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ESTRENOS DE LA SEMANA
“VIDA BANDIDA”, CON BRUCE WILLIS Y BILLY BOB THORNTON
Los ladrones del nuevo siglo

La nueva película del director Barry Levinson, sobre dos famosos ladrones de bancos, parece deberle siempre algo a alguien, todo el tiempo. Por su parte, �La mujer que todo hombre quiere�, de la argentina Gabriela Tagliavini, se presenta como una suerte de �Blade Runner� devaluado.

Por Luciano Monteagudo

¿Quiénes son los ladrones de bancos más famosos de Estados Unidos? ¿Butch Cassidy y The Sundance Kid? ¿Bonnie & Clyde? Para Vidas bandidas se trata de entronizar en ese sitial a Joe (Bruce Willis) y Terry (Billy Bob Thornton). La prensa amarilla los llama The Sleepover Bandits, por su afición a pasar la noche con el gerente del banco y su familia y al día siguiente entrar con él por la puerta grande, caminando tranquilos como si fueran viejos clientes. En la intimidad, son –como todo el mundo– un poco más complicados, sobre todo cuando el dúo se convierte en trío, con la incorporación de Kate (Cate Blanchett), una ama de casa que decide seguir los pasos de Thelma y Louise, o sea, abandonar la triste rutina del hogar por la aventura del camino y los peligros de vivir fuera de la ley.
No es casual que aparezcan tantos nombres legendarios a la hora de repasar Bandits. A pesar de sostenerse sobre un guión original de Harely Peyton (libretista de un par de episodios de Twin Peaks, de David Lynch), la película de Barry Levinson parece deberle siempre algo a alguien, todo el tiempo. Si hasta Willis y Thornton dan la impresión de ser una versión posmoderna de Jack Lemmon y Walter Matthau, una extraña pareja de esas que por su sola incompatibilidad se supone hacen reír. Algo de eso hay, debe confesarse. De acuerdo con el imaginario colectivo construido por Hollywood, Willis es, una vez más, el hombre de acción, capaz de improvisar tanto una fuga de un penal de máxima seguridad como de asaltar sin armas un banco, todo con éxito y con una sonrisa a flor de labios. Por el contrario, Thornton se presenta como un hipocondríaco grave, que no puede dar un paso sin pensarlo antes y que se revela físicamente intolerante a todo, desde la lactosa hasta las antigüedades.
Por supuesto, a Kate le resulta difícil decidirse entre ambos, lo que la lleva a descartar la idea de quedarse sólo con uno, para terminar eligiendo a los dos. Una vez constituido, el trío aprovecha algunos buenas escenas de humor, que funcionan básicamente a partir de citas de películas (Lo que sucedió aquella noche, de Capra) o canciones (“Holding out for a hero”, por Bonnie Tyler). Pero lejos de la ironía y la acidez de la sátira política Wag the dog –que disfrutaba de un guión de David Mamet–, el director Barry Levinson (el mismo de Rainman, donde jugaba con otra pareja despareja) nunca alcanza a definir el tono y el objetivo de la película, como si quisiera complacer a todos los públicos al mismo tiempo: al masculino que –según la idea estereotipada de Hollywood– sólo pide acción, y al femenino que quiere romance y sueña con liberarse de la sumisión conyugal. Peor aún, en sus excesivos 123 minutos, recargados de adornos y tomas de atardeceres de tarjeta postal, Vidas bandidas se transforma más de una vez en un largo videoclip, con escenas enteras resueltas a partir de la machacona banda de sonido, como si se tratara de vender discos en vez de contar una historia.

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“HORMIGAS ENTRE LAS PIERNAS”
Un pene aburrido

Por Martín Pérez

Si los personajes de Tarantino en Perros de la calle resignifican el Como una virgen de Madonna, e incluso el propio Tarantino reinterpreta Top Gun en clave gay en un film estadounidense de adolescentes, el alemán Marc Rothermund quiso estar a tono con estos tiempos revisionistas y eligió arrancar el segundo opus de su filmografía repasando la historia de los Pitufos. Aun antes de los títulos, ahí está Red Bull –un personaje que carga con los mejores textos de esta fallida American Pie alemana– horrorizando a una compañerita al explicarle su teoría de que la Pitufina debía ser la puta del pueblito de los Pitufos. De otra forma, arguye Red Bull, no se explicaría la permanente felicidad de su población casi totalmente masculina. “Gracias, me arruinaste toda mi infancia”, dice la niña antes de huir entre lágrimas.
Comedia sobre la iniciación sexual narrada en voz alta por el pene de su protagonista, la “atrevidísima” trama de Hormigas entre las piernas deviene rápidamente en inocua e inocente comedieta de acto escolar. Eso sucede porque el verdadero protagonista del film –que, como en una historieta italiana que en su momento publicó la revista SexHumor, efectivamente habla en voz alta– rápidamente se queda sin nada que decir, y es entonces cuando los sexuales devaneos naïf de los jóvenes del film huelen cada vez menos a espíritu adolescente. Y sus disparates sexuales, que en estos tiempos sólo serían creíbles –e incluso divertidos– en la boca de niños de diez, suenan aburridos, previsibles y hasta inocuos en boca de chicos de quince.
Si a su excesivo desenlace con el pene en silencio en medio de una eterna representación escolar de Romeo y Julieta se le suma el hecho de que la copia se presenta para su exhibición local doblada al inglés y luego subtitulada, Hormigas entre las piernas califica casi a último momento pero por derecho propio al podio del peor estreno del año. Una lástima por Red Bull, un personaje que sin embargo tiene el destino que se merece en una comedia intrascendente que termina aburriendo, incluso con un pene parlante en su reparto.

