Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12

PANORAMA POLITICO
Por J. M. Pasquini Durán

ALUD

Cuando Raúl Alfonsín, en su tiempo, anunció una “economía de guerra”, muchos le creyeron, hasta que su administración, la primera de la democracia que daría educación, comida y salud por 100 años, terminó en final prematuro. A continuación, tras algunos titubeos desafortunados, en 1991 Carlos Menem encontró a Domingo Cavallo y, una vez más, se repitió la ilusión de la vieja leyenda: el horrible sapo se convirtió en príncipe encantador, a cuyos pies cayeron rendidas la inflación y otras malignidades. Nadie sabía, porque el antiguo cuento nunca relató esos capítulos, que tales milagros duraban poco y eran irrepetibles. Para colmo, la pareja se hizo pedazos debido a que cada uno de ellos creyó que tenía la exclusividad de la pócima mágica.
Hartos de reyertas, de corsarios y de pasajeros ilusionistas, los pobladores de la Gran Aldea buscaron al vecino manso, de familia, sin hábitos extravagantes, incluso con fama de aburrido para quienes confundían su talante circunspecto con molicie, y le confiaron los destinos colectivos. Después de las turbulencias pasadas, sus propulsores esperaban un período de meticuloso orden administrativo, sereno y pacífico, con cierta tendencia al progreso, basado en dosis sensibles de justicia social aportadas por un coro demócrata de mediana edad y experiencias juveniles partisanas, cuyos miembros ocuparon expectables posiciones en el nuevo organigrama institucional. De hecho, quedó formado un nuevo cuadro político, bipolar como hasta entonces, pero dividido en coaliciones. El peronismo con los conservadores, desde la historia del sapo y el príncipe, y los radicales inclinados hacia la democracia liberal con preocupaciones sociales, una actitud que en Europa suelen llamar socialdemocracia, aunque su aporte al Poder Ejecutivo fue el más notorio exponente del ala conservadora del partido centenario.
Para no abundar en historias conocidas, quedan eximidos de esta crónica los capítulos más recientes. El repaso era necesario sólo para recordar, a trazo grueso, que la incapacidad del sistema político para representar, en la más amplia acepción del término, a las bases ciudadanas viene ganando velocidad en la cuesta abajo desde hace un largo rato. Es lógico que esa sensación de inminente estallido concentre la atención en la política, o si se quiere en la antipolítica, porque los administradores del mercado no son elegidos por las urnas. La crisis actual, sin embargo, es multipolar, o sea que afecta a todo el sistema de partidos, incluidas las más recientes agrupaciones, y a otras formas de representación social. Expone, además, con toda crudeza el fracaso cruel de las teorías acerca de la “mano invisible” del mercado que había llegado para reemplazar al anterior Estado de bienestar. Ni siquiera pudo prescindir del Estado para que le saque las papas del fuego al aparato financiero y archivó todas sus monsergas acerca de la libertad de comercio y la propiedad privada cuando tuvo que apropiarse del control hasta de los salarios y ahorros más humildes. ¿Dónde andan ahora esos liberales que se santiguaban hasta hace poco tiempo ante la más mínima sugerencia de la intervención del Estado para equiparar tanta injusticia en el país?
Basta escuchar el parloteo de sus delegados para darse cuenta de que el alud será imparable: unos repiten la lección memorizada acerca de los gastos fiscales y políticos como la causa última de semejante depresión económica, como si esos factores alcanzaran para explicar por qué uno de cada cinco argentinos esté desempleado. Otros hacen proposiciones legítimas para reparar tanta injusticia, pero no tienen ideas o fuerza para acumular la masa crítica de respaldo político-popular que les permita realizar esos programas reparadores. Ni el más optimista presagio puede asegurar que una concertación entre De la Rúa, Menem, Angel Rozas y Cavallo puede traer alivio, ni qué hablar de soluciones verdaderas, a los sufrimientos de una Nación con múltiples fracturas, que ya no confía enmédicos o curanderos, o a los avatares de una economía en la que prosperan sólo los especuladores y los malandras. Con un Poder Ejecutivo sin partido ni base, aislado y autista, con la principal oposición que sólo reúne sus fragmentos dispersos cuando puede sacar algún provecho inmediato y con poderes constitucionales, la Justicia y el Legislativo, que sólo aportan al descrédito generalizado, ¿alguien sabrá cómo impedir el estallido del actual sistema político? Quede en claro: del sistema en su conjunto y no la mera caída o desestabilización del Gobierno.
No es poca cosa un pronóstico de este porte, pero tampoco es el fin del mundo. Sin el agotamiento de los regímenes que los precedieron, el yrigoyenismo y el peronismo no hubieran sido posibles, para citar dos ejemplos significativos entre tantos antecedentes universales. Cada vez que se produjo una reorganización de este tipo, las fronteras políticas y económicas alcanzaron nuevos espacios. Aunque más no sea por precaución, sería bueno prepararse para los acontecimientos, para lo cual se demandan algunos requisitos. Primero que nada, saber qué país puede ser la Argentina en este siglo, para lo cual hay que apaciguar los debates repetidos a favor y en contra del modelo vigente y avanzar sobre el diseño del futuro. A la vez, la sociedad no puede estar guardada en sus casas ni resignada a dialogar con un cajero automático. Desde hace varios días, en distintos sitios, a veces con espontaneidad y otras con premeditación, grupos de ciudadanos están haciéndose notar y oír en sus reclamos. En estado de alerta o movilización de la ciudadanía, el estallido político no tiene por qué ser seguido de la violencia social sin sentido ni habrá que repetir ninguna Semana Trágica. Las comunidades tienen una capacidad infinita para erigir líderes cada vez que los necesitan, o para destruirlos cuando las defraudan, sobre todo cuando tropiezan con alguien o con una corriente que saben hacia dónde van.
¿Habrá alguna posibilidad de pensar en el futuro en medio de tantas urgencias actuales? Quizá sea la única manera de encontrar respuestas también para esas urgencias, en lugar de dar vueltas sobre el mismo círculo. A modo de ejemplo: ¿cuántas veces por año irán a cortar la ruta los que no cobraron el subsidio, o los que se les acaba o los que lo quieren? ¿Cuántas veces regresarán, frustrados o exitosos, a contar los días hasta la próxima vez? ¿Ese país les alcanza o les gustaría algún otro? ¿Qué haría falta para cambiarlo? Aun así, presentados como preguntas, estos temas suenan más interesantes que el infinito y único relato, en capítulos cotidianos, de Cavallo, o en aprender si conviene más la transferencia bancaria que el cheque de mostrador, o, peor aún, dejar que se pierdan trescientos empleos diarios como si fueran un granizo o cualquier otro fenómeno natural, sobre el que uno nada puede hacer para impedirlo. Hay personas que no comen y otras no pueden retirar sus plazos fijos: ¿qué puede reunirlas para luchar en común? Las ganas de vivir mejor y el orgullo de compartir una identidad y una raza, que nunca serán suficientes para ninguno si los demás tampoco pueden disfrutarlas con dignidad.


 

PRINCIPAL