarril de Washington a cada paso hay un cartel que pide disculpas por las molestias y anuncia que el ciento por ciento de los pasajeros deberá presentar algún documento de identidad con su fotografía y que todos los equipajes serán sometidos a revisión. Nada de eso le fue requerido a ninguno de los viajeros que el jueves 15 abordaron allí el tren de las cuatro de la tarde hacia Nueva York y Boston. Lo mismo sucedió el martes 20 en el Waldorf Astoria, donde el Comité para la Protección de Periodistas congregó a las personalidades más relevantes de los medios de comunicación, y a las más populares, comenzando por Tom Brokaw, el primer conductor de televisión que recibió un sobre contaminado con Anthrax. A nadie se le pidió que mostrara una credencial o un documento. Los controles en los aeropuertos son más tediosos que antes, pero no han mejorado su eficiencia. El personal que observa los equipajes de mano en los scanners se distrae de la pantalla y cuando los arcos por los que deben pasar los viajeros emiten su alarma sonora, la revisión posterior es elemental. La comida de a bordo se sirve con cuchillos de plástico, pero sigue siendo posible abordar un vuelo con un cable de acero idóneo para estrangular a alguien en un minuto. La seguridad parece reducirse a hablar de la seguridad. Es notorio que este país confía más en el poder ofensivo de sus Fuerzas Armadas para arrancar de cuajo cualquier amenaza que en el trabajo de prevención e inteligencia para evitar cada golpe. Pero resulta difícil discernir si esto revela un rasgo de carácter o la ausencia de verdadero temor. Por lo pronto, para no distraer al gobierno de su esfuerzo bélico, el Congreso decidió posponer hasta 2002 la revisión de los errores del aparato de seguridad e inteligencia puestos en evidencia por los ataques del 11 de setiembre, otra decisión extraña vista con ojos argentinos.

Expresión de deseos

Las ruinas del World Trade Center siguen humeando, a dos meses y medio de la tragedia. Sólo invitados especiales pueden llegar hasta el propio Ground Zero. Pero desde edificios vecinos es posible ver las grúas que levantan vigas y las palas mecánicas que recogen restos de mampostería y mobiliario, mientras en los pisos inferiores que no se derrumbaron flamean cortinas que siguen en sus rieles y los bomberos riegan los escombros con desinfectantes para prevenir una epidemia. Basta con salir del subte a la superficie en City Hall, a 600 metros de allí, para que un olor insoportable delate la inmediación de un espantoso cementerio a cielo abierto. Pero apenas a unas cuadras del epicentro, la vida ha vuelto a la relativa normalidad que permite ese recordatorio sombrío. En negocios y oficinas, las máquinas de ozono que intentan purificar el ambiente operan como otro signo ominoso. La consigna del intendente electo Michael Bloomberg (“New York is open for business as usual”) no pasa de una expresión de deseos. Nadie que pueda evitarlo se acerca a la zona y pese a la destrucción gigantesca de metros cubiertos de oficinas, la oferta sigue superando a la demanda y los negocios languidecen o cierran por falta de clientes, algo especialmente notorio en bares y restaurantes. Según la dirección del viento, la carne quemada y en descomposición se hace sentir hasta más allá de Union Square, a un par de kilómetros del bajo Manhattan, cuenta un empleado que trabaja en la zona.

Los desaparecidos

En distintos puntos de la ciudad hay paneles en recordación y homenaje de las víctimas. En el hall de la Estación Central de ferrocarril, junto con las fotos, sus familiares han colocado dibujos, cartas de amor e incluso algunas prendas de vestir. Estos paneles se parecen a los que los organismos de derechos humanos de la Argentina utilizan para recordar a los detenidos-desaparecidos bajo la dictadura, lo cual ayuda a comprender la profundidad del dolor que se extiende por toda la ciudad. Desde la Promenade de Brooklyn (donde Woody Allen discutió sobre el amor con la nieta de Hemingway en una película y bailó con Goldie Hawn en otra) se observa la costa sur de la isla de Manhattan a pocos centenares de metros. Junto a las flores y las velas colocadas en los barrotes de la verja que separa la Promenade del río hay una foto de las propias Torres, tomada desde ese mismo lugar, que favorece la comparación con el aspecto actual de la costa. Ese paseo de poco más de un kilómetro es el mejor lugar para apreciar la cicatriz que los atentados dejaron a la ciudad.
El “New York Times” publica todos los días breves biografías y fotos de quienes murieron o desaparecieron en las Torres. Sus rostros e historias reflejan la asombrosa diversidad de esta ciudad, capital imperial del tercer mundo y asiento de todas las razas y nacionalidades. Un aviso en televisión reproduce ese muestrario hermoso de la raza humana, con primeros planos de personas que repiten una única consigna: “I am an American”. Están representadas todas las etnias, edades y sexos, que aquí son cinco o seis, pero no todas las clases sociales, como si mostrar que entre los muertos también había blancos ricos pudiera entenderse como una justificación de lo sucedido. Ese extraño razonamiento, se sabe, también tuvo partidarios extrovertidos en la Argentina. Para compensar, la Bolsa de Valores de Nueva York realizó otro aviso, no menos burdo, en el que se presenta la campana del recinto como un símbolo de la libertad.