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El día que las mujeres se adueñaron del mundo

Por Horacio Bernades

Opera prima de la argentina Gabriela Tagliavini, treintañera y radicada desde hace casi una década en Los Angeles, La mujer que todo hombre quiere es, a todos los efectos, una producción estadounidense. Se filmó allí, está hablada en inglés y sus actores y mayoría de técnicos son de ese origen. Aunque el cine independiente norteamericano no carece de bodoques propios, la elementalidad de este film, sus desaciertos e inconsecuencias, el carácter por momentos amateur (en el peor de los sentidos) llevan a pensar en otras épocas del cine argentino, cuando la sola procedencia garantizaba la condición de bodrio.
Típico de esa clase de películas hechas al descuido, la primera línea de la gacetilla de prensa se contradice con el primer cartel que aparece en la película. Según la película, la historia transcurre en el año 2025, pero la gacetilla prefiere ubicarla cinco años más tarde. Da lo mismo. En lo que coinciden es que transcurre en Estados Unidos. Esto queda claro de entrada, cuando la presidente del país hace su descargo sobre cierto affaire sexual que habría tenido con un pasante apellidado Lupensky. ¿Suena conocido? Todo un anticipo del nivel humorístico y creativo de esta comedia de ciencia ficción, por darle algún nombre.
La premisa es que dentro de 25 años (o 30) la sociedad está regida por mujeres, y que éstas se comportan como una exacta reversión del machismo actual. Son ellas las que dirigen, gozando de privilegios que se les niegan a los hombres, como la posesión de robots-acompañantes sexuales. Los hombres se dejan seducir y cortejar, y en los ratos libres se miran al espejo y se someten a tratamientos de belleza. Si el planteo es de por sí esquemático, eso no garantiza coherencia con los propios postulados, ya que el protagonista y su amigo están tan hambrientos de mujer como los de Hormigas entre las piernas (ver crítica en estas páginas).
De hecho, ese hambre motoriza la acción. Diseñador de objetos de plástico, Guy (Ryan Hurst) conoció un gran amor en París, pero duró poco. Desde ese momento anda solo y buscando, pero como es chapado a la antigua, rebota sistemáticamente ante mujeres que sólo quieren sexo rápido. Unica solución: una buena mujer robot, preparada para satisfacer todos sus deseos. Primero es el paraíso, después Guy descubre que no hay nada más aburrido que una geisha, y finalmente hay dos vueltas de tuerca que no sorprenderán a nadie que haya visto Blade Runner, por la sencilla razón de que han sido textualmente copiadas de allí.
Como comedia, La mujer ... no ranquea por encima de Un argentino en Nueva York. Como película de ciencia ficción, adhiere a un feísmo rasca, con decorados de dos por dos, en tonos verde desesperanza y anaranjado viejo. Al final le da por el drama romántico, pero no sólo es tarde sino que, para peor, a la realizadora no se le ocurre nada mejor que citar Ultimo tango en París: la soga en casa del ahorcado. Con la única excepción de la alemana Daniela Lunkewitz (dueña de una de las mejores voces que se hayan oído, de Kathleen Turner para acá) las actuaciones son asimilables a las de un teatro de revistas. En cuanto a los personajes, baste citar al padre judío del protagonista, estereotipo racial digno de Adolfo Stray, para darse una idea.

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“BESOS PARA TODOS”, DE D. THOMPSON
Solos de violín

Por L. M.

Llega la Navidad y, con esa fecha tan temida, aparecen también los problemas familiares. Se supone que todo debe ser armonía, pero, ya se sabe, los reencuentros siempre reavivan viejas heridas. Eso al menos es lo que sucede en la familia de la venerable Yvette (Françoise Fabian, la memorable protagonista de Mi noche con Maud, el clásico de Eric Rohmer). Sucede que Yvette, en medio de los villancicos navideños, acaba de perder a su segundo marido. Y el primero, el violinista ruso Stanislas (Claude Rich, el galán de Fiebre de Jacques Demy), vuelve a la carga, pensando que después de 25 años todavía tiene la oportunidad de reconquistar a su viejo amor. En medio de ambos, están las hijas, cada una con sus propios problemas: la mayor, Louba (Sabine Azema), hace más de una década que comparte clandestinamente sus tardes con un hombre casado; Sonia (Emmanuelle Béart) está casada con un ejecutivo y tiene todo lo que el dinero puede comprar, menos la felicidad; y la menor, Milla (Charlotte Gainsbourg) no sabe aún qué hacer con su vida sin arruinar la de los demás.
En su primera incursión como directora, la experimentada guionista Danièle Thompson (hija del prolífico director de comedias Gérard Oury) descansa básicamente en la solvencia de su elenco, todas glorias del cine francés, el de hoy y el de hace treinta años. La idea es que cada uno tenga su pequeño monólogo, un solo de violín –por seguir el leit motiv de la película– en el cual pueda lucir su histrionismo en el marco de una historia televisiva en su forma y sentimental en su contenido, pero exenta de golpes bajos.

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