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Erupción
Por J. M. Pasquini Durán

(Viene de tapa.)

Ante la conmoción social, el Gobierno reaccionó de la manera más primitiva: dictaminó el estado de sitio por treinta días, y lo hizo por decreto a sabiendas de que no tendría aprobación inmediata en el Congreso nacional que funciona autoconvocado. Anunciaron también un suplemento alimentario por valor de siete millones de dólares para calmar la emergencia. De ser ése el costo imperativo del problema, es aún más incomprensible que el Gobierno haya permitido llegar a esta desgarrante actualidad, a no ser que la obsesión por el “déficit cero” haya anulado la sensibilidad social por completo. Si las autoridades echan mano a la represión directa para restablecer el orden, igual que en mayo de 1989 frente a otro estallido similar, en lugar de afianzar la estabilidad democrática darán un paso al vacío. Anoche, después del mensaje presidencial, otro estallido diferente clausuró la jornada: un impresionante “cacerolazo” fue la respuesta popular a la mediocridad política predominante y a un discurso vacío.
El presidente Fernando de la Rúa está aislado como nunca debido a que no tolera la idea de modificar el rumbo económico-social de su gobierno, o sea lo que piden sus aliados y adversarios, pero más que ninguno el sencillo ciudadano de a pie. A pesar de su obstinación, la situación de Domingo Cavallo se hizo insostenible. A diferencia de Raúl Alfonsín en 1989, De la Rúa conserva el cargo porque no hay ningún reemplazante electo o siquiera consentido por las expectativas públicas. El peronismo, previsible sucesor, no tiene candidato ni jefatura definida y los partidos menores, incluso los de última generación, son demasiado débiles para afrontar el vendaval. Ninguno de ellos, por otra parte, quiere hacerse cargo del gobierno para tomar en sus manos la papa hirviente de un país harto y desesperado. Ninguno, además, tiene un programa o una lógica económica que le ponga fin a la depresión económica. Por eso, cuando los distintos protagonistas hablan de “unión nacional”, cada uno le otorga un contenido y un sentido diferentes, de tal modo que la consigna quiere decir todo y nada al mismo tiempo. Para el Gobierno, significa que todos los demás lo apoyen, mientras que para la principal oposición implica sostener al Gobierno para que termine la tarea sucia encargada por el Fondo Monetario Internacional (FMI), pero sin quedar “pegados” para no perder votos.
El sentido común indica que para dar un golpe de timón, quienquiera que sea, nadie será autosuficiente para aguantar la magnitud de la tarea. Ante todo, porque supone confrontar con intereses, minoritarios pero poderosos, que han controlado el poder, con escasas suspensiones, en el último cuarto de siglo. Para decirlo de una manera esquemática pero ilustrativa, habría que darle prioridad a la producción y el consumo internos, desplazando al capital financiero. A juzgar por reuniones como la que tuvo lugar ayer en la sede de Cáritas, aunque sea porque algunos temen al futuro, buena parte de los dirigentes está dispuesto a negociar, menos el Presidente, a pesar de toda su retórica acerca del diálogo y la concertación. Estas voluntades, sin embargo, serán moldeadas al final por la dinámica social antes que por el capricho o la arbitrariedad de sus dueños.
Mientras tanto, quedan en pie el origen y el centro de la erupción: las urgencias populares. La sociedad que ayer vivió en el espanto y la conmoción, incluso todos los que cerraron las puertas por precaución, ¿cuánto tiempo podrán aguantar en estado de pánico? A fines de los años ‘70, Italia había salido de la extrema miseria de posguerra, pero no había alcanzado su actual nivel de bienestar, de manera que había franjas depoblación de muy escasos recursos. En esas circunstancias, surgió un poderoso movimiento juvenil, al margen de los partidos políticos, que aglutinó en la corriente a formaciones muy diversas, desde expresiones surrealistas como los “indios metropolitanos” hasta una minoría que devino en la acción violenta de las Brigadas Rojas.
El grueso, sin embargo, era el de los llamados “autorreductores de precios”, que reivindicaban el derecho a consumir lo que la sociedad ofrecía, pero a costos que ellos pudieran pagar. Proponían, en definitiva, que en la mesa de Navidad, por ejemplo, todos tengan la sidra y el pan dulce, los que podían pagarlo hasta donde les alcanzara y a los demás por subsidio de los gobiernos, en sus tres niveles. Lo mismo para ir al cine, al teatro o para adquirir un disco o un libro. El movimiento tuvo varias virtudes destacables: 1) instaló en toda la sociedad la comprensión directa del nivel de injusticia que la dividía en compartimientos estancos, cargándolas de resentimientos; 2) canalizó y organizó la demanda, en lugar de abandonarla a su suerte o al caos; 3) advirtió a los poderes establecidos que la indiferencia es la peor política.
Cada pueblo, claro está, sigue sus propios caminos, irrepetibles para los demás cuando se pretende hacer copias mecánicas de esos recorridos, pero las experiencias son referenciales, ilustrativas. En este caso, prueba que además de la crítica merecida a los responsables de este drama actual, es posible que hombres y mujeres, sobre todo jóvenes, dispuestos a restablecer principios de dignidad y solidaridad, pueden ingeniar formas nuevas de protesta y reivindicación, en tanto se encuentran otras vías generales de justicia hacia el porvenir. Así lo hizo anoche una porción considerable de la población porteña, que supo oponer a la sombría decisión de implantar el estado de sitio la algarabía de la protesta sonora y la ocupación personal de calles y plazas. El pueblo, otra vez, sacó la delantera a los dirigentes.

 

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