Borrón y cuenta nueva

La actitud de conmemoración y homenaje coexiste con otras de negación, que llegan al absurdo de suprimir en fotos, películas o programas de televisión cualquier referencia o imagen de las Torres, como si nunca hubieran existido. Los bomberos habían decidido suspender su maratón anual, porque los participantes se sentían deprimidos y fuera de estado. Hasta que la viuda de uno de los bomberos caídos decidió lo contrario y encabezó el pelotón, eufórica, con la foto de su esposo impresa en la remera. La voz de orden es “Pass and move on”, algo así como borrón y cuenta nueva porque hay que seguir viviendo. Las mayores cadenas de televisión se asumen como parte del aparato de propaganda oficial y es imposible encontrar no ya una crítica, sino apenas una discusión sobre las decisiones del gobierno. La competencia se reduce al marketing con que cada uno ofrece el mismo producto. Toda la cobertura televisiva lleva títulos de película, o de historieta. Lo mismo ocurre con los diarios populares, que titulan su tapa “Bin Laden en fuga” o “A la caza del hombre”. La legitimidad del bombardeo sobre Afganistán es un tema que nadie discute. Tampoco su eficacia. El parecido con la prensa argentina durante la guerra de las Malvinas es inocultable.
Cuando el brote patriótico se cruzó con Halloween engendró una cosecha de kitsch notable. En los jardines de Brooklyn el rojo, blanco y azul de las banderas se mezcló con el naranja de brujas, espantapájaros y calabazas. Cada pueblo elabora como puede sus dramas, pero pocos los escenifican en forma tan ostentosa e ingenua. Hay en esto algo de espontaneidad y algo de manipulación. Las banderas norteamericanas (fabricadas en China) se agotaron por la demanda popular, igual que los prendedores con los restos que quedaron en pie de las Torres. Pero los carteles que a cada paso celebran como héroes a bomberos y policías fueron impresos y colocados por las autoridades. El gobierno se siente muy cómodo en la nueva situación y le sacará todo el provecho que pueda.

Nuevo plumaje

Un pool formado por los principales diarios del país terminó el recuento de los votos emitidos en el Estado de Florida durante las elecciones del año pasado. Como suele ocurrir en los artículos de fondo de esos medios, la investigación arrojó resultados para todos los gustos. Quienes afirmaban que George W. Bush era un presidente cabal pueden proclamar que el recuento de votos en las mesas impugnadas por el ex vicepresidente Al Gore no hubiera alterado el desenlace. Aquellos que consideran a Bush la hechura espuria de una Corte Suprema heredada de su padre pueden consolarse con la constatación de que si el escrutinio definitivo hubiera comprendido no algunas sino todas las mesas de la Florida, Gore hubiera sido el triunfador. Y quienes denuncian que las desigualdades del mercado han teñido también el funcionamiento de un régimen político cuya base filosófica es la igualdad, han podido confirmar que fue en los barrios más pobres donde mayores dificultades impuso el sistema electoral a los votantes para que pudieran expresar su voluntad y ésta fuera registrada sin errores.
Si los datos del pool se hubieran conocido el 10 de septiembre, la legitimidad de Bush hubiera recibido un nuevo golpe, en un país dividido como nunca antes. En definitiva, más allá del error del ex vicepresidente que sólo pidió el recuento de algunas mesas, lo que ahora se sabe es que Gore no sólo obtuvo medio millón de votos más que Bush en todo el país, sino que también fue el candidato más votado en el Estado que gobierna el hermano presidencial Jeff Bush. Pero eso parece hoy prehistórico. El hombrecito torpe que lidiaba con el idioma ha echado un nuevo plumaje, cada día más vistoso. Al estilo de Fidel Castro, es mencionado cada vez con mayor frecuencia como “Comandante en Jefe”, incluso por Gore, lo cual mide el estado del ánimo colectivo. Cuando se inquiere por un comportamiento tan extraño en alguien al que le robaron la presidencia, la respuesta es que cualquier político que hiciera otra cosa estaría terminado. Los índices de aprobación popular de Bush son los mayores de la historia y sus leyes draconianas son aprobadas por mayorías que evocan la unanimidad de una elección iraquí. Y esto no es una metáfora: sólo uno entre cien senadores votó en contra de la ley antiterrorista. Si en algún momento trató de refinar sus modales, desde hace dos meses Bush acentúa sin prejuicios su aire de cowboy texano. El jefe de la comisión de justicia del Senado, el demócrata liberal Patrick Leahy, dijo que votaba la ley con repugnancia. Pero el día de la promulgación apareció sonriente junto a Bush y con una cámara hogareña fotografió al presidente, como quien inmortaliza un gran momento.

Poderes dictatoriales

El más conservador de los columnistas del liberal diario “New York Times”, William Safire, escribió que Bush ha asumido “poderes dictatoriales” y reemplazado el estado de derecho por comisiones especiales. El propio diario publicó un editorial contra la “justicia travesti” en el que objetó la orden ejecutiva de Bush que permitirá juzgar a residentes extranjeros en Estados Unidos por tribunales militares designados ad hoc por el presidente, sin ceñirse a los principios legales y al método de evaluación de la prueba vigente en los tribunales civiles. Esas cortes podrían sesionar en el extranjero o en alta mar, con procedimientos pruebas y testigos secretos, sin abogados defensores ni apelación ante un tribunal civil. Para el “New York Times”, esto borra de un plumazo la división de poderes y el sistema de controles y contrapesos creado por los fundadores de la democracia estadounidense. La mayor sorpresa provino de Madrid, donde el gobierno de José María Aznar formuló reparos similares. Los ocho detenidos por el juez Baltasar Garzón, quien los investiga por su colaboración en los atentados del 11 de septiembre, no serán extraditados a Estados Unidos, porque los tribunales militares que prefiere Bush no garantizan el juicio justo por jueces imparciales que exige la Convención Europea de Derechos Humanos. Europa tampoco admite la pena de muerte. En un editorial anterior, titulado “Desaparecidos en Estados Unidos”, el “New York Times” también había objetado la detención de miles de personas por tiempo indefinido, sin juicio ni derecho de defensa.
El columnista Thomas Bray respondió en el ultraconservador “Wall Street Journal” que quienes protestan contra estas medidas en realidad están negando que el “terrorismo es un acto de guerra y no un simple delito”. La página editorial del diario de los financistas aplaudió la decisión de dejar atrás “los excesos del moderno sistema de justicia penal”, y en forma específica mencionó la regla de exclusión, que impide tomar en cuenta pruebas obtenidas en forma ilegal. Los tribunales militares podrán guiarse por informes de inteligencia y rumores. El más conocido abogado del país, Alan Dershowitz, escribió en el semanario neo hippie “Village Voice” que el peor peligro reside en que muchos ciudadanos “siempre desconfiaron de nuestro sistema constitucional de justicia con su preferencia histórica por la absolución de un culpable antes que por la condena de un inocente. Ellos se inclinan por un sistema más simplificado, con menos garantías y menos absoluciones y confían en que el gobierno sólo llevará a juicio a los culpables”, fe que Dershowitz no comparte. Su temor es que esos buenos ciudadanos aprueben el enfoque de mano dura, sin preocuparse por las condenas que se dicten contra inocentes. Como no hay frente de batalla ni enemigo abierto, el enfoque militar de la justicia reflejado en la orden de Bush “puede persistir en forma indefinida y aún expandir su alcance”, que por ahora sólo comprende a los extranjeros. Además, el Pentágono está diseñando la creación de un nuevo Comando Militar, que se especializaría en Seguridad Interior, ya no como respuesta a una emergencia sino en forma permanente. Bush no necesita para ello de nuevas autorizaciones del Congreso. Le basta con la que recibió en los primeros días posteriores al Nine Eleven (como se menciona en el diálogo coloquial al 11 de septiembre), cuando los diputados y los senadores le encomendaron adoptar todas las medidas necesarias para enfrentar la nunca definida amenaza terrorista global.

General diferencia

Para un argentino es sorprendente que estas cosas sucedan sin un golpe militar, lo cual obliga a repasar algunas diferencias entre ambas sociedades. El primer presidente constitucional estadounidense fue el general de la independencia George Washington, que hubiera podido hacerse reelegir en forma indefinida y no lo hizo. Otro tanto ocurrió en el siglo pasado con el general Dwight Eisenhower, quien llegó a la presidencia gracias a su popularidad como comandante de las tropas aliadas en la Segunda Guerra Mundial, ni siquiera pudo consagrar para sucederlo a su vicepresidente, Richard Nixon, quien fue derrotado por John Kennedy, y en su discurso de despedida advirtió al país sobre el peligroso “complejo militar-industrial” y su avance sobre las decisiones políticas.
Hoy mismo, la posición más moderada en el gobierno es la del ministro de Relaciones Exteriores, el general Colin L. Powell, quien fue el comandante que en 1990 forzó el repliegue de las tropas iraquíes que habían invadido Kuwait. Un lustro después pudo haber sido el primer descendiente de africanos en alcanzar la presidencia y, tal como ocurrió antes con Eisenhower, ambos partidos se pusieron a su disposición para que eligiera con cuál aparato electoral presentarse. Fue el propio Powell quien decidió no ser candidato. Y cuando lanzó su propia candidatura, Bush recurrió a la respetabilidad y equilibrio de Powell para mejorar su imagen de inexperto extremista de provincias. Su candidatura pasó a ser algo serio cuando anunció que designaría a Powell como jefe de la política exterior, es decir, el encargado de fijar cómo Estados Unidos haría sentir su poderío al resto del mundo. El primer año en ejercicio del poder ha confirmado lo preciso de ambas descripciones. Mientras Bush no cesa de emitir toscas amenazas a los Evildoers (los malhechores de la retórica menemista) y a todos quienes no se alineen en forma incondicional en las filas del Bien, Powell ha armado con paciencia de relojero una coalición internacional que le permitió contar con el apoyo hasta de la conferencia islámica, integrada por medio centenar de gobiernos cuyas autoridades siguen los preceptos del Corán. No fue un mérito menor haber sumado a ella a naciones en vigilia nuclear por un territorio en disputa, como la India y Paquistán.
El general Powell es coherente hoy con lo que sostuvo hace una década. La política debe tener preeminencia sobre las acciones militares y la guerra es un recurso extremo y excepcional. En cambio, el vicepresidente Richard Cheney, la asesora presidencial en Seguridad Nacional, Condoleeza Rice, y el ministro de Defensa, Donald Rumsfeld, todos civiles, impulsan la extensión de las operaciones militares hacia otros países, en primer lugar Irak, donde el gobierno de Bush siente que ha dejado una tarea pendiente. La mera continuidad en el gobierno de Saddam Hussein les parece una ofensa por lavar. Muchas versiones que se originan en el Pentágono, la Casa Blanca o el Congreso, y que los principales medios difunden de modo acrítico, permiten vislumbrar que la decisión de reiniciar las operaciones interrumpidas sobre Saddam podría estar ya tomada y que ahora se estarían elaborando los pretextos y la oportunidad apropiados para justificarla.

Retroceso de medio siglo

Este retroceso de medio siglo en el campo de las libertades cívicas y los derechos humanos es mayor del que propicia el presidente Fernando De la Rúa cuando dice que no pueden separarse la seguridad interior de la defensa nacional. Sobre todo porque el Congreso argentino es insensible a estas tentaciones y está a punto de dar también la sanción de la Cámara de Diputados a la ley de inteligencia nacional, que las contradice.
Nada de lo que está sucediendo ahora aquí puede proyectarse en forma lisa y llana a países como Chile o la Argentina, donde las respectivas Fuerzas Armadas cometieron atrocidades sin atenuantes en contra de sus propios conciudadanos, de los cuales, además, sólo algunos empuñaban armas para resistir a las dictaduras militares. Los efectos en el resto del mundo se perciben en la repentina condescendencia estadounidense hacia el modo brutal en que Vladimir Putin sofocó la insurrección chechena, la flamante simpatía por el dictador paquistaní Pervez Musharraf o la ironía que se permitió el líder egipcio Hosni Mubarak cuando dijo: “Nos alegra que Estados Unidos haya descubierto lo difícil que es combatir al terrorismo. Cuando hacíamos lo mismo, ustedes nos mandaban a Human Rights Watch”.
Pero aun así, lejos de reivindicar a Pinochet o Videla, los políticos más conservadores de Estados Unidos advierten que ése es el límite que no están dispuestos a traspasar. Con Bush regresó al gobierno un grupo de funcionarios que participaron de la política intervencionista en Centroamérica, como John Negroponte, Roger Noriega, Otto Reich o Elliot Abrams. Pero ni siquiera ellos son indulgentes con las tropelías que se cometieron durante la guerra sucia militar contra la sociedad argentina. Hace ahora quince años, cuando era secretario de Estado adjunto para Asuntos Interamericanos, Abrams advirtió a los graduados de 16 países en la Escuela Interamericana de Defensa: “Pasados están los días en que el golpe de Estado era una opción que podía ejercerse sin costos locales o internacionales por jefes militares que se arrogaban el derecho de decidir por su Nación”. Tanto Ronald Reagan como Bush padre respaldaron en forma categórica a los gobiernos constitucionales de Alfonsín y Menem cuando fueron jaqueados por la insurgencia carapintada. La diferencia de fondo es que los norteamericanos sienten a sus Fuerzas Armadas como propias, no por perversidad sino por experiencia, y ése es un privilegio que la Argentina no tiene. Si no quieren volver a equivocarse, como en 1982 cuando entendieron que tenían luz verde para ocupar las islas Malvinas, los termocéfalos australes harían bien en no pasar esta diferencia por alto.

 

